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Insólito: nadie se sentó todavía a negociar

Por: Ignacio Zuleta

En el conflicto por la papelera de Botnia los gobiernos terminaron arrinconados por la opinión pública de sus países y prefirieron sacar rédito sin pensar en una solución a través de alguna negociación.

El conflicto por la pastera de Fray Bentos es un epítome de desaciertos, medias verdades surgidas de la debilidad de los gobiernos de los dos países para decir la verdad entre sí y también a sus gobernados. Uruguay no cumplió con el Tratado del Río Uruguay que le imponía informar y eventualmente negociar una obra de esas características sobre el curso de agua. Agotó de manera informal ese trámite con una comunicación verbal de un funcionario de ese país al entonces canciller Rafael Bielsa. Éste negó haber escuchado eso, pero tampoco satisficieron sus explicaciones cuando informó sobre esa presunta charla.

Cuando la obra avanzaba, el gobierno argentino no tuvo, al menos que se sepa fehacientemente, ninguna advertencia de los funcionarios diplomáticos en el Uruguay. Tampoco de los servicios de inteligencia destacados allí ni de las autoridades del gobierno de Entre Ríos, en ese momento a cargo del hoy peronista disidente Jorge Busti.

La primera señal de protesta nació al calor de la campaña electoral provincial de 2005, con la agitación de la protesta organizada por opositores a Busti que pretendían señalarlo indiferente a la construcción de la planta. El ex senador Héctor Maya –hoy aliado de Busti pero entonces su contradictor– fue una pieza clave en la organización de las algaradas en el puente, que terminó cortado hasta hoy. En esas escaramuzas nació el liderazgo de Alfredo de Angeli, que después tuvo altísimo protagonismo en el conflicto del campo.

Esa trama provincial llegó al gabinete nacional con la designación de la polémica Romina Piccolotti, una abogada cordobesa que era asesora de los protestones entrerrianos. No aportó nada; más aún, se le puede reprochar que su inacción agravó el conflicto porque lo sacó de su trámite natural, que es político además de ambiental. Se perjudicó también Néstor Kirchner al llevar la Secretaría de Medio Ambiente a la Presidencia, desoyendo el consejo de los que saben y que afirman que las cuestiones ambientales son de la oposición y nunca del oficialismo y que lo mejor es tener a la oficina respectiva bien lejos de la Presidencia (hasta el momento dependía del Ministerio de Salud).

A tal paralización llegó el trámite, que el canciller Jorge Taiana se quejó alguna vez de no haber podido hacer una negociación sobre el terreno con Gualeguaychú cuando era intendente el kirchnerista Daniel Irigoyen, un ex sacerdote palotino que se salvó de aquella masacre a manos de los militares y que había compartido cautiverio con el canciller. Un gesto así, llamado a prosperar más que los cortes a raíz de las relaciones entre ambos funcionarios, fue abortado por los sectores maximalistas del gobierno. Ya se sabe que en el kirchnerismo el que negocia es un traidor, o al menos un tibio, y nadie quiere recibir ese reproche.

Ante la falta de respuestas del gobierno argentino y del uruguayo a esos reclamos, la protesta escaló hasta nacionalizar el conflicto. Las administraciones de Tabaré Vázquez y de Néstor Kirchner se vieron atrapadas en una puja de nacionalismos que, esperable, trataron de dar vuelta en su beneficio. La defensa de Botnia embanderó al oficialismo uruguayo, el rechazo de la planta embanderó al oficialismo argentino.

La debilidad de ambas administraciones ante tamaño conflicto terminó congelando las relaciones de dos países hermanados por un pasado y también por intereses comunes. Ninguna de las dos partes emprendió ninguna tarea de mediación; apenas toleraron a los facilitadores del Banco Mundial (financista de la obra) o de la Corona española que intentasen algún acercamiento que nunca se produjo.

Los conflictos ambientales son percibidos por el público como una lucha entre la vida y la muerte, y empeoran cuando se producen entre dos países porque los embandera en el nacionalismo. Cuando conflictos de esa naturaleza escalan ocurre lo peor: se agudiza la dialéctica vida-muerte, y las conductas se extreman. Esa escalada privilegia el liderazgo de los activistas más audaces, los que proponen medidas extremas que en muchos casos arrastran al resto hacia posiciones de las que es más difícil volver.

Estas situaciones sólo se resuelven con procesos de mediación que buscan sentar a las partes y las hacen elaborar escenarios de solución haciéndoles ver algo que parece simple, pero que es central para una solución: imaginar el futuro mediato de las relaciones entre las dos partes, algo que siempre alumbra el camino. A esa imaginación del futuro se le agrega el examen de qué está dispuesta cada parte a ceder para que ese futuro sea posible.

Los funcionarios que en el gobierno argentino intentaron avanzar con mecanismos de mediación fueron superados por los halcones que prefirieron aprovecharse de esta malvinización del caso Botnia. Los gobiernos débiles no construyen futuro, que es la esencia misma de la política.

Nada de eso se ha hecho hasta ahora. Concurrir a La Haya es un gesto prudente, pero nunca un tribunal de ese tipo va a solucionar el conflicto. No ordenará levantar la planta –que es lo que piden los entrerrianos–, le recriminará al Uruguay no haber avisado y retará a la Argentina por no levantar con la fuerza pública el corte del puente. Una solución de abogados que no puede reemplazar a la política.

Con dos gobiernos jugando al off side entre sí y entre los oficialismos y sus opositores, el conflicto permanecerá congelado como un insulto a la razón, por más que La Haya quiera exhibirse ahora como una solución.

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