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Iglesia y dictadura: el secuestro en Rosario ante su hijo de 5 años del cura que dejó los hábitos

La familia del ex cura tercermundista Santiago Mac Guire fue una de las que declaró en abril en la cuarta etapa del juicio Guerrieri. Denunciaron no sólo complicidad de la Iglesia -"era alguien incómodo para el Arzobispado"- sino también un rol activo en la represión ilegal

Coautoría es la palabra que usa Lucas Mac Guire para subrayar lo que cree más importante de su declaración ante la Justicia el pasado 10  de abril en los Tribunales Federales de Rosario. “El Segundo Cuerpo de Ejército permitía que la curia tomara decisiones”, afirmó en el juicio el que se investigan los crímenes cometidos en centros clandestinos de detención y tortura bajo la órbita del Ejército entre 1977 y 1978, durante la última dictadura militar.

A su papá, el ex cura y militante montonero Santiago Mac Guire, lo secuestraron el 18 de abril de 1978 y el primer lugar donde estuvo preso fue en “Ceferino Namuncurá” en Funes, un terreno que pertenecía a Los Salesianos. Además, su “blanqueo” fue permitido por la propia Iglesia. Por eso, la familia habla de coautoría en los crímenes de lesa humanidad: fueron los militares, sí, pero también fue la Iglesia. Santiago estuvo preso hasta diciembre de 1983.

La historia de los Mac Guire incluye expresiones como estas: huir, pasar a la clandestinidad, usar documentos falsos, cruzar ríos, esconderse y hablar en código por teléfono. Suena a ficción pero no lo es. Primero fueron perseguidos por la Triple A -banda paraestatal que fue la antesala del terrorismo de Estado- y luego por las fuerzas armadas y de seguridad de Paraguay -parte del Plan Cóndor- y en Argentina. Así pasaron parte de su infancia Lucas y sus tres hermanos, junto a su mamá.

Santiago Mac Guire había renunciado al sacerdocio en 1969. Se casó con María Magdalena Carey y tuvieron cuatro hijos. De todos modos se lo siguió conociendo como “el cura”. Su trabajo en los barrios más pobres de la ciudad y la región le valió su persecución política que recrudecería con su ingreso a la organización Montoneros.  

Fue filósofo, teólogo y músico. Denunció los tormentos a los que él y miles de compatriotas fueron sometidos durante el genocidio. Desde la conformación de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas -Conadep- nunca dejó de hacerlo. Falleció en 2001 y sus cuatro hijos y ex mujer se conformaron como querellantes en la causa en 2013. “Como herederos de Santiago y de su testimonio, lo que hicimos fue sostener lo que él dijo, lo que él había denunciado. Santiago habla en el juicio. Habla en sus notas en el diario Democracia, habla en la denuncia que hace ante la Conadep y luego a través de  Roberto Pistacchia”, planteó Lucas, nombrando al sobreviviente que declaró también en esta causa.

Secuestrado frente a su hijo de 5 años

El secuestro se dio una tarde frente a los ojos de Lucas, que entonces tenía cinco años. Volvían en bicicleta de la escuela Juana Manso por La Paz al 800 cuando un auto se les acercó y los tiró al piso antes de llegar a la esquina. Una patota redujo a Santiago, le puso una capucha en la cabeza y lo metió dentro del auto. Lucas quedó llorando solo en la vereda y se acercó al umbral de una casa que no era la suya. Más tarde completaría un poco esa escena: “Mi mamá después me cuenta que yo lloraba y ella me decía «¿pero te hicieron mal?» Yo lloraba y decía «no, pero me pisaron toda mi bolsita». Me refería al bolsito de preescolar. Eso me quedó en la cabeza toda la vida porque de alguna manera yo traté de decir «lo que me enoja de todo esto es que me pisaron la bolsita». Como intentando tener un poco de dignidad aunque en realidad el dolor era el otro: el dolor era que a mi viejo lo habían embolsado y metido en el piso de un auto”.

Lo que siguió fueron idas y venidas a cuarteles y hasta el Arzobispado para encontrar respuestas y escuchar negativas. Todos mentían: decían no tener noticias de Santiago.

En esa época, todos los que habían formado parte del sacerdocio se conocían. Por lo que el secuestro de Santiago fue notorio. En los primeros siete días del secuestro, una patota cayó a la de casa Mac Guire, encerraron a los chicos en una habitación e interrogaron a su mamá. El general Adolfo Luciano Jáuregui, jefe del cuerpo del ejército en Rosario en ese momento, encabezó ese interrogatorio y no obtuvo la información que quería. El Arzobispado terminó pidiendo la liberación de Santiago pero cometieron un enorme error: entregaron a otra persona, Roberto Pistacchia. El arzobispo Guillermo Bolatti reconoció inmediatamente que ese no era Santiago y así se salvó la vida Pistacchia, que declaró en este juicio.

“Salvar la vida” no es exactamente una expresión que haga justicia a lo que pasó realmente. Gabriela Durruty, abogada querellante en la causa, lo describe mejor: “No sólo se pudo probar el hecho de que la iglesia tuviera en su propio terreno un centro clandestino, hecho que se acerca mucho a las prácticas históricas de la iglesia durante la Inquisición. Sino que, sobre todo, la importancia del caso fue poder probar como nunca antes y con un testigo directo como fue Roberto Pistacchia la posibilidad que tenía la iglesia de decidir sobre la vida y muerte de los compañeros, sobre si eran secuestrados o no, si eran liberados o no, blanqueados o no. Bollati claramente le daba órdenes a Jáuregui”.

