La aparición y velocísima propagación de la tecnología conocida como Inteligencia Artificial a través del ChatGPT, perteneciente a la corporación OpenAI, ha generado cierta conmoción entre distintos sectores de la producción –por su capacidad de optimización de procesos de forma automática– a nivel mundial.
Desde el original asombro ante una herramienta poderosa hasta el temor de su proyección sustitutiva de la labor humana, la IA es observada con cautela, genera polémicas y cuenta tanto con detractores como defensores, o con quienes todavía piden esperar para ver si es posible una utilización “democrática” o si las corporaciones se la apropiarán, con lo peligroso que tal acción representaría para la humanidad.
El mundo del periodismo no es ajeno a los debates y los puntos de vista van desde las perspectivas que supone su uso para hacer más eficientes las redacciones, hasta las desigualdades y las posibles pérdidas de puestos laborales que pueden generarse en los medios de comunicación.
Cuando no hace mucho se hizo viral que la vicepresidenta estadounidense Kamala Harris conminó a los responsables de las multinacionales tecnológicas a que no se aparten del deber ético de proteger a la población de los peligros potenciales de la IA –como si la consideración ética no estuviera reñida con los objetivos de la mayoría de las corporaciones– el mundo de la comunicación pareció alarmarse, sobre todo ante la posibilidad de optimización de los mecanismos de circulación de las fake news que permitiría esta herramienta.
¿Qué dicen los periodistas?
Entre los comunicadores hay recelo, asombro, alarma, gratificación, ingenuidad, a veces todo al mismo tiempo. Algunos sostienen que la práctica periodística puede complementarse con la IA; otros ya están sopesando qué funciones pueden desaparecer. Los que miran con simpatía la IA aseguran que con su uso se agilizan los procesos en la clasificación y búsqueda de contenidos y que supera ampliamente los software más habituales; algunos que creen tener claro el panorama, señalan que la IA puede resumir algo concreto –un partido de fútbol, un conflicto bélico, una movilización de trabajadores, por ejemplo–, pero el valor agregado narrativo solo podrá dárselo un periodista, porque será quien puede medir la carga emotiva de los protagonistas, de las situaciones vividas, y aunque se le pidiera a la IA hacer algo de eso, siempre será incompleto y poco (o nada) ligado a la temperatura real de las diversas situaciones.
Esos que parecen estar seguros subrayan que la AI no podrá hacer más que una buena gacetilla, un comunicado de prensa, pero nunca una buena nota periodística; que podrá resolver la base general para la data de alguna nota y de ese modo el periodista tendrá más tiempo para investigar u opinar sobre un tema.
Sin embargo, cuando hace poco OpenAI lanzó su última versión: GPT-4, una nota en The New York Times advertía que “es un poderoso motor para la creatividad”, y que había sobradas “razones para temerle a GPT-4: todavía no sabemos todo lo que puede hacer”.
Lo cierto es que muchos periodistas están utilizando la AI para agilizar su trabajo, para facilitar su rutina, sobre todo en tiempos donde se exigen contenidos más estandarizados y más digeribles. Hace poco, el escritor y crítico español Jorge Carrión escribió Los campos electromagnéticos, donde materializa la primera colaboración en español entre personas y máquinas para la elaboración de un libro.
Se trata de una novela en la que programó un sistema GPT-2 de inteligencia artificial para que dialogue con otro, GPT-3, con el fin de generar dos textos literarios. “He entendido que ya saben redactar y que pronto serán capaces de escribir”, dijo durante su lanzamiento.
Algo embelesado con su experiencia, Carrión apunta “que las redes neuronales de lenguaje natural van a sumir rápidamente la redacción de muchos de nuestros textos cotidianos, como los emails o los informes. También la redacción, en periodismo, de los textos que tengan que ver con resultados, como campeonatos de fútbol o premios de cine, series o música. En esos casos el periodista actuará como corrector, editor y verificador. También en reportajes que no sean de actualidad y en ciertos análisis, como los económicos o científicos, pronto van a ser muy buenos”.
El debate: senderos que se bifurcan
Por lo pronto, hay un par de interrogantes que no están saldados todavía –y tal vez no se salden nunca– y tienen que ver, por un lado, con quiénes son los que entrenan los algoritmos de la AI, porque allí se establece una forma de disputar un valor de verdad –qué connotaciones morales y éticas tienen para saber cuál es su forma de ver el mundo–, y por otro, lo relacionado a los usos que se le puede dar para pensar los modos de regulación.
Casi atajándose, los ejecutivos de Microsoft hablaron del daño real que podría producir la IA sin regulación, al mismo tiempo que la corporación invirtió –vaya paradoja– una suma millonaria en OpenAI.
Ese daño real ya comienza a resultar palpable puesto que en cuestiones como el razonamiento y la coordinación, donde los humanos cuentan con una ventaja comparativa, podrán ser automatizadas en el futuro. Ya hay empresas que dejan de contratar para los roles que piensan que podrán ser cubiertos por la IA. En un típico mecanismo de defensa, siete países prohibieron el uso del Chatbot, entre ellos varios europeos, porque, fundamentan, “las empresas apuntan a producir más con menos trabajo, lo que atentaría contra las fuentes laborales directas”.
En ese sentido, el filósofo francés Eric Sadin, autor de La inteligencia artificial y el desafío del siglo habló de “abyección civilizatoria” para decir que el ChatGPT da instrucciones “para la muerte del humano, (para) la erradicación del impulso vital”, y el siempre polémico Zlavoj Zizek advirtió sobre la subordinación a la inteligencia artificial: “El problema no es que los Chatbots sean estúpidos”, tampoco “que la gente tome a un Chatbot por una persona real”, sino que “el verdadero peligro” es que “comunicarse con los Chatbots haga que las personas reales hablen como Chatbots”.
De cualquier manera, hoy la IA significa mucho poder, puesto que entraña una enorme riqueza de conocimiento intelectual concentrado, y lo aterrador, lo más temible, es que quede en manos de una sola corporación. El artista y escritor inglés James Bridle describió acertadamente la situación.
“En la apropiación indiscriminada de la cultura existente debe haber un límite. Nunca nadie, ni el mayor erudito, podrá almacenar en su cabeza tantas referencias como sí lo hace un programa. Una sola corporación podrá usurpar la gestión del conocimiento colectivo de forma neofeudalista”, sentenció.
Coincidiendo en parte con Zizek y en relación con la tarea periodística específica, Carrión destacó que “la vigencia del periodista humano estará en la crónica que reclame testimonio directo y sentidos. Y en todo aquello que precise de una mirada propia, editorial, como la opinión política, el perfil o la crítica cultural.
De momento lo que más nos diferencia de ellas es que nosotros podemos escribir textos largos y con visión de conjunto. Nuestra capacidad de comparar y de abstraer”.
Así, en este cambio de paradigma que avanza a una velocidad tremenda –mucho más que en la aparición de Internet–, y con un panorama donde es imposible establecer precisiones acerca de beneficios y desventajas, el cruce entre inteligencia artificial y periodismo ya es un hecho innegable con consecuencias todavía desconocidas.