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«Identidad marrón»: lucha contra el racismo a los que no bajaron de los barcos

"Los marrones" es la expresión con la que eligen autoidentificarse los integrantes de un nuevo colectivo antidiscriminación contra "el racismo más estructural" que se aplica desde tiempos coloniales contra ellos, los descendientes de campesinos indígenas, cuyos ancestros "no bajaron de los barcos"

«Los marrones» es la expresión con la que eligen autoidentificarse los integrantes de un nuevo colectivo antidiscriminación que lucha contra «el racismo más estructural», el que se aplica desde tiempos coloniales contra ellos, los descendientes visibles de campesinos indígenas, cuyos ancestros «no bajaron de los barcos», porque siempre estuvieron aquí.

«Identidad marrón» se planta contra prácticas de segregación racial muy arraigadas y, sostienen, hasta «inconscientes» que cuesta identificar como tales por «naturalizadas», como confundir el cliente con el abogado cuando éste último es de piel más oscura o prejuzgar que si tiene rasgos indígenas, tiene que ser de un país limítrofe.

«Las personas blancas o afros saben que lo son, pero nosotros que somos millones con nuestro fenotipo indígena, no tenemos una palabra que nos designe. Decimos que nos han robado hasta el color: nos dicen ‘morochos’, ‘trigueños’, ‘pardos’, ‘cobrizos’…», explicó a Télam Alejandro Mamani, abogado e integrante de Identidad Marrón.

A su turno, la licenciada en Política Social, docente y activista feminista Sandra Hoyos aportó que buscan «cuestionar también al colonialismo» junto al racismo porque «todos estos apelativos refieren al mestizaje» que se dio a partir «de la llegada de Occidente, que instaló la idea de razas» y su jerarquización.

«Muchos de nosotros no hicimos el camino hacia la identidad indígena, que es un proceso personal y no obligatorio; pero aún sin hacerlo somos excluidos de algunos lugares por nuestro color: entonces lo que nos unifica es el racismo», agregó Mamani.

Y como no hay un término que designe a la cuarta o quinta generación de descendientes de pueblos originarios muy poco o nada mestizados que viven mayoritariamente en las ciudades, «nació marrón como una categoría posible» porque «nuestro color de piel es ése y no vamos a esperar que venga un académico europeo para que nos designe», dijo.

La actriz y directora teatral Daniela Ruiz, quien tiene en cartel la obra «Sí, señora sí» enfocada en esta temática (Ver recuadro), aporta que lo ‘marrón’ es «es sobre todo una identidad política» .

Todos coincidieron en que la «pobreza», el acceso a la «educación universitaria», la «participación política» pero también «la idea de belleza» están claramente «racializados»; y el cine, la publicidad o la televisión solidifican esta realidad con estereotipos.

«En la tele no hay conductores con rasgos andinos, en las ficción somos las sirvientes y cuando se quiere hablar del argentino, nunca aparece un habitante de la villa 31» dijo Ruiz.

Por otro lado, el tratamiento de algunas noticias «invisibiliza» el componente racial.

«En el caso los siete niños wichis muertos por desnutrición se habla de todo menos de racismo, pero si hubiera muerto un niño de hambre aquí en Capital sería un escándalo nacional», dijo Hoyos

Mamani recuerda que el asesinato de Fernando Báez Sosa nos hizo «hablar de patriarcado, de deporte violento, pero no pudimos hablar de racismo siendo que eran 10 chicos blancos contra otra uno que no lo era».

A pesar de su activismo y las barreras que lograron trascender Ruiz, Mamani y Hoyos -dos de ellos primera generación de universitarios-, experimentan cada día el racismo en carne propia.

«En el Estado, como empleada del ministerio de Desarrollo, lo primero que escuché el primer día fue: ‘¡subsidios, a la vuelta!'», contó Ruiz.

«Viviendo en el conurbano, me cuesta un montón acercarme a Capital y no es sólo por el viaje sino por sentirme extrañada: saber que si entro a un mercado me van a preguntar qué tengo en el bolso, que si hablo con alguien me va a preguntar si soy de otro país», contó Hoyos.

En el caso de Mamani, cursó toda la carrera en Tucumán sin tener «ni un solo profesor no blanco» y le consta que «no hay condenas por racismo».

