Parece obvio pero nadie lo dice: el dato clave de la elección interna de los radicales en Buenos Aires no es el afecto que los afiliados declararon por la estampa de Ricardo Alfonsín; tampoco la quiebra final del aparato storanista. Lo que demostró el resultado es que la fascinación de los sectores mayoritarios que expresaban las encuestas desde junio de 2007 –fecha de la 125– en respaldo de Julio Cobos es otro cuento chino.
Es verdad que fue una interna “de cámara” –apenas 110.000 votantes sobre un padrón general de 10 millones– pero aun así confirma el lema que los políticos al uso suelen esconder: son las urnas, estúpido. No sólo fue una derrota del legendario Cobos frente al debutante Alfonsín; es también otra prueba del engaño que las encuestas de imagen proyectan –en innoble manipulación– sobre el público. Esta vez, el titán que encabeza todas las muestras de afecto público perdió la elección y no pudo movilizar a más de 50 mil votantes de su partido.
Cobos sólo aparece en esas encuestas como el más querido de los candidatos, aunque el eslogan termine transformando en la música menos agradable para sus oídos: “Cleto querido, el pueblo está con Ricardo”. O, como los amantes que se excusan diciendo: “Sos demasiado perfecta para merecerte”. También Cobos era hasta ahora para los radicales una carta segura de triunfo; los hacía pasearse como si ya fueran gobierno en 2011. Para un partido tan castigado como la UCR eso sólo debió bastar para atraer el apoyo de sus correligionarios. Ni se notó. Esta era una interna cerrada, pero los sectores medios que alimentan esos presuntos números de las encuestas a favor por fuera de la UCR hubieran podido –en caso de creer que el alfonsinismo podía derrumbar a su ídolo– promover una movilización de afiliados y llenarle las urnas de votos.
No es culpa de Cobos, que hace política con el mismo reglamento de sus colegas en el oficio. Sí es culpa de quienes lo rodean, lo asesoran, le prestan medios y encima transmiten como novedades irrefutables los resultados de esas encuestas apabullantes con las que compran futuro a cambio de humo.
Tampoco esto le pasa sólo a Cobos. Néstor Kirchner, desde 2003, exhibió sondeos que lo mostraban con marcas de popularidad del 70 por ciento, los mismos números de que alardeó Cobos después de 2007. Pero el santacruceño todavía debe explicar por qué siendo tan querido en las elecciones de 2005, su fuerza alcanzó apenas el 24 por ciento de los votos calculados sobre el padrón –algo lícito en un país con voto obligatorio–. En 2007 su mujer, Cristina de Kirchner, exhibiendo las mismas marcas en encuestas, apenas alcanzó el 30 por ciento de los votos sobre el padrón.
No se trasladan nunca esas marcas de popularidad, registradas con métodos resbaladizos e interpretados con afán manipulatorio, a las urnas, que es donde mueren todas las fantasías.
Carlos Menem podría ser la contraprueba; nunca alcanzó marcas altas de popularidad en los grandes distritos en donde ha dominado siempre la oposición (las ciudades de más de 50 mil habitantes). Gobernó con la batucada del gorila musulmán en la Plaza de Mayo, pero logró la reelección y mantuvo buenas marcas en elecciones legislativas por lo menos hasta 1997, cuando sobrevino el verano del huracán aliancista.
Las marcas de popularidad en encuestas entran en el recetario de instrumentos que le permiten sobrevivir al político pero que no le permiten ganar; figuran junto a los que le permiten a un político ganar una elección pero después no lo ayudan a gobernar.
Estas minucias de filatelistas no se las van a explicar nunca al público ni los políticos ni los encuestadores, que logran su afán en la Argentina defendiéndose de la sociedad, a la que buscan engañar, hasta que llega la urna.