En 1967 las calles de Detroit tuvieron un movimiento más que inusual; se produjo uno de los disturbios más grandes de los que la otrora pujante ciudad industrial tuviera memoria.
Conocidos los episodios como “la sangrienta rebelión de Detroit”, en la calle 12 hubo una memorable batalla entre jóvenes negros, a quienes acompañaban militantes anarquistas, y la policía de la ciudad, de marcada mala fama por sus métodos de abusos y gatillo fácil contra la población afroamericana.
Todo se había iniciado a partir de una redada policial en un bar que ya estaba en la mira por armar improvisados recitales de bandas pre-punk que asustaban al vecindario, que por otra parte ya comenzaba a vivir la zozobra de la desocupación por el vaciamiento de las grandes fábricas de automotores y se mostraba irascible con cualquier situación que alterara los barrios.
Era verano, y los bares trataban de tener clientela toda la noche pero esa madrugada de julio, las cosas se salieron de cauce. Uno de ellos, situado en la zona oeste de la ciudad donde proliferaban todo tipo de drogas, se encontraba atestado de gente mientras tocaba una banda llamada Easyplot.
Poco después de medianoche, la policía rodeó el lugar y comenzó a sacar a la gente violentamente para luego llevársela detenida. Al cabo de unos minutos el desmadre se tiñó de rojo y fue el inicio de una de las confrontaciones raciales más impresionantes hasta entonces; duró cinco días con saqueos e incendios y fueron destruidos vehículos y propiedades como nunca se había visto hasta entonces en esa ciudad.
En el bar, esa noche, estaban dos de los músicos que hacía apenas unos meses habían formado una banda que haría historia al cabo del tiempo, no del modo convencional –reconocimiento, premiaciones, top de discos– sino por su originalidad en la concepción de su música y en la fiereza con que llevaron adelante sus performances, donde el sonido en vivo era también el de la grabación en estudio.
Eran el guitarrista Ron Asheton y el cantante Iggy Pop quienes junto al baterista Scott Asheton y el bajista Dave Alexander animaban The Stooges, una salvaje locomotora siempre a punto de descarrilarse pero que lograba un sonido verdaderamente demoledor y desafiante.
Probablemente ese clima de entonces haya sellado a fuego –hubo mucho en los disturbios referidos– la impronta de The Stooges, que se modeló con tal intensidad, locura y primitivismo garagero que resultó señera para buena parte del mejor rock-punk que vendría después porque allí vieron –y escucharon– una fuente de sonido auténtico y bien palmario de una identidad.
https://www.youtube.com/watch?v=ycjtuayZitA
El pulso de una época
The Stooges editó su primer álbum en 1969, titulado como el nombre de la banda y, en 1970, grabarían su prodigioso segundo disco Fun House, del que anteayer (7 de julio) se cumplieron cincuenta años de su aparición.
Festejado como el mejor disco de la banda –Raw Power, de 1973, con la formación algo cambiada y producido por David Bowie también es un discazo–, Fun People fue un registro celebrado por otros músicos y productores por igual y no pocos de los primeros dicen deberle el haberse iniciado en esas lides.
No podría decirse que es el único, pero escuchado hoy, Fun House conserva esa energía arrolladora y cruda del garage-rock que le ganó un lugar en las expresiones que dan cuenta del pulso de una época, porque eso es lo que sucede apenas se cruza el primer tema, el contexto desquiciado y activista de fines de los 60 reverbera en toda su magnitud y, claro, se distingue cómo ese sonido influenció a grandes bandas posteriores.
Puede decirse que con ese disco comenzó a tallar la leyenda de The Stooges y de su inmortal front-man Iggy Pop, en la actualidad el único miembro de la banda que resiste entero.
https://www.youtube.com/watch?v=6ymhEpszTt4
La casa de la locura y la intensidad
El disco debe su nombre a una casa hecha trizas emplazada en los suburbios de Detroit donde vivían Iggy, su flamante mujer de tan solo 15 años, con la que tuvo que casarse para convivir, y los otros integrantes de la banda –un poco después se sumaría Steve Mackay, el saxofonista que participó en la grabación del álbum– en una suerte de comunidad, todavía algo pacífica porque la droga más dura que consumían era la cocaína.
Allí los Stooges tenían montados sus marshalls y ensayaban de un modo que no se diferenciaba con las tocadas en vivo y, por supuesto, con lo que sería el sonido de Fun House.
“Era la casa de la alegría y la locura porque íbamos descubriendo una cantidad de sonidos cada vez que ensayábamos que nos ponía de la cabeza. Nada de agresividad pero sí mucha intensidad”, dijo una vez Iggy en una entrevista recordando esa época.
Apenas poco tiempo después, casi todos los Stooges probarían la heroína y la cosa se pondría un tanto complicada. Sin embargo, la grabación de Fun House no tuvo inconvenientes mayores luego de que se decidió registrar lo que sonaba cada día en un estudio de Los Ángeles para ponerle coto a cierta dispersión, producto de las sustancias que se consumían todo el tiempo.
Así se dio lugar a un disco clave para el rock y para su evolución, sobre todo para algunos sonidos punk, deudores de aquel disco al que se le reconoce un rasgo proto-punk por la “perfecta mugre que destilábamos en nuestros recitales y que estaba también presente en el disco”, subrayó Iggy cuando se cumplían cuarenta años de Fun House.
Una mirada sobre el mundo
Puede decirse que The Stooges fue una banda que pudo sobrellevar los excesos casi con una técnica, como puede escucharse perfectamente en Fun House.
El desborde parecía estar siempre calculado –al modo en que podría ocurrir con la improvisación en Miles Davis y John Coltrane, salvando distancias y géneros–.
Además de furiosa, la guitarra de Ron Asherton es dueña de una potencia y sugestión precisos para dar contexto a la catarata sonora en la que se envuelve; la batería de su hermano Scott suena como apocalíptica y parece que va a estallar en cualquier momento aunque siempre sosteniendo una base rítmica cercana a la perfección; el bajo de Alexander es pura dinamita capaz de ejercer un magnetismo impresionante.
A todo eso ahora se agregaba el saxo de Mackay, que brillaba con una visceralidad free que asustaba, y, en el centro del huracán, los aullidos frenéticos pero también “melódicos” de Iggy y su voz frenética y ajustadísima a todo lo que pasa alrededor.
Sólo siete temas –“Down on the Street”, “Loose”, “T.V. Eye”, “Dirt”, “1970”, “Fun House” y “L.A. Blues”– divididos en cuatro en la cara A del disco y tres en la B bastaron para que Fun House fuera uno de los registros más abrasivos y sugestivos a la vez, capaz de elevarse a alturas hipnóticas para luego deslizarse en un trance surgido del final de una tormenta.
Instrumental y vocal –aquí ya se asienta el carisma de la voz de Iggy– en dosis parejas, Fun House es un compromiso con un gesto musical surgido desde las entrañas de quienes lo hicieron, dispuestos a defender su identidad y su mirada sobre el mundo de un modo absolutamente atmosférico y excitante, todo eso al mismo tiempo, ni más ni menos.