Por: Mariano Hamilton/ NA
El 11 de abril de 2002 un grupo de civiles y militares forzaba el derrocamiento del presidente venezolano Hugo Chávez. Lo hicieron con el apoyo de la oligarquía local, la televisión, la radio, los diarios y –lo más importante- con el guiño de Washington.
Pero había algo en la ecuación que no iba a cerrar y que pocos tuvieron en cuenta: Chávez tenía de su lado a la gente, a los que había sacado de la miseria y, por primera vez en años, les había dado voz.
Corría abril de 2002 cuando un grupo de civiles y militares acordó derrocar a un presidente electo democráticamente. Los pasos que se dieron fueron los tradicionales, los que se estilaban por aquellos años cuando se quería echar a alguien del poder: se tomaron puntos neurálgicos y estratégicos del país, se cerró el parlamento y se eligió a un fulano para que asumiera la presidencia, es decir a un títere de los poderes fácticos.
Todo venía más o menos dentro de lo previsto ese 11 de abril de 2002. La seguidilla de acontecimientos se fue dando sin mayores situaciones que hicieran pensar en un fracaso. Pero algo fallaría, algo que no estaba en la superficie salvo para Chávez: tres días después de ser arrestado, en la madrugada del 14 de abril, una multitud rodeó el Palacio de Miraflores y reclamó, no de forma del todo pacífica, la restitución del presidente electo democráticamente.
¿Pero todo había comenzado ese 11 de abril de 2002? No. Las cosas nunca suceden de improviso, y menos aún en política. El fermento para la destitución de Chávez ya había empezado a trabajarse desde hacía años, cuando ese militar extraño, extrovertido y carismático había ganado las elecciones de 1998 y asumido el poder en febrero del 99. Desde ese mismo instante, los partidos políticos tradicionales, empresarios, medios de comunicación y el gobierno de los Estados Unidos fueron tejiendo una trama para destituirlo. Aquellos que habían dominado la política venezolana durante 40 años no querían admitir que su tiempo se conjugaba en pasado.
Chávez, ni bien asumió el poder, transformó la estructura política y social de un país bendecido por sus yacimientos petrolíferos, aunque esa riqueza natural nunca derramaba hacia los sectores más pobres.
El primer paso que dio Chávez fue hacer una nueva Constitución, la que fue aprobada menos de un año después de asumir su mandato. Los vertiginosos cambios llevados adelante por Chávez en poco tiempo alertaron a Estados Unidos, siempre tan atento a vigilar a los países poseedores de reservas naturales de lo que fuera para, en algún momento, poder apropiárselas.
Para colmo, Chávez empezó a armar la rosca de los países petroleros. Se alió con Kaddafi en Libia y Saddam Hussein en Irak, lo que tampoco era del beneplácito yanqui. Encima, respaldó a Cuba, condenó la invasión de Estados Unidos a Afganistán en 2001 y cuestionó el proyecto del Alca que Washington quería bajar hacia América del Sur. Quedaba claro que al Departamento de Estados le sobraban razones para despachar a Chávez.
En febrero de 2002 Estados Unidos creyó que estaban dadas las condiciones para sacarse de encima a este personaje. Y comenzó con el operativo desgaste: primero el desprestigio internacional, después alentar a los sectores locales para que hicieran conocer su descontento, luego la aparición en la escena de la prensa para denostar el gobierno y por último la bajada hacia los sectores militares para que tomaran el poder. Más o menos, esos cuatro pasos, eran parte del protocolo preestablecido para dar de baja a un presidente latinoamericano electo.
Ese mes y año, el Washington Post decía en sus páginas: “Si Chávez no arregla las cosas pronto, no terminará su período” y el FMI movía sus fichas: “No tendríamos problemas, ante una eventual salida del Chávez del poder, de respaldar económicamente a un eventual gobierno de transición”. Como se ve, la cosa no era entre gallos y medias noches. Era a la luz del sol y con la impunidad de los que se creen invictos.
Lo que no sabían en la Casa Blanca era lo que efectivamente ocurría en Venezuela, un país que era vendido hacia el exterior como una democracia fantástica y en donde la desigualdad era inexistente. Pero pocos conocían la cruel verdad: desde el acuerdo de gobernabilidad de 1958, conocido como el “Pacto de Punto Fijo”, los partidos tradicionales habían caído en desgracia por la corrupción y por la falta de respuestas a los reclamos de los que estaban afuera del sistema. La aparición de Chávez, justamente, fue la consecuencia de que esa bonanza petrolera no bajara a la gente de a pie, lo que había decantado en que el 80 por ciento de la población viviera bajo privaciones o directamente en la pobreza.
Una anécdota personal: cuando mi padre, Mario, tuvo que irse de la Argentina en 1976, fue invitado a exiliarse en Venezuela porque, le dijeron, era una democracia sólida y la gente vivía en paz bajo el paraguas de las riquezas petroleras. Mi padre estuvo dos semanas en Venezuela analizando la posibilidad de exiliarse allí y, para graficar la desigualdad que atravesaba el país, me contaba años después que los viernes por la tarde, desde su alojamiento, veía como partían hacia las islas caribeñas cercanas cientos de avionetas privadas para pasar el fin de semana fuera del país. El domingo por la tarde, era la hora del regreso. Y el flujo de avionetas regresaban era como un enjambre de abejas que volvían al panal. Para decirlos en términos porteños, era parecido el éxodo que nosotros vemos cada fin de semana en la Avenida Panamericana hacía los barrios privados del Pilar y otras zonas aledañas, pero con la diferencia de que se usaban avionetas. Ese show de viajes privilegiados era presenciado por el 80 por ciento de la población que no tenía ni para poner un plato de comida en la mesa. Era el festival de la ostentación. Luego de esas dos semanas, decidió que Venezuela no era el país en el que quería vivir. Y el destino lo llevó a instalarse en Brasil hasta el día de su muerte, en 2008. Fin de la anécdota personal, que sirve para graficar qué país tenían los venezolanos y explica el por qué de la aparición de un hombre como Chávez.
