Como Argentina, Nueva Zelanda es un país bendecido por la naturaleza, tal como lo está comprobando la misión institucional y comercial santafesina tras una semana de estadía en este rincón de Oceanía, en el reverso del Hemisferio Sur. Además de 15 mil kilómetros, la distancia con Argentina se nota a poco de andar calles, entrar a un comercio, visitar museos, sentarse a beber cerveza. Aquí van algunas impresiones que, como siempre, cabe advertir que llevan la mirada ligera y arbitraria del viajero.
La prolijidad de este país insular con una superficie apenas superior a la de Santa Fe y Chaco es apabullante. Los cordones de las veredas son perfectos, baches no hay ni en calles ni rutas. Calles, además, cuya rugosidad se aproxima a la de una mesa de billar. Las intendencias gastan fortunas de sus presupuestos en mantener vía pública y espacios verdes. Lo que en Rosario llamamos Parques y Paseos, acá tiene tanto trabajo como la Dirección de Tránsito allá. “La gente quiere que las cosas estén ordenadas…”, repite el guía-traductor que acompaña a la misión de santafesinos. Y debe ser cierto, porque el cuidado escénico del espacio público es acompañado por los ciudadanos como fruto, evidentemente, de un alongado arraigo cultural.
En Nueva Zelanda la actividad se inicia a las 9 de la mañana y termina a las 17. A esa hora cierran las puertas de los comercios y cada uno se va a su casa. “Esto hace que haya una vida después del trabajo”, dice una traductora mejicana que valora la calidad de vida que significa esa organización de la jornada laboral. Mónica está casada con “un kiwi”, como se dice a los neocelandeses, en referencia al pájaro nacional que sólo vive en estas tierras.
La nacionalidad originaria de los neocelandesa remite a los maoríes, nativos que vivían aquí al llegar los ingleses, más los descendientes de inmigrantes anglosajones. Pero su actual composición étnica es más compleja: los maoríes representan el 11% de la población; los kiwis en 1991 eran el 75% y hoy el 57% como resultado del agregado de otros grupos: el 19% es de origen asiático (China e India) y 14% de Oceanía (Samoa, Fiji, Tonga, entre otros).
El costo de vida es alto. No tanto para los neocelandeses, que se las arreglan con ingresos que los ubican dentro del lote de países desarrollados, pero sí para un visitante argentino. Una lata de cerveza cuesta entre 7 dólares neocelandeses (1,10 con el norteamericano); cualquier plato básico parte de 20; lo más próximo a un choripán en la calle, 7; un plato de bife 35; y así.
Resultan muy accesibles los autos, por eso en la última década las calles explotaron. Entre las 8 y las 9 de la mañana y las 17 y 18 de lunes a viernes los conductores que viven en Auckland, capital económica con una población similar a la de Rosario, se están acostumbrando a desesperar por embotellamientos y llegar tarde del trabajo. El tráfico es una afrenta al estilo de vida kiwi.
Para hallar la razón de la expansión de vehículos (para esta gente es una tragedia, pero las calles de Auckland son amplias y los conductores carecen de la habilidad argentina de torear semáforos y peatones e intimidar con la bocina) hay que ir al puerto. Allí hay un muelle repleto de autos semi nuevos provenientes de Japón a precio muy accesible.
Aquí subyace un problema del desarrollo neocelandés, en esta etapa sustentado en una economía hiperabierta. Exporta alimentos en base a innovación como valor agregado y produce pocas cosas más. Como contrapartida requiere crecientes importaciones para abastecer una economía creciente y una sociedad con capacidad de consumo. De ahí que se financia con deuda para compensar el rojo de la balanza comercial. “Es que ellos venden leche e importan autos”, sintetiza un argentino ya afincado en estas islas.
Calles, avenidas, edificios y ciudades llevan nombres de príncipes, reinas, piratas y colonizadores ingleses. Son los Belgrano y San Martín de toda localidad argentina. Auckland lo es todo en ese sentido. Cabe recordar que la figura máxima del país, por más que hoy sea simbólica, es la Reina de Inglaterra, que tiene su delegado personal en estas tierras. El primer ministro, elegido en el Parlamento, es la primera autoridad en jerarquía surgida del voto popular. Rarezas de una nación en la que se escuchan quejas por “exceso de democracia”, o porque el celo en el cuidado de derechos humanos hace que los presos “vivan en hoteles”, o porque “los verdes” condicionan la agenda con su mirada ecológica.
El caso de los All Blacks es casi patológico. El rugby es pasión nacional y se lo sigue con la misma devoción que en Argentina al fútbol. No es una exageración. Aquí casi no existe. Los canales de deportes no lo incluyen en su programación. El Mundial de Brasil tiene un lugar relegado. Los diarios usan hasta un cuarto de sus tapas para anunciar suplementos de rugby o partidos. En páginas interiores despliegan información sobre básquet, criquet, golf y rugby pero nada de fútbol. Messi aquí no es nadie.
Auckland es una ciudad baja, resultado de una política urbana que con el paso de los años mantuvo la restricción a construir en altura, a excepción del centro. La decisión, se dice, es de la gente, que no quiere edificios sino casas, lo que la vuelve una urbe visualmente agradable y cuidada.
A una hora y media hacia el sur de Auckland se ubica Hamilton, ciudad de 150 mil habitantes que a las 10 de un martes tiene menos movimiento que el que tiene un barrio como Echesortu.
Hamilton se mueve al ritmo que le imponen las 4 mil granjas lecheras de la región de Waikato (la misma cantidad de tambos que en toda Santa Fe), protagonista del despegue que hace de Nueva Zelanda el mayor exportador de lácteos del mundo. Las pasturas de estas granjas, de un verde intenso todo el año a causa de un régimen de lluvias de hasta 1.500 milímetros anuales, conforman un paisaje de ensueño.
Nueva Zelanda es una nación chica en superficie, pero en ella conviven geografías diversas. Desde escenarios naturales eternizados en “El señor de los anillos” y hoy convertidos en atracción turística, pasando por campos donde conviven la producción lechera, ganadera y vitivinícola, hasta territorios con emanaciones sulfúricas a raíz de la actividad volcánica propia de un pedazo de tierra asentado sobre el encuentro de dos placas tectónicas.
El mismo día que la delegación santafesina aterrizaba en Wellington, en el extremo sur de la isla Norte y capital política ubicada sobre la misma latitud que nuestra Puerto Madryn, los habitantes de esta ciudad de 150 mil habitantes, 400 mil con las afueras, eran anoticiados de que la habían reconocido como la “capital chica más bella del mundo”.
Se puede coincidir en que es de una belleza arropadora, abrazada a una bahía profunda a cuyos pies se alzan montañas verdes que acunan en sus faldas casas de madera, techo a dos aguas, encantadoras y más bien modestas. El visitante se lleva la impresión de que en este país el exhibicionismo del dinero en casa y autos no es bien visto.
En los viejos muelles conviven un sector de actividad portuaria y áreas recicladas para actividades recreativas y gastronómicas con el mismo espíritu que en Rosario, sólo que aquí se potencia por el encanto del mar, las sierras y una arquitectura baja, sólo interrumpida por la “city”, el barrio céntrico que amontonan un ramillete de rascacielos en una decena de manzanas. La ciudad del viento, como dicen los neocelandeses, tiene bien ganado el reconocimiento a su belleza.