Por: Mariano Hamilton/ NA
Como una ironía del destino, mientras se anunciaba que el Mundial de 2014 se iba a jugar en Brasil, comenzaba lo que se pensaba que sería una nueva etapa en la relación bilateral entre los Estados Unidos y Cuba, que se habían distanciado hacía más de cinco décadas justamente por la alianza cubana con la vieja Unión Soviética.
El nombre que se le dio a las conversaciones entre ambos países fue “deshielo”, algo bastante inapropiado para una isla que sólo conoce la nieve por haberla visto en alguna película yanqui o soviética. Pero como la letra de la canción siempre la pone Estados Unidos, ese fue el término que se usó para graficar las conversaciones entre los presidentes Barak Obama y Raúl Castro, que comenzaron en diciembre de 2014, después de 52 años de acoso de Estados Unidos sobre la pequeña isla centroamericana.
Todo ese proceso culminaría en 2017, cuando Obama se convirtió en el primer presidente estadounidense en pisar Cuba desde 1928. Y cuando decimos “culminaría” no es que confundimos el verbo. No. Eso fue todo, amigos, como diría Bugs Bunny. Porque de ahí en más la relación se volvió a encarajinar y los avances que se habían logrado fueron para atrás con el arribo de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. De hecho, hoy, en 2022, en las Naciones Unidas, se sigue votando en contra del bloqueo que Estados Unidos sostiene sobre Cuba sin que haya ninguna consecuencia o sanción diplomática para los estadounidenses que, lisa y llanamente, se pasan las resoluciones de la ONU por el lugar que ustedes se pueden imaginar.
Decíamos que en diciembre de 2014 Obama y Castro (Raúl, no Fidel) anunciaron la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba. El acuerdo había sido gestionado en secreto por dos actores fundamentales: el Papa Francisco y el primer ministro de Canadá, Stephen Harper.
Pese a los anuncios, tampoco fue que todo volvía a fojas cero. Ni Estados Unidos estaba dispuesto a bajar sus banderas ni Cuba quería abrir las puertas de par en par bajo el riesgo de volver a convertirse en el prostíbulo de los estadounidenses. Los acuerdos estaban puestos en el lugar preciso: para iniciar con algunos convenios y después ver si con el transcurso de los años se podía avanzar en otro tipo de cuestiones, por ejemplo, dar de baja el bloqueo salvaje que la isla sufre desde 1962, es decir desde hace 60 años. De hecho, el bloqueo ya lleva 30 resoluciones negativas de la ONU sin que jamás ocurriera nada para que se levantase. Cuando pasan estas cosas es cuando reafirmamos las frases que dicen que “los ricos no piden permiso” y que “los imperialismos no tienen límites”. Las dos sentencias le caen perfectas a los Estados Unidos. Son ricos e imperialistas. O sea, una mezcla letal que los convierte en un país poco amigable para las economías emergentes o para los países pasibles de ser invadidos.
La cuestión es que en la agenda de EEUU y Cuba estaba el levantamiento de restricciones de viaje, menos limitaciones para los que llegaban a Cuba desde el exterior, el acceso de los bancos estadounidenses al sistema financiero cubano y la reapertura de las embajadas de EEUU en La Habana y de Cuba en Washington, que habían sido cerradas en 1961 cuando Cuba acercó posiciones políticas con la extinta URSS.
El siguiente paso lo tenía que dar Estados Unidos y retirar a Cuba de la lista de países que apoyaban al terrorismo, algo que ocurrió el 29 de mayo de 2015. En julio de ese año, las embajadas volvieron a funcionar en ambos países y el asunto parecía más o menos encaminado para terminar con el bloqueo. Además, al poco tiempo, ambos países acordaron reponer el servicio postal suspendido desde 1963 y restablecer los vuelos comerciales, que habían sido suspendidos durante la Crisis de los Misiles, en 1963. Ese acuerdo entró en vigor el 16 de febrero de 2016.
Otro paso fue que el 12 de enero de 2017, Obama anunció el cese de la política de “pies secos, pies mojados”, por lo que los inmigrantes cubanos serían tratados como los de otras nacionalidades. La contrapartida fue que el gobierno cubano también accedió a aceptar el retorno de los ciudadanos cubanos exiliados.
Pero cuando todo parecía avanzar ocurrió lo que nadie esperaba: un ser fuera de contexto asumió la presidencia de los Estados Unidos. Y con Trump se retrocedió en chancletas.
