Las más de mil páginas de un informe de un gran jurado de Pensilvania sobre los abusos sexuales de sacerdotes a más de mil menores de edad están llenas de descripciones realmente escalofriantes y de ejemplos de impunidad, aspecto con que la Iglesia Católica viene ocultando este tipo de crímenes. La investigación revela que durante siete décadas la cúpula eclesiástica católica encubrió y toleró muchos de los abusos perpetrados por una innumerable cantidad de sacerdotes. Por ejemplo, en la diócesis del condado de Erie, en Ohio, un cura confesó haber cometido en los años ochenta violaciones anales y orales a al menos 15 chicos, uno de ellos de solo siete años. Cuando se reunió con el depredador sexual, el obispo de la diócesis, Donald W. Trautman, lo elogió por ser una “persona cándida y sincera” y por los “avances” logrados en controlar su “adicción”. Y cuando finalmente el cura fue expulsado, el obispo declinó explicar los motivos. “Nada más debe indicarse”, escribió, lo que pone de manifiesto la complicidad de la jerarquía, que minimiza y hasta hace pasar por nimiedades esos crímenes. El asunto a dilucidar es hasta qué punto los abusos, ultrajes y violaciones no forman parte de la misma estructura de la iglesia.
El castigo de Disneyworld
Las investigaciones llevadas a cabo destapan una maquinaria dispuesta a tolerar la pederastia en la mayoría de los 67 condados de Pensilvania, en algunos con la connivencia de la propia Fiscalía. Además, la mayoría de los abusos prescribieron por haberse cometido hace mucho tiempo o porque sus autores están muertos. Sólo dos de los casos en el informe derivaron en imputaciones delictivas, aunque las revelaciones también salpican a quienes ocupan cargos actuales, como Donald Wuerl, el cardenal de Washington que entre 1988 y 2006 cumplió la misma función en Pittsburgh. “Pese a algunas reformas institucionales, en general los líderes individuales de la Iglesia han evitado una rendición de cuentas pública. Los curas estaban violando a pequeños niños y niñas, y los hombres de Dios que eran responsables de ellos no sólo no hicieron nada sino que lo ocultaron todo”, expone la conclusión de la investigación.
Entre las terribles páginas de la investigación abundan los ejemplos escabrosos: un cura violó a una niña de siete años cuando fue a visitarla al hospital después de que la operaran de amígdalas. Otro le dio a un chico una bebida que hizo que no se acordara de qué había pasado la noche anterior cuando fue violado analmente. Un sacerdote obligó a un chico de nueve años a practicarle sexo oral para luego decirle que le limpiaba la boca con agua bendita. También hubo un religioso que acabó renunciando tras años de acusaciones pero eso no impidió que la iglesia le hiciera una carta de recomendación para su siguiente trabajo: sería empleado en el complejo infantil de Disneyworld.
La trama de ocultamiento
Los investigadores policiales que dieron su testimonio ante el gran jurado describieron un patrón de prácticas en las iglesias de Pensilvania, algunos rasgos que se repetían consecuentemente en casi todos los casos. Se trataba de una suerte de manual para ocultar la verdad, consistente en siete principios básicos que permitían mantener en secreto las aberraciones. Se utilizaban eufemismos para describir los abusos sexuales en los documentos de la diócesis, por ejemplo en vez de hablar de “violación” era mejor usar “contacto inapropiado”, un término que podía implicar diversas interpretaciones. En el caso de que se inicie una investigación debían llevarla a cabo personas sin experiencia en el asunto de recabar información, como otros clérigos. En busca de credibilidad, lo sugerido era enviar a curas a “evaluar” cómo estaban los depredadores sexuales que habían sido internados en los centros psiquiátricos religiosos donde fueron trasladados luego de cometer los abusos y recabar sólo la versión del acusado, es decir, una flagrante red de ocultamiento de los hechos para que todo siguiera en la más absoluta oscuridad.
Si la diócesis determinaba que el escándalo era de proporciones inocultables, al punto de que debía echar al cura abusador, había que evitar explicar el por qué: mejor era definirlo como una “baja médica” o “fatiga nerviosa”. Sin embargo, si la comunidad descubría los abusos, la mejor solución era trasladar a ese sacerdote a otra iglesia, donde nadie sabría que era un pedófilo. Aunque fuese conocido que un religioso hubiera abusado de menores, mejor mantenerle el sueldo y las ayudas para su vivienda. Y finalmente, siempre era mejor no hacer intervenir a ninguna fuerza de seguridad o de investigación institucional en los casos.
La discreción ante todo
En la misma diócesis de Erie el obispo descubrió en 1986 que un sacerdote había masturbado a un adolescente varias veces con el pretexto de enseñar a la víctima sobre cómo descubrir posibles signos de cáncer. Cuando el padre de uno de los niños abusados se quejó, la respuesta que recibió fue que tuviera “discreción” y que evitara buscar nueva información porque sería “dañino e innecesario”. “Es obvio en este momento que no está pendiente o se está considerando ninguna acción legal”.
En Harrisburg, un cura abusó de cinco hermanas y recolectó muestras de su orina y sangre menstrual. La iglesia no actuó pese a las denuncias de la familia hasta que años después el religioso confesó cuando la Policía había ahondado en la investigación y estaba a punto de incriminarlo.
Y en Pittsburgh, se desestimó las quejas de abuso a un chico de 15 años porque el menor había “buscado” al sacerdote y lo “sedujo” para iniciar una relación, según se estableció en una suerte de sumario interno de la diócesis. El cura fue detenido pero, en su evaluación interna, la iglesia destacó que, aunque había admitido haber llevado a cabo actividades “sadomasoquistas” con varios niños, estas eran de carácter suave y no lastimarían a los afectados. También en esa ciudad existió una red de curas que mantenían contactos entre ellos y se intercambiaban látigos y se comentaban el tipo de violencia y sadismo que utilizaban al violar a sus víctimas”, según detalla el informe.
Los actuales investigadores se quejan de no haber recibido documentación suficiente. Aun así, las pesquisas sugieren que, pese a las reformas prometidas por la cúpula eclesiástica estadounidense desde el escándalo de abusos descubierto en Boston en 2002, los patrones de encubrimiento no desaparecieron del todo. Y, según el fiscal general de Pensilvania, Josh Shapiro, “llegan en algunos casos hasta el Vaticano”.