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Inventar alguna lengua y acción emancipadoras del desprecio a la vida que propone el gobierno nacional

La inhumanidad de la gestión Milei resulta inédita y desnuda la tolerancia de sectores afectados por las políticas de desguace de la trama social. Cabría preguntarse cuál es el límite entre lo legítimo y lo ilegítimo para oponerse a la violencia aniquiladora de la oligarquía nativa y su muñeco cruel

“En un país colonial las oligarquías son las dueñas de los diccionarios”, dijo una vez el militante político John William Cooke, y esa frase probablemente pueda estar a punto de convertirse en una sintaxis que comience a definir la realidad actual argentina bajo la nefasta gestión del ex panelista televisivo devenido en presidente, Javier Milei. Pasa que los niveles de inhumanidad que sostiene el gobierno nacional sin valerse de los modos de un Estado terrorista como fue el de la dictadura cívico-militar-empresarial-eclesiástica resultan inéditos y ponen de relieve la también ignorada tolerancia de los sectores afectados por las políticas de desguace de la trama social, las que impiden respirar con dignidad. Hay un aplastamiento de la subjetividad singular y colectiva que está siendo experimentada, hasta el momento, como una fatalidad histórica imposible de desarticular.

Es decir, se está escuchando todo el tiempo el tópico insuflado de que se debe sufrir hasta el paroxismo para alcanzar una bonanza que nadie, que no se sienta ofendido, podría creer compatible con algún grado de verdad revelada. Cabría entonces preguntarse si la inhumanidad vociferada desde el ejercicio del poder político estuvo siempre entre nosotros, y ahora solo se hace expresa, se vocaliza de un modo al que ni siquiera se atrevió el gobierno macrista –aunque la baba les corriera por las comisuras–, porque qué otro argumento sería conducente para explicar la falta de reacción ante la permanente descalificación al sistema democrático, a la cultura, a la educación, a la memoria, a la justicia (en su sentido único), a la verdad desprendida de los hechos y no de mentes desquiciadas, que caracteriza a esta voluntad de disolución de los principios elementales de convivencia, es decir, a esta destrucción de la realidad tal cual creemos que ocurre.

Y aquí creo que se encuentra el fundamento de ese desconcierto ante la crueldad de los actos del gobierno nacional en su constante dispendio de odio, en su combate a cualquier lazo de solidaridad; en la batalla cultural cada vez más declamada por las huestes de freaks que –como funcionarios o trolls todo servicio–, acompañan la actual devastación y que, todo pareciera, están ganando. El golpe al estómago de la mala nueva cotidiana aumenta la incredulidad y deja sin respiración. Y entonces cabe preguntarse hasta cuándo es posible no reaccionar.

La expresión más acabada del odio deviene en crueldad, y, si se lo piensa bien, o se lo recuerda, buena parte de los votantes de Milei son aquellos que durante la pandemia del covid-19 despreciaban la vida llamando a la rebelión social ante los imprescindibles cuidados que había que guardar cuando el virus se mostraba fulminante. Y ahora algunos de esos manifestantes consumidos por el odio ocupan el gobierno, desde el imposible lenguaraz del mandatario hasta su cohorte íntima, ellos son quienes hoy ofenden al cuerpo social.

En principio la violencia tiene forma de gritos, insultos, degradaciones –a presentes o ausentes, no importa–, sin que hubiere atisbo de argumentar razón alguna; en la calle, cuando cierta resistencia se hace palpable, el aparato represivo que con fruición y eficacia viene armando la ministra de seguridad –que encontró en este gobierno la posibilidad de realizar su ideal totalitario–, se hace cargo de la violencia física, atacando con garrotes, gases, carros hidrantes, caballería –y ahora habilitando a las fuerzas de seguridad a hacer perfiles de los usuarios de redes sociales– a quienes ejercen el principio elemental de defensa de un sistema de vida.

Lo que se experimenta es una sujeción a un lenguaje incapaz de contemplar la pobreza, la injusticia, el dolor, la desprotección, puesto que el mundo ahí afuera es solo un juego de PlayStation que puede manejarse con un joystick en un antojadizo ejercicio de deshumanización, casi como si el mundo humano fuera absolutamente ajeno.

Y acá despunta otro factor imprescindible para que la afrenta oficial crezca y la sociedad permanezca impávida. El neoliberalismo aplicado por los sectores del poder hegemónico, léase las rancias oligarquías en obscena ligazón con las clases empresariales más encumbradas, de neto alcance internacional –todo lo neoliberal es global–, imponen sus propios valores a través de un dispositivo que estructura la vida social cotidiana y consiente un modo de enunciarlos. Porque desde hace un par de décadas se solazan con términos como piqueteros, choriplaneros, kukas, los que no la ven, entre otros más falaces, fogoneados por la corporación mediática, y han encontrado ahora a alguien que no solo los representa en su versión más esperpéntica sino que profiere públicamente la lengua soez a la que ellos no se atreven, no por guardar alguna forma, sino porque aborrecen quedar exhibidos en su manifiesto desprecio clasista.