En 16 de junio de 2017, Trump anunció nuevos cambios en la política del gobierno estadounidense hacia Cuba, resumidos en cuatro puntos:
1. Facilitar los embargos contra Cuba y prohibir el turismo en la isla.
2. Culpar al gobierno cubano de abusos en derechos humanos.
3. Reformular los conceptos de seguridad nacional respecto de Cuba.
4. Incentivar al pueblo cubano para liberarse de su gobierno para así desarrollar mayor libertad política y económica a la medida de Estados Unidos.
Los cuatro años de Trump fueron una pesadilla para Cuba, que además tuvo que afrontar en esos años, y con escasos recursos, la pandemia de COVID 19.
Con la llegada de Biden a la presidencia, y pese a que el actual presidente de los EEUU padece algunos lapsus preocupantes, parece ser que el deshielo puede tener una segunda parte. La pregunta que uno se hace si se atiene al cine es: ¿alguna vez las segundas partes fueron buenas? Que recordemos en una sola oportunidad, en El Padrino. Pero esa es una excepción.
Y si hablamos de segundas partes fallidas, esa fue la que sufrió Brasil al organizar en su casa el segundo Mundial de su historia, después del que había perdido con Uruguay, en 1950. Nadie esperaba un nuevo Maracanazo. Pero lo que no se imaginaban era que el corchazo iba a venir en otra parte, en Belo Horizonte, con lo que bien podríamos llamar el Mineiranazo.
Sabemos que nos hemos adelantado demasiado en la crónica, pero ¿cómo dejar para más adelante la derrota por 7 a 1 que Brasil sufrió en las semifinales ante Alemania? ¿Cómo no mencionar que a la final llegaron Argentina y Alemania y que el equipo comandado por Alejandro Sabella (nos ponemos de pie al escribir su nombre) y Lionel Messi estuvieron a minutos de sellar lo que hubiéramos podido definir como “el fin de la historia”? Porque no quedan dudas de que, si Argentina ganaba esa final, ya no hubiera existido el pasado para estos dos clásicos rivales. Y que el futuro hubiera quedado condicionado por ese resultado casi imposible de revertir. Es difícil hacer parangones, pero un triunfo argentino en esa final hubiera tenido el peso simbólico que, por ejemplo, tuvo el triunfo de River en la final de la Copa Libertadores disputada en Madrid. Boca podrá ganar todos los títulos de la humanidad de aquí en adelante, pero para poder equiparar semejante logro, sólo podrá saldarlo ganándole una Copa Libertadores a River en una final y en un contexto tan especial como el que se dio en aquel partido.
Pero no nos desviemos o soñemos con irrealidades porque en definitiva Argentina perdió la final contra Alemania, por lo que el pasado sigue vigente y la historia no fue reescrita. Y todo por cinco hechos que quedarán en la memoria viviente de los argentinos: el gol errado por Higuain cuando tenía tiempo y espacio para convertir, el penal no cobrado de Neuer a Higuain, el “era por abajo” de Palacios, esa pelota de Messi que se fue a centímetros del palo izquierdo del arco alemán y por esa salida en falso de Demichelis y la deficiente prestación de Chiquito Romero para el gol de Gotze.
Las finales se ganan, no se juegan dice el dicho popular. Pero Argentina en este caso la jugó y, lamentablemente, la perdió. Y que ocurriera de esta manera tan injusta duele más. Ni ese gol de Di María para ganar la Copa América en el Maracaná sobre Brasil en 2020 puede borrar, al menos para quien escribe estas líneas, la bronca de esa final perdida. Porque Argentina hizo lo necesario para ganarla. Pero muchas veces el azar, la suerte, la impericia o todo junto se ponen de acuerdo para que las cosas no resulten tal como se esperan. Y lo que podría haber sido un antes y un después, se quedó en la nada misma, más allá de la valoración positiva que se puede hacer de ese subcampeonato.
Todo lo que pasó antes de esa final en el Mundial es un recuerdo borroso. El dolor por no haber coronado es demasiado intenso. Sólo queda una esperanza: el fútbol siempre da revancha. ¿El resto del Mundial? Google, muchachos. Consulten Google. En esta columna sólo nos queremos detener en estas dos cuestiones: la goleada sufrida por Brasil ante Alemania y la injusticia de no haber conseguido el tercer título mundial para la Argentina. Lo demás, es cartón pintado.
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