Nací en Rosario, Argentina, en la calle Mendoza entre Dorrego e Italia. Eso ocurrió hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial. Cuando tuve la edad suficiente, supe que en esa guerra había desaparecido toda la familia de mi abuelo materno. La calle San Luis estaba a doscientos metros de mi casa y desde Moreno hasta casi Entre Ríos –siete cuadras– era un negocio tras otro de inmigrantes árabes y judíos provenientes del norte de África, de Medio Oriente y de Europa. El club Sirio-libanés estaba donde está ahora, en la calle Italia entre San Juan y San Luis. La sinagoga en Paraguay entre Mendoza y San Juan y la Unión Islámica a media cuadra de mi casa, en Mendoza entre Italia y España.
Comí kebbe nayye y tarator desde bien pequeño y compraba el pan árabe en la calle Dorrego entre Mendoza y San Juan, cuando todavía había allí un gran patio con parras cuyas hojas servían para hacer las wara’a aeneb bi zéte (niños envueltos de arroz y carne en hojas de parra) que siempre fueron una delicia. Por supuesto que el matze, el gefilte fisch y los barenekes, junto con el borsch, también formaron parte de mi balanceada dieta. Y con el mismo gusto, continúo frecuentando ambos menú en la actualidad. Los compañeros de mis escuelas se llamaban Attara, Soso, Abiad, Apkarian, Benzadon, Morad, Saba, Kerskowski, Rajzman, Guinsberg y tantos otros nombres pertenecientes a esas comunidades y naciones. No voy a nombrar a tantos otros compañeros de curso cuyos padres como los míos provenían de tantos lugares de Europa y que constituyeron los numerosos grupos de inmigrantes que encontraron en Argentina el lugar que les permitió salirse de las servidumbres, disciplinamientos salvajes y estrecheces que debieron sufrir en sus países de origen. Y que se salvaron de una muerte casi segura por estar en la Argentina. Eso es una historia en sí que ciertamente merece ser contada una y mil veces. Para entendernos cada vez mejor. En la Argentina, los inmigrantes judíos y los inmigrantes árabes –me consta absolutamente y porque lo viví– siempre se han entendido muy bien. Y lo siguen haciendo sus hijos. Y creo que uno de los grandes secretos fue y sigue siendo la falta de fanatismo religioso de ambas comunidades y el saber mancomunarse en función de que todos sabían de las desgracias vividas por cada uno en sus amadas tierras de origen.
Lo de hoy es hacer resaltar que se ha creado una atmósfera mundial que hace aparecer a Israel enfrentado a los países árabes y no con los grupos de árabes musulmanes fundamentalistas que intentan encontrar una aparente identidad a través del objetivo explícito de hacer desaparecer a Israel. Así de simple. Para estos grupos –que de ninguna manera representan a “los países árabes”– pareciera que si Israel desapareciera, con sus cerca de 20 mil kilómetros cuadrados, “el mundo árabe” –siempre según estos grupos– encontraría su mejor y más luminoso destino. Esos grupos ultras parten de la base de negar la posibilidad de existencia de Israel. Cualquier eventual diálogo con ellos comienza desde allí.
No importa si la historia muestra que Cristo nació judío en Judea, si gran parte del Viejo y el Nuevo Testamento relata los avatares de una nación judía que cimentó su cultura por siglos en esos territorios. Después de Massadah, Belén y Jerusalén fueron el Imperio Romano y solamente después fue Palestina –con una gran proporción de habitantes de religión judía– y después colonia inglesa como lo fueron tantos otros países y territorios de esas zonas durante años y años.
Actualmente en los 20 mil kilómetros cuadrados de Israel hay unos 7 millones de habitantes de los que el 80 por ciento son judíos; el 14 por ciento, musulmanes (los que no abandonaron el territorio tras la proclamación del Estado de Israel en 1948); y el resto lo forman los cristianos y otros grupos étnico-religiosos. Tucumán, la provincia argentina más pequeña, tiene 22.500 kilómetros cuadrados y unos 1,6 millón de habitantes. El “mundo árabe” tiene aproximadamente 13.707.811 kilómetros cuadrados y 339.128.336 habitantes.
