Agustín Bruera (*)
En una decisión insólita, fuera de la historia, extemporánea, ajena a los conflictos que estructuran la vida política argentina, el ministro de Trabajo de la Nación, Claudio Moroni, resolvió dictar la intervención del Sindicato de Trabajadores Judiciales de la República Argentina, tan sólo 6 días después de que el Sitraju haya cuestionado abiertamente a la Corte Suprema de Justicia por su declaración de inconstitucionalidad de un DNU presidencial que establecía medidas de cuidado sanitario ante el avance del covid, lo que este gremio consideró un fallo electoral, en línea con la avanzada desestabilizadora de la oposición.
¿Qué intencionalidades esconde la intervención? ¿En qué conflictos internos se involucra trágicamente la medida?
¿Por qué en vez de potenciar la unidad y fomentar la cohesión de los actores sindicales que se organizan para batallar contra la corporación judicial, que denuncian sus posiciones golpistas, que desarrollan una intensa actividad gremial tendiente a defender en la práctica concreta los derechos de los trabajadores y trabajadoras judiciales que laboran sin convenio colectivo de trabajo siquiera, se profundiza su atomización?
En la fundamentación del decreto que ordena la intervención, el titular de la cartera de Trabajo aduce “la coexistencia de convocatorias contemporáneas dentro de un mismo proceso electoral en el sindicato Sitraju, lo que lleva de declarar su ineficacia jurídica”. Es groseramente falso.
No hubo dos convocatorias. Hubo sólo una, que se realizó el 22 de noviembre de 2019, que fue convocada con absoluta legalidad y transparencia, y que contó con el debido arbitrio y veeduría del Ministerio de Trabajo, autoridad de aplicación de la ley de entidades sindicales.
Tanto es así, que a posteriori de los comicios su desarrollo no fue siquiera impugnado, ni mereció objeción legal alguna. De haberla habido, se habría abierto un expediente en el que deberían aclararse las eventuales observaciones a la elección. Nada de esto ocurrió.
Lo que sí ocurrió es que a cuatro días de las votaciones, realizadas en 10 urnas distribuidas en otras tantas seccionales del interior del país, se convocó a otra elección paralela, caricaturesca, sin ninguna validez legal, que pretendió deslegitimar el acto eleccionario. Ese simulacro fue promovido por un grupo que, incapaz de ganar internamente la elección y sin voluntad de alcanzar ningún acuerdo, resolvió ir por afuera, desconocer los estatutos y llamar a una parodia de comicios.
Una prótesis electoral para aparentar democracia sindical, cuyo único objetivo fue deslegitimar el verdadero proceso de renovación de autoridades, que debía concluir en la emisión de su correspondiente certificación.
Desgraciadamente, y con sorpresa, asistimos ahora al segundo movimiento de aquel simulacro: la pretensión de que ambas convocatorias fueron exactamente iguales, y que, por lo tanto, están viciadas jurídicamente, porque se basan en la negación de la otra. Una suerte de teoría de los dos demonios sindical, que se intenta resolver del peor modo posible: la intervención, lo que supone la total supresión de la vida institucional de nuestro sindicato.
La medida –insistimos– absolutamente arbitraria, tiene un único propósito: retrasar lo que el Ministerio ya debería haber emitido, la certificación de autoridades. El mamarracho jurídico es tan grande que sólo provocará la demora de un acto administrativo que ahora deberá tramitarse en sede judicial, porque resulta claro: no es posible tapar el sol con las manos.
El relato crudo de los hechos del conflicto conduce a otra reflexión. Y esta sí es más profunda. Por qué dos grupos que muestran una gran convergencia política e ideológica, se presentan como definitivamente antagónicos.
En efecto, el Sitraju nació tras el giro político que experimentó la conducción del sindicato que reunía a todos sus militantes fundadores: la UEJN, la Unión de Empleados Judiciales de la Nación.
El núcleo básico de coincidencias de todos los judiciales agrupados en Sitraju es el enfrentamiento al Partido Judicial, la denuncia del lawfare, la perspectiva de género.
¿Por qué entonces no se pueden emprolijar las diferencias en su seno y fortalecer la construcción colectiva?
Hay una responsable: Vanesa Siley, diputada nacional e integrante en representación del oficialismo del Consejo de la Magistratura nacional. Es sobre su enorme poderío institucional donde recae el peso de la responsabilidad política por el agravamiento de este conflicto.
Su incapacidad para contener disputas internas, su propensión a agravarlas, su inhabilidad para encontrar puntos en común que permitan avanzar en la diversidad y fortalecer las construcciones colectivas son expresión de un vicio endémico de la compleja relación entre política y sindicalismo: la equivocadísima intención de transportar mecánicamente la dinámica de las organizaciones políticas a las organizaciones sindicales.
Para decirlo en criollo: cuando la orga quiere aparatear el gremio. Y conducir sus rumbos y decisiones sin advertir la naturaleza sensiblemente diferente de una y otra organización.
El camino siempre es la unidad, pero no a costa de la eliminación política del compañero o compañera que no es del exacto gusto de quien la enuncia. No se entiende cómo el sector que responde a Siley promueve la eliminación de puestos de conducción de quienes no son militantes de su organización, siendo que se enuncian como “cristinistas”, líder indiscutida cuya eliminación y jubilación política también pretenden algunos “peronistas”, en nombre de la “unidad”.
Lo sabemos: la unidad en política es una construcción compleja, pero estamos seguros de que es efectiva. Y la única que nos protege de los vaivenes coyunturales. Trágicamente algunos que la enuncian recorren, sin embargo, el camino inverso y empiezan por su negación: la exclusión del que piensa diferente. Definitivamente no es nuestro caso, ni es nuestro camino.
(*) Secretario General de Sitraju