La foto tiene sus años. Una postal. Es en blanco y negro y nos deposita en el porteño barrio de Parque Patricios. En “La Quema”, histórico basural, un chiquilín hijo de inmigrantes calabreses analfabetos recoge y ordena cuidadosamente lo que encuentra. Cartones por un lado, papeles por el otro. Botellas a la izquierda, los vidrios a la derecha. La escena se repite diariamente. Horacio Enrique Accavallo, nacido en Villa Diamante, en la ciudad de Lanús, ayuda a su padre a conseguir los pesos necesarios para llevar la comida a casa. Otras actividades fueron llegando a su vida: botellero con carro propio, faquir y equilibrista de un circo, lustrabotas. Afrontó su difícil vida con coraje y sangre. Lo apodaron “Roquiño”.
Rápidamente encontró en el boxeo la tarjeta de presentación a un futuro mejor. Como amateur, realizó una destacada y extensa campaña, algo exigido en aquellos tiempos para ser profesional. Debutó como rentado el 21 de setiembre de 1956, ganándole por puntos a Emilio Avila. Empezó de la mano y los consejos de Vicente Riccardi. Fue el primer boxeador que tuvo un manager: Héctor Vaccari.
Pelo rubio, piernas finitas y chuecas. Guardia zurda. Carácter alegre y temperamento firme.
“Me cansé de hacer goles. Jugaba de diez, pero elegí el boxeo. Me gustó más, además, me di cuenta que en el fútbol iba a ser uno cualquiera, pero en el boxeo me veía campeón”, explicó infinidades de veces Accavallo.
Los triunfos se sucedieron. El Luna Park lo programaba. Accavallo respondía ganando y llenado el estadio. Llegó una estadía en Italia. Fueron tiempos de victorias, experiencia y roce internacional. En la primera pelea en suelo italiano le ganó el 12 de diciembre de 1958 a Salvadore Burruni, quien luego sería campeón mundial. Al regresar a Argentina, se incorporó a su rincón don Juan Aldrovandi, “El leoncito de Palermo”. Entrenador y consejero desde ese momento en la carrera de Accavallo. Ganó el título argentino el 1 de julio de 1961, derrotando por puntos, en un colmado Luna Park, a Carlos Rodríguez.
Luego llegó la corona sudamericana. Se ganó el respeto y la consideración del público argentino. De estilo agresivo y calculador. De ataque y contraataque. Una combinación escasa en los boxeadores. La manejaba a la perfección. Fue el boxeador del Luna Park. Juan Carlos Lectoure le trajo boxeadores extranjeros. Le ganó a todos.
“Yo soy zurdo y los zurdos somos difíciles. Además soy pícaro. A un zurdo y pícaro no le gana nadie”, solía definirse Accavallo.
Tito Lectoure comenzó a trabajar para conseguir una chance mundial. Eran épocas de un campeón por categoría. Problemas e inconvenientes fueron superados por la mano maestra del promotor argentino. Finalmente llegó la hora más importante en la carrera profesional de Accavallo. El combate por la corona mundial de peso mosca estaba acordado.
En Tokio, Japón, el 1 de marzo de 1966 fue histórico para el boxeo argentino. Ante 50.000 espectadores Horacio Accavallo enfrentó al japones Katsuyoshi Takayama. A quince rounds. El título estaba vacante y reconocido por la Asociación Mundial (AMB) Un detalle, hoy anécdota: antes de comenzar el primer round, mientras el argentino se colocaba el protector bucal, Takayama empezó a caminar hacia su rival que estaba de espaldas. En el momento que sonó la campana, Accavallo se dió vuelta para ir al combate y se encontró con que el japonés le colocó un violento golpe en la cara. Le produjo un corte en el pómulo izquierdo. El código de honor del boxeador había sido vulnerado. El argentino, con gran fortaleza, soportó ese traicionero golpe y empezó a elaborar un trabajo intenso.
El nipón de 21 años de edad, apostó todo a su mano izquierda. Accavallo tranquilo, sereno, comenzó a volcar la pelea a su favor. A partir del octavo capítulo fue dominador. Por momentos castigó duramente a Takayama. El final fue de película. El público de pie aplaudió al pequeño argentino. Los jurados le dieron en fallo dividido la victoria. La delegación argentina con Lectoure a la cabeza, lloró en el medio del ring. La hazaña estaba lograda. Horacio Accavallo era campeón mundial mosca. El segundo en la historia argentina.