Reiteremos que estos grupos ultras sustancialmente reivindican el territorio históricamente judeo-palestino como exclusivamente palestino y por ende la desaparición del estado de Israel.
Yo le pido a usted que piense como se suele decir, “con un poco de lógica”. ¿Es necesario que los romanos reclamen sus antiguos territorios europeos, africanos y orientales –donde estaría incluida la misma Judea/Palestina– y que colonizaron por siglos en su época? ¿Es necesario que los Papas guerreros de la Europa medieval reclamen sus antiguos papados? Y peguemos un salto en los siglos ¿Era necesario que Estados Unidos y la ex Unión Soviética se hubieran apropiado de la Europa que liberaron del nazismo? ¿O del Japón imperial vencido en la última guerra?
¿Por qué los descendientes de los antiguos romanos no reivindican también sus posesiones de la Judea y la Palestina? Porque pienso que si de reivindicar territorios históricos se trata, a fuerza de hacer desaparecer al otro, creo que deberíamos desaparecer casi todos.
¿Y si España decidiera reivindicar sus territorios americanos por ellos “descubiertos” y gerenciados durante siglos? ¿Por qué no un Movimiento Español de Liberación de la América del Sur? ¿Melas? ¿Y si los moros decidieran que el sur de España les pertenece todavía?
¿Si los franceses reclamaran toda la Louisiana, en Estados Unidos, malvendida por Napoleón Bonaparte para financiar su guerra europea? ¿Si los alemanes de hoy formaran movimientos terroristas para recuperar la Alsacia-Lorena, la cuenca del Rhur y el “corredor de Danzig”, “perdidos” hace sólo sesenta y cinco años?
Si se tratara de niños, cualquier adulto sensato les diría que se dejen de pelear, que hay un montón de territorio y que ocupen cada cual sus espacios históricos –Judea, Palestina– y que se pongan a trabajar juntos o separados para mejorar sus vidas en vez de pelearse por reivindicaciones destructivas e improductivas.
Pero se trata de “adultos”, de “estadistas” y tienen principios y reivindicaciones históricas. Y armas. Y vanidades y soberbias y orgullos y venganzas que construyen cuidadosamente día tras día.
Bien. Pero terminemos con estas cosas “tan serias” de una vez por todas. Vamos a hacer un poco de política-ficción.
Digamos que yo pertenezco al Melas (Movimiento Español de Liberación de la América del Sur). Reivindico para mi movimiento las tierras legítimamente descubiertas, conquistadas y habitadas por España durante siglos. El Melas actuaría al unísono con el Cipola (Comunidades Indígenas por la Liberación). Después del triunfo final sobre el invasor –que es usted y que yo no quiero que exista– nosotros, los del Melas, arreglaremos nuestras pequeñas diferencias con el Cipola.
Por lo tanto, autodenominándose usted argentino –sin ningún derecho–, es inútil que yo siga hablando con usted para compartir nada. Ni usted ni su país deberían existir y ese es nuestro objetivo. Saquen entonces sus tienditas, sus clubes, sus escuelitas de idioma, sus parrilladas, sus parras y sus barenekes, sus tallarines con tuco y sus salchichas de Viena y ¡Váyanse! Solamente toleraremos las paellas y la humita en chala. Ustedes están usurpando mi tierra, mi barrio, mi escuela y en este momento que escribo hasta mi espacio mental. Además, comprendan que si ustedes se enojan no tienen más que volver a sus “lugares de origen” y que soy yo y los componentes de nuestros movimientos, los únicos verdaderos “argentinos” y los únicos legítimos propietarios de estos territorios. Nosotros los del Melas y nuestros –actuales– amigos los del Cipola. Y eso, siempre que algo como lo que dice llamarse “Argentina” tenga derecho a existir.
Y ahora basta de escritura y de lectura. Caso contrario, como usted está ocupando ilegalmente mi pensamiento y yo determino por históricas y bien fundadas razones, que usted no exista, lo voy a echar de mi territorio mental y de mi cabeza.
Y por favor, no reaccione –y menos aún violentamente, con mayor destrucción de la que yo le causo, como yo lo hago para echarlo a usted– porque sólo logrará hacer de mí una víctima de su injusticia. Y el mundo, los “adultos”, los “estadistas” lo comprenderán inmediatamente.