Se cuenta que Roy Cohn, un inescrupuloso abogado estadounidense que defendía a millonarios, políticos y mafiosos de su país fue quien asesoró a un todavía joven Donald Trump en su escalada hacia el poder empresario primero y hacia el poder político después, con perlas como las siguientes: siempre se debe atacar, vituperar, ofender del modo más rampante al enemigo, si es posible insultando con bajezas; no admitir ningún error jamás, negar hasta lo más evidente y aún en las situaciones más adversas, darse aires de ganador, no aceptar derrota alguna. Al mismo tiempo que bajaba esas líneas a su pupilo el también racista y anticomunista letrado le hizo una infidencia que describe mejor que cualquier tratado las miserias de las clases dirigentes de su país. “Nada los entusiasma más que escuchar que maltrates a los oponentes a su visión política, ellos se mueren por hacerlo, pero comprenderás que no es posible sin que lo hagan públicamente, pero vos siempre podrás hacerlo”, le indicaba Cohn a un Trump deseoso de obtener los favores de la aristocracia republicana.

Y si eso es posible en una potencia imperial como Estados Unidos, qué queda para un país dependiente y que ahora –LLA mediante– se desvive por volver a ser la colonia que festejó y trató de sostener a ultranza la oligarquía local del siglo XIX. Por eso la batalla cultural que persigue el neoliberalismo –que floreció luego de la Segunda Guerra con los grupos de think tanks que buscaban la hegemonía mundial ante “la amenaza” que significaba la URSS– no solo es una disputa por el significado de las palabras sino por su uso espurio para horadar el cuerpo social defenestrándolo en su origen y haciéndolo quedar como el culpable de todos los males. Y cuando esas palabras no son suficientes, es la crueldad de los actos la que la reemplaza e hiere más hondo y, al parecer, por lo que se desprende de la situación actual, genera desasosiego, parálisis y nula capacidad de respuesta.

Las imágenes vienen siendo flagrantes: desocupación alarmante, cada vez más gente en situación de calle (ya se han encontrado algunos fallecidos), comederos sin alimentos –ya se ha abundado en los detalles del “canuto” de comestibles que hizo el gobierno nacional cuando hay gente que no tiene una comida decente al día–, enfermos crónicos y en tratamientos oncológicos sin acceso a la medicación, la dañina desregulación de la estructura de los sectores que atienden a los discapacitados, los recientes lesbicidios. “El que se quiere morir de hambre que se muera” ensayó Macri y ahora refrenda con hechos Milei en un entramado de mentiras, falsedades, ineficiencia, codicia, esgrimiendo corrupción y curro donde no existen (los derechos humanos y los 30 mil desaparecidos en este país es el blanco predilecto).

Esa tan mentada lucha contra la corrupción y los curros que esgrimió Macri primero, y ahora el exégeta de los magnates, convenció con creces a un electorado –nadie imaginaba en qué medida–, y blindó el regreso del modelo neoliberal a través de los medios concentrados que hoy son la plataforma desde donde se lanza la prédica ofensiva de la que deben gozar los miembros de los poderes hegemónicos (terratenientes, grandes industriales, poder judicial), “la puta oligarquía”, al decir de Jauretche. Porque para el neoliberalismo y el grupo de poder e influencia que lo conduce en este país lo único que cuenta son los fríos números, todo se trata de cifras: lo son los desaparecidos, los comedores, los excluidos, las universidades públicas, las minorías y disidencias, los despedidos, solo existe un debe y haber para beneficio propio y nunca para quienes dicen representar –alguien señaló que para el neoliberalismo la guerra de Ucrania solo representaba una variación en el precio de los commodities–, y ese debe y haber ya está dejando muertos en el camino.

¿Y cuál es la reacción ante tanto desprecio?, por ahora nula, asombrados y confundidos seguimos penando un vía crucis. ¿Cuál es la forma de articular diferencias para ceder y construir oposición sin sectarismos para oponerlo al poder neoliberal?, por ahora no hay ni intenciones. La batalla cultural se está perdiendo toda vez que parece imposible un giro hegemónico que rechace este modelo, ahora puesto en escena a través de la lengua soez de los gobernantes y de la concupiscencia de quienes están pronto a votarle sus sangrientas leyes en el Senado.

Cabría preguntarse entonces cuál es el límite entre lo legítimo y lo ilegítimo –¿en qué Constitución puede ampararse este gobierno para cometer sus atrocidades?–, entre lo justo y lo injusto, entre lo que está bien y lo que es absolutamente dañino socialmente. Para  combatir la no reacción y el ensimismamiento, tal vez haya que inventar alguna lengua y acción emancipatorias del desprecio a la vida que propone el gobierno nacional como fusible de la oligarquía nativa y que parece dominar el espectro socio-político actual.

Ir por voluntades colectivas para oponerse a la violencia aniquiladora del maridaje entre fascismo –del lenguaje, de las formas– y neoliberalismo, encarnado en la figura monstruosa y deshumanizada del presidente argentino. Resistir sus frases automatizadas lanzadas a años luz de la realidad humana.

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