La cuestión es que el 11 de abril de 2002 se desencadenaron una serie de hechos violentos en Caracas. Y al día siguiente, el general Lucas Rincón anunció que le habían pedido la renuncia a Chávez y que éste había aceptado, lo que provocó confusión entre los adeptos al gobierno. Pero era mentira; en realidad lo habían detenido.
Por la historia pasada de golpes en la región, los que apoyaron el derrocamiento de Chávez festejaron sin pudor. Ninguno imaginó que la construcción popular llevada adelante por Chávez iba a tener su reacción y que la gente no se iba a quedar de brazos cruzados. El diario El Nacional, por ejemplo, festejó el día que cayó Chávez y afirmó que “afortunadamente, no se tiene que partir de cero. Varias instituciones se han venido preparando con seriedad y persistencia, a través de métodos multidisciplinarios, y existen proyectos y estudios que permiten ponerlos en práctica con la urgencia que todos compartimos”. El Washington Post, en su edición del sábado 13 decía que «miembros de la oposición del país han estado visitando la embajada de Estados Unidos en las últimas semanas, esperando obtener ayuda para derrocar a Chávez. Los visitantes incluían a miembros activos y retirados del ejército, dirigentes de los medios de comunicación y políticos de la oposición”. Y hasta el New York Times jugó sus cartas: «Con la renuncia del presidente Chávez, la democracia venezolana ya no está amenazada por un dictador».
Repetimos: todo parecía correr por el camino habitual. Y así fue como el 12 de abril se firmó el “Acta de Constitución del Gobierno de Transición Democrática y Unidad Nacional”, que designaba a Pedro Carmona como presidente de Venezuela.
Carmona disolvió la Asamblea Nacional, derogó la constitución y el 12 de abril salió una frase suya en todos los diarios de la región: “La paz ha triunfado. Viva la libertad”. Esa fue la gota que derramó el vaso. Como si fuera el 17 de octubre de 1945, miles de venezolanos salieron el 13 de abril a las calles en varias ciudades para defender al presidente. Ya a esa altura, varios medios de comunicación internacionales informaban que Chávez no había renunciado, sino que había sido detenido. Y después de varias horas de incertidumbre, Carmona admitió que no tenía la fortaleza para sostenerse y renunció. En la madrugada del domingo 14 de abril, Chávez regresó al Palacio de Miraflores para retomar el poder y seguir adelante con la revolución que se proponía.
Mientras todo eso pasaba en Venezuela, muy lejos de allí la FIFA ponía en marcha un experimento: la organización de un Mundial en dos países. Corea del Sur y Japón fueron los elegidos, ante la sorpresa internacional que veía cómo por primera vez el torneo llegaba a Asia y salía de Europa y América, sus lugares naturales.
Los máximos candidatos a quedarse con el título eran Francia y Argentina, equipos que insólitamente fueron eliminados en zona de grupos. Francia, el vigente campeón, entregó el peor torneo para un defensor de la corona: en tres partidos ganó un punto y no marcó ni un solo gol. Argentina, se ahogó en sus propias falencias organizativas y llegó con jugadores cansados que no dieron la talla en el torneo.
Sin Francia y Argentina en la pelea y con Italia eliminada de forma polémica en octavos de final, las miradas se posaron por decantación en dos candidatos: Brasil y Alemania, los que desfilaron hacia la final sin grandes contratiempos.
Una vez jugada la zona de grupos, quedaron para los octavos de final: Dinamarca, Senegal (del Grupo A), España, Paraguay (B), Brasil, Turquía (C), Corea del Sur, Estados Unidos (D), Alemania, Irlanda (E), Suecia, Inglaterra (F), México, Italia (G), Japón y Bélgica (H).
Tras los octavos, siguieron en carreta Alemania (1-0 a Paraguay), Estados Unidos (2-0 a México), España (1-1 y 3-2 en los penales sobre Irlanda), Corea del Sur (2-1 sobre Italia con choreo), Inglaterra (3-0 a Dinamarca), Brasil (2-0 a Bélgica), Senegal (2-1 a Suecia) y Turquía (1-0 a Japón).
En cuartos de final, Alemania le ganó 1-0 a Estados Unidos, Corea sacó a España 0-0 y 5-3 en los penales, Brasil 2-1 a Inglaterra y Turquía 1-0 a Senegal.
En semifinales la cosa estaba más o menos cantada por sus protagonistas: Alemania y Brasil dejaron afuera de la final a Corea del Sur y Turquía, en ambos partidos por 1-0.
La final, jugada en Yokohama, fue para Brasil, que se impuso 2-0 a Alemania y así ganó el pentacampeonato y el último de su cosecha.
Para la Argentina fue uno de esos mundiales que se pueden considerar fantasma. Primero por la dolorosa eliminación del equipo de Marcelo Bielsa en la zona de grupos y segundo por el horario estrambótico de los partidos. No fue un Mundial muy querido en estos pagos. Además, el país llegaba después del estallido social de 2001 y no se andaba con mucho ánimo para fiestas.