La Iglesia fue mucho más que cómplice

La participación de la Iglesia en el genocidio fue mucho más que como cómplice sino directamente como miembro activo. Después de pasar diez días en CCD salesiano, los militares hicieron un consejo de guerra y determinaron que Santiago debía pasar 15 años preso. 

Esos años en que estuvo “blanqueado”, la familia lo fue a visitar a los distintos penales, situaciones que implicaban un ejercicio abusivo de poder sobre los cuatro menores y que Lucas hoy recuerda con mucho dolor. Significaba pasar por controles de seguridad, revisión de su ropa interior, quedar solos en determinados espacios hasta poder llegar a visitar a su papá y, la mayoría de las veces, verlo a través de un vidrio.

“Llevamos una vida de terror”, sintetiza hoy Lucas y agrega: “Nos pudimos ir juntando con una especie de hermanitos de padres desaparecidos y sabíamos que ellos la pasaban mucho peor que nosotros porque nunca habían aparecido sus padres”.

Por primera vez en cuarenta y cinco años, Lucas pudo sentarse ante un tribunal y decir: “Señora presidenta, nosotros tenemos hermanos de crianza que se han suicidado, hermanos que han enfermado con enfermedades autoinmunes y otros psicotizados. Es decir, la vida que llevamos fue una vida absolutamente privada de la libertad porque estábamos siempre ocultando algo, porque además al principio de la dictadura tuvimos mucho miedo”. 

Así lo narra a este medio, se refiere a todos esos niños, niñas y adolescentes con los que entabló contacto después de la desaparición de su papá, cuyos padres y madres eran amigos de Santiago y que también estaban secuestrados. 

Lucas Mac Guire recuerda que durante su infancia había determinadas fechas que se hacían más difíciles, por ejemplo el Día del Padre. No sabía qué decir en la escuela, le daba vergüenza, tenía miedo de que todos sus compañeros se enteraran. Pero su mamá un día le dijo a él y sus hermanos que podían decir la verdad, que no tuvieran miedo: “Que dijéramos que estaba preso porque ayudaba a los pobres y eso fue para mi fundacional porque realmente me permitió contar la verdad, dónde estaba mi padre, mientras que por otro lado me permitía reivindicarlo. No era un delincuente, no era una persona indeseable de la sociedad”.

En Rosario el capellán de la Policía Eugenio Zitelli, que murió procesado por presenciar las torturas cometidas en el ex Servicio de Informaciones -Dorrego y San Lorenzo- pero sin ser condenado, fue nombrado por Lucas como “totalmente adverso a Santiago y de hecho, en los años sesenta habían mandando a destruir la obra que él había ayudado a levantar junto con los vecinos del barrio Saladillo”

“Mi papá era alguien incómodo para el arzobispado porque siempre estaba de alguna manera metido revolucionando las normas establecidas. Por ejemplo, mi viejo además de sumarse al barrio solidarizándose con los más desposeídos funda una capilla en un container, una escuela en otro container y arman una especie de casilla cuando no había ni siquiera salita de salud”, relata con orgullo.

Lucas no siguió el mismo camino de la fe que su papá pero esa definición de su mamá para decir que Santiago defendía a los pobres y luego todo el camino que recorrió junto él cuando estuvo en libertad, yendo a las reuniones de los organismos de derechos humanos en los ochenta dejó huella: hoy es miembro de la Asociación Miguel Bru: “Él me aportó con mucho entusiasmo, me estimuló una parte mía que tenía que ver con el humanismo, con la militancia y de esas forma yo pude encontrar mi propio camino que tiene que ver con los derechos humanos hoy, con la violencia institucional que persiste con los mismos modus operandi que en la dictadura”.

Para Lucas Mac Guire declarar fue “un deber cumplido”: “Para mi era re importante esta causa porque había escuchado toda mi vida lo que después declaramos”. Un peso menos, como para la mayoría de los familiares y sobrevivientes que declaran. Una conquista, dejar inscripto en la justicia el horror al que fueron sometidas sus familias y exigir que no vuelva a pasar nunca más.

Guerrieri IV

La causa Guerrieri investiga cómo funcionó el plan represivo que se montó en distintos CCD de Rosario y sus alrededores, bajo la órbita del Ejército. La Calamita (en Granadero Baigorria), la Quinta de Funes, la Escuela Magnasco (Ovidio Lagos y Zeballos), La Intermedia y La Fábrica Militar de Armas Portátiles “Domingo Matheu” son los lugares donde se cometieron los tormentos y ejecuciones que se investigan, cometidos entre 1977 y 1978. Para este juicio se constituyeron 116 casos. 

La causa lleva el nombre de Pascual Oscar Guerrieri, que fue agente del Batallón de Inteligencia 601 y jefe del CCD Quinta de Funes. La sentencia de la primera elevación constituyó el primer fallo por crímenes de lesa humanidad en Rosario y fue en 2010.

En esta cuarta elevación hay 20 imputados de los cuales solo cuatro no recibieron hasta el momento condenas por crímenes de lesa humanidad. El ministerio público fiscal ofreció 347 testigos para que presten declaración en juicio. A las víctimas cuyos casos ya se han investigado, en esta elevación se suman 62. La mayoría de ellas fueron asesinadas o desaparecidas. Todavía no se definió cómo seguirá el cronograma de audiencias este año. La Fiscalía espera que haya sentencia a mitad de este año.

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