Hernán Brienza**
Todos los 9 de julio nos invitan a recordar el proceso independentista, hacerlo con profundidad, complejizando cada año que pasa, buscando cosas nuevas para decir y pensar sobre aquellos años apasionantes en los que comenzó a gestarse la nacionalidad argentina. Pero, como ocurre siempre cuando se mira al pasado, es inevitable también reflexionar sobre las deudas que en cada presente nos reclama la utopía de la emancipación.
¿Qué significó la independencia política en 1816? ¿Qué balance podemos hacer, qué tan independientes somos los argentinos? Y agregar preguntas trabajadas en el siglo XX como ¿alcanzamos la independencia económica? ¿La deseamos todavía, la podemos lograr?
Cada siglo tiene un desafío implícito. El siglo XIX nos ocupó con la construcción de un Estado Nación que desde el inicio, desde la declaración del 9 de julio de 1816, se realizó bajo el signo de la desunión nacional, de la imposición de una facción sobre otra. Recordemos que las provincias artiguistas no estuvieron presentes en Tucumán, y que, finalmente, la organización del Estado se realizó tras la derrota de las fuerzas federales en 1862. Cincuenta años de enfrentamientos internos costó la consolidación de la independencia política.
La independencia económica fue devorada por los procesos de endeudamiento externo
El siglo XX nos invitó a pensar en la posibilidad de saldar una gran deuda: la de la independencia económica. Los esfuerzos por un desarrollo industrial autónomo, por una modernización de las reglas de juego del capitalismo, con avances en la relación y retrocesos en las condiciones materiales de vida de millones de argentinos y argentinas que ingresaron a un mercado laboral que transformó la realidad de nuestro país.
Sin embargo, la desunión, los enfrentamientos arrastrados desde el siglo XIX, la incomprensión, los intereses económicos sectoriales, truncaron ese proceso transformador. La independencia económica fue devorada por los procesos de endeudamiento externo de finales del milenio.
El siglo XXI nos abre nuevos desafíos. Algunos arrastrados desde hace 200 años: la unidad nacional, la autonomía económica, el endeudamiento, los índices de pobreza estructural que no hemos podido erradicar los argentinos. Y a esas deudas también se le suman nuevos desafíos como pensar la Independencia no como un todo sino como graduaciones en un mundo interrelacionado y explosionado por las comunicaciones, por las redes cibernéticas pero también por los entramados culturales, ideológicos, informativos e identitarios.
¿Se puede pensar en desarrollar una autonomía cultural? ¿Se puede plantear la necesidad de alcanzar un mayor grado de soberanía respecto de las operaciones culturales de corporaciones económicas y financieras que atraviesan los viejos Estados-Nación? ¿Cómo se piensan las independencias de los Estados frente a esas corporaciones que hoy ni siquiera responden a lo que en el siglo XX se denominaban “Estados imperialistas”? ¿Cómo es posible independizarse de una red, una maraña, sin un centro de poder?
Pararnos de forma autónoma frente al gran desafío que planteará la Inteligencia Artificial en el mundo
Pero el siglo XXI también nos impone pensar los nuevos desafíos: la soberanía de los cuerpos, de las identidades, la reformulación de los derechos humanos, la construcción de nuevas identidades colectivas como las de género, los nuevos sujetos sociales, la reelaboración de nuestra relación con la tierra, la necesidad de independizarnos de la atroz construcción de “otredad” que llevamos dentro nuestro los argentinos.
Pensar nuestra independencia cultural para desarrollar una ciencia acorde a nuestras necesidades colectivas, pero también marcos teóricos sociales y políticos que contengan a todos los argentinos. Pensar un método argentino, pero también una tecnología que nos permita pararnos de forma autónoma frente al gran desafío posthumanista que planteará en los próximos años la Inteligencia Artificial en el mundo.
Muchísimos son los desafíos que debemos emprender los argentinos. Pero hay uno que es central. De la misma manera que la Constitución de 1853 fue el gran salto modernizador del siglo XIX y las políticas sociales inclusivas lo fueron en el siglo XX, en el siglo XXI los argentinos deberíamos independizarnos del odio. El odio es el verdadero signo de nuestro atraso como sociedad. Modernizarnos es independizarnos de ese odio.
**periodista, escritor, politólogo, ensayista e historiador argentino. Actualmente es el titular del Instituto Nacional de Capacitación Política (Incap)