«Sabemos con claridad cuáles lugares tenemos habilitados y cuáles no, y nos tenemos que generar estrategias. Cuando voy a un lugar complicado, llevo una carpeta porque ‘la que tiene la carpeta es la que puede tener un papel importante’. Tenemos que hacer toda esta performance para adelantarnos un paso», agregó Hoyos.

Ruiz advirtió que «el debate (sobre el racismo) no está instalado» y cuesta «ponerlo sobre la mesa» sobre todo en lugares progresistas, porque enseguida surge la actitud defensiva de «¡yo no soy racista!».

«¿Pero cuántas personas marrones hay en las universidades? Cuando fui en micro al Encuentro de Mujeres, resulta que era la única y cuando se trata de personas trans, vi que se le da menos bolilla a las compañeras más empobrecidas del Gondolin: entonces me dije ‘acá lo más importantes es hablar de racismo'», dijo.

El colectivo Identidad Marrón viene dictando talleres en universidades y centros culturales, realizando obras de teatro y exposiciones, como la que se inaugurará el próximo 4 de marzo en el CCK, titulada «¿Es el arte en Argentina solo oficio de blancos?».

 

También en el teatro

 

Una de las integrantes de «Identidad marrón», la directora teatral y actriz Daniela Ruiz, protagoniza cada viernes una obra teatral que ella misma escribió, basada en la experiencia de su madre y abuela como empleadas domésticas de familias acomodadas de la clase alta salteña que las hicieron víctimas de todo tipo de atropellos racistas.

«Solita de acá, Solita de allá…me tenía cansada ¡qué manera de burrear en esa casa! Y sí, bien solita que estaba…¡y la casa era grande!», dice en un tramo de la obra Soledad, el personaje que encarna Ruiz en el unipersonal puesto en escena por la Compañía teatral Siete Colores Diversidad que también conduce.

Soledad es una mujer salteña que de adolescente fue dejada por su madre en la casa de una señora de clase alta para que trabaje como sirvienta cama adentro, sin otra paga más que la comida y los gastos –incomprobables- que demandaba su pequeño hijo a quien sus patrones habían inscripto como propio, criándolo como si fuera propio y tomando todas las decisiones.

Más de 40 años después de haber fregado y fregado, Soledad es sustituida por una empleada más joven y echada a la calle sin ningún tipo de miramientos, con su hijo estudiando lejos y sin saber que ella era su verdadera madre.

El tiempo de la obra la encuentra en la sala de espera de un hospital, donde cuenta sus penurias en voz alta mientras espera ser atendida por la artrosis que afecta sus huesos y que le impide seguir trabajando.

En diálogo con Télam, Ruiz cuenta que hace poco comenzó a «desarmar las prácticas violentas» ejercidas contra su madre, que en ese momento era «un cuerpo permitido» de ser explotado por su condición de pobre y marrón, para poder reconstruirlas en un guión que interpela fuertemente a la audiencia en cada nueva fecha.

«La semana pasada, al volver a la sala después de cambiarme al terminar la función, veo adelante una chica que estaba llorando, llorando y llorando. Yo no entendía por qué. Entonces me cuenta que su mamá ‘hacía esas prácticas con la niñera y la sirvienta y yo no pude nunca decirle nada porque me era cómodo: hoy que soy feminista, te pido perdón», contó.

La actriz y activista trans que por primera vez representa a una mujer cisgénero en esta obra asegura que el teatro siempre fue para ella «una herramienta política» que le permitió «empoderarse» y desafiar al auditorio a indagarse sobre algunas cuestiones.

«¿De qué nos sirve hacer un activismo que no de debate, que no interpele y cuestione, en este caso la lectura que se hace de los cuerpos? De la manera que un cuerpo sea leído, ese cuerpo va a ser puesto en un lugar y tratado de una determinada forma: será un cuerpo permitido para algunas cosas y no para otras», dijo.

«La estructura racista que está detrás muchas veces no está vista, y si no hay nadie que me llame para hacer esto, si no se visibiliza ni se analiza en las universidad, nosotros lo estamos trayendo y de algo está sirviendo porque tenemos funciones hasta fin de año», dijo.

La obra se podrá ver el próximo viernes a las 20.30 en El Piso-Cultura Escénica (Hidalgo 878), y el viernes 28 a la misma hora en Casa Cultural Pepa Noia (Brasil 444) y el 20 de marzo se muda a Espacio 33 (33 Orientales 1119. En todos los casos, con entrada libre y a la gorra.

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