Hizo tres defensas. Las ganó todas. Dos ante el japonés Hiroyuki Ebihara y una ante el mexicano Efrén “Alacrán” Torres, en una tremenda y sangrienta pelea que se desarrolló en un Luna Park repleto.
En el ring fue un tiempista, inteligente, frío, astuto, valiente. Cuando había que jugarse se la jugaba a fondo. Hasta la última ficha. Luchó siempre con la balanza. Dar el peso era un suplicio.
Horacio, en rueda de amigos y café en el medio, comentó sobre la pelea en la que ganó la corona: “Estuve en Tokio casi dos meses. La pelea iba a ser con Ebihara, pero se lesionó una mano. Apareció entonces Takayama. Me cambiaron los guantes acordados. En el tercer round tenía los nudillos destrozados. Fue pareja hasta el octavo. Después lo tuve sentido. No lo saqué porque me dolían las manos. Buscaba sumar puntos”.
En su primera defensa con Hiroyuki Ebihara, Tito Lectoure cuenta: “me llamó a la tarde y me dijo ‘Tito tengo miedo’. Fue una especie de pánico escénico. Le tomé la mano y lo tranquilicé. Hice trasladar la cama del hotel donde estaba alojado (era el Roma frente al Luna Park) al vestuario del estadio. Pasó toda la tarde allí. Cuando salió rumbo al ring hice poner en los parlantes del estadio la marcha de San Lorenzo, para levantarle el ánimo. Lo cantó todo el público. Se le paso el malestar e hizo una gran pelea”.
En la segunda defensa, el 10 de diciembre de 1966 ante Alacrán Torres cayó a la lona. Fue una pelea durísima. La más dura de su vida. El mexicano era un guerrero decidido a llevarse el título. Bañado en sangre, lastimado, cortado, con la cara desfigurada, Acavallo hizo quince rounds. No sólo ganó. Aguantó un combate dramático, lleno de angustia y dolor. Pudo superarlo por su gran corazón y sobrado coraje.
El 14 de agosto de 1967, nuevamente con el japonés Ebihara frente a frente. Ganó en el Luna Park y marcó su tercera defensa.
A punto de firmar el contrato donde arriesgaba por cuarta vez la corona ante el brasilero José Severino, el 2 de octubre de 1968, le dijo a Tito Lectoure: “Me retiro. No quiero más. Dar el peso es un tormento. Si pierdo dejaré de ser campeón. Si me retiró, seré campeón para siempre”. Y lo fue. Igual que Carlos Monzón. Los dos se fueron campeones.
Horacio Accavallo valoró más la gloria que el dinero. Hizo el anuncio de su retiro en público. Agradeció a la gente, al periodismo, a todos, por el apoyo que le dieron.
Luego fue un hábil y próspero comerciante, dedicado a la venta de artículos deportivos. Nadie le regaló nada en su vida. Todo le costó enorme esfuerzo. Sacrificio, privaciones, sudor y sangre. Supo aprovechar la cosecha buena. Se fue a tiempo. Nunca olvidó su pasado de ciruja y botellero. Valoró sus conquistas. Manejó la gloria y la humildad con equidad. Supo repartirlos en su vida. Nunca se la creyó. Horacio Accavallo hoy es un mito viviente. Recibió el premio Konex en 1980. Intervino en una película sobre su vida: “Destino para dos”, dirigida por Alberto Du Bois. Tiene su libro: “Accavallo el pequeño gigante que venció al destino”, escrito por su hijo Horacio.
Seguramente hoy, cuando al descuido le lleguen los recuerdos de aquellos tiempos, escuchará la voz de Mario Bustos y la orquesta de Jorge Dragone, diciéndole: “Accavallo en el arte de los guantes, no hay ninguno que te iguale. Por algo tu nombre brilla, el lo alto como el sol. Te consagraste una noche, a campeones demoliste con coraje, con guapeza, con estilo y con valor…”