Una familia, una casa de clase media o al menos lo que el imaginario colectivo entiende como tal; una casa permeable, de barrio, de puertas abiertas para que entren y salgan todos los “compañeros”. En primer plano, los personajes de La comedia peronista, son eso: el matrimonio de Chiquita y Florencio y su hija Antonia; también aparece Amado, el amigo infaltable, casado con Pirucha, y Justo, un peronista como “los de antes”. Detrás de esa fachada, la primera producción conjunta entre los equipos teatrales locales Argentina Arde y Rosario Imagina, ambos vinculados con el teatro político aunque con sustratos y poéticas diferentes, intenta armar una subtrama que ironiza con la realidad y encuentra en los personajes algunos alter egos, quizás, y sobre todo, en los nombres de algunos de ellos que resultan “familiares” a otros pertenecientes al campo de lo político, al igual que un sinnúmero de situaciones o conflictos que se arman y desarman en un clima de comedia exaltada, casi televisiva, no exenta de cierto humor físico y con una pretensión de vodevil revisitado.
En el contexto de una puesta que sirve para preguntarse si es que hay una estética peronista en el teatro, dado que hay una iconografía a la que el material no remite en ningún momento, lo que aflora es la autocrítica que siempre es saludable. Y frente a algunos silencios desafortunados del presente real, el teatro se hizo cargo, una vez más, de decir, de contar y de hacer acontecer. Es así como aquí, entre pases de factura por transversalidades varias, juntadas imposibles, izquierdas y derechas buscando convivir en un mismo espacio político, y de cara a la palabra “traición” que apenas puede decirse o escucharse, La comedia peronista no deja de ser una obra de teatro que, en todo momento, busca la complicidad en la platea, algo que logra, en algunos pasajes, y con algunos buenos resultados, sobre todo si se piensa que el tema en cuestión parece intocable. De todos modos, el género comedia habilita siempre una crítica más digerible.
En términos dramatúrgicos, Pablo Fossa, a partir de una idea original de Rody Bertol que mutó como mutó la realidad política del país, juega con el concepto de “amplitud” dentro del peronismo, partiendo de una especie de onda expansiva que se vuelve inalcanzable, y eso lo pone en tensión con los límites o resistencias que imponen los personajes hacia el adentro del conflicto, pero también hacia afuera (hacia la platea). Esos personajes van desde el más ortodoxo peronista de antaño, hasta ciertos exponentes surgidos en el pasado reciente, dentro de un partido donde conviven algunas variables que, de cara a la estructura dramática planteada y al presente de un movimiento disociado y conflictuado, adquieren ribetes shakespearianos. De todos modos, la tragedia se juega pero no se desata, y queda latente entre discusiones en las que se disputan autorías de frases célebres, algunas de dudoso origen, reacomodamientos un tanto incómodos y paternidades reveladas.
De hecho, como lo hace el dramaturgo platense Daniel Dalmaroni en la muy representada Una tragedia argentina, la estrategia es también aquí el abuso del límite de lo real, el corrimiento de lo que, se supone, debe ser el borde entre lo supuestamente correcto o posible, y lo bizarro, llevando al paroxismo una serie de confesiones que estallan, sobre el final, esos vínculos “amistosos” planteados en un comienzo.
Es así como el material consigue atractivos momentos de humor, algunos más sutiles otros más obvios, en el contexto de una puesta que, más allá del buen comienzo y mejor desenlace, atraviesa algunas mesetas que atentan contra el ritmo que exige el género, independientemente que la mezcla justa entre profesionalismo y oficio de actores como Juan Nemirovsky o un sorprendente Hugo Cardozo, del mismo modo que el hallazgo que supone Belén López Medina, logran superar esa falta de ritmo, de cara a un elenco que en todos los casos propone situaciones interesantes, sobre todo frente a lo que supone contar la sorpresa con cierto desparpajo, algo que pone a este equipo de actores en un fino borde donde el verosímil se vuelve difuso.
Son aquí los secretos familiares los que se asocian, desde el recurso de la metáfora, a un movimiento político, el más emblemático de la historia argentina, donde entran a hacer mella los enconos, las traiciones, los romances, las rupturas y hasta lo no dicho o lo supuestamente “prohibido”. Pero ese grupo de personas es, también, el espejo en el que se refleja la idiosincrasia de la familia argentina, donde los demonios de los otros pueden ser los propios, y donde lo idílico de un vodevil puede desembarcar en el clima de una comedia negra. Allí, lo no dicho de la hipocresía cotidiana, un día cualquiera, e inevitablemente, estalla en la cara. De todos modos, no hay nada que no se pueda reparar o aceptar en esa misma mesa familiar de todos los días, brindis de por medio, donde la disfuncionalidad no es un signo sino un destino ya aceptado.