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Inventó el metegol a los 17 y le ganó al Che, Frida lo amó, secuestró un avión y editó a todos

Alejandro Finisterre fue anarquista, republicano, amigo de Guevara y albacea de León Felipe. Publicó el primer libro de Ernesto Cardenal, hizo plata y la perdió. Estuvo exiliado en América y Europa. Creó su futbolín con muñecos de piernas separadas en un hospital, rodeado de chicos mutilados

Alexandre Campos Ramírez tenía 17 años y estaba en un hospital cuando inventó el metegol de 11 muñecos por equipo y jugadores de piernas separadas. Ya escribía poesía. Ya era anarquista. Después, editó el inaugural libro de Ernesto Cardenal, fue albacea de León Felipe, se ufanó de vencer al Che Guevara todas las veces que lo enfrentó con su “futbolín” y de ser el primero en secuestrar un avión. Frida Kahlo le escribió, poco antes de morir: “Tú eres tal vez el único hombre, después de Diego (Rivera), del que valió haberme enamorado”. Los relatos propios y ajenos que acumulan aventuras de ese gallego por Europa, África y América no siempre coinciden. Es probable que dibujen una vida con tanto mito como verdad, pero de esas que merecen existir aunque no sean del todo ciertas.

Alexandre fabricó su primer futbolín para los chicos y adolescentes mutilados por la guerra civil española. Lo hizo de madera, en el hospital de Barcelona donde compartían penurias: un reemplazo en miniatura del fútbol imposible para esos pibes a quienes, mucho antes que a Maradona y sin metáfora, les habían cortado las piernas. Fue en 1936, en el preludio de una saga de idas y vueltas del exilio.

Había nacido en Finisterre, Galicia, el 6 de mayo de 1919. Antes de la aventura del genovés Colón, ese cabo que baña el Atlántico era el borde del mundo plano. Al oeste, sólo había agua virgen de navegantes y cielo. Los romanos lo bautizaron finis terrae, el fin de la Tierra.

Alexandre cambió el Campos Ramírez del documento por Finisterre o Fisterre. Fue en tributo a la villa en la que vivió hasta los 14 años, cuando partió hacia la capital española para cursar el bachillerato. La zapatería familiar, otrora prestigiosa, quebró o bien el padre, también operador de telégrafo, perdió su participación en el negocio. Como sea, pronto no hubo más dinero. Pero se quedó igual en Madrid.

Continuó los estudios dando clases a los alumnos de cursos inferiores, durmió en la calle y en iglesias, vendió sus primeros versos a los clientes del café Universal y se hizo amigo de otro poeta, anarquista como él y periodista, Pedro Luis de Gálvez. Trabajó en una imprenta y editó la revista Paso a la Juventud. Allí conoció al gran León Felipe, el de Poesía Rota, el del Quijote bufón que abofeteaba a la España que le dolía. Finisterre terminó siendo su albacea y la administración de ese legado, según quien la cuente, tuvo luces y sombras.

El futbolín para los mutilados

Alexandre llevaba dos años en Madrid cuando en noviembre de 1936 quedó bajo los escombros durante un bombardeo del bando “nacional”. Tras el fallido golpe de Estado contra la Segunda República, los franquistas y las fuerzas enviadas por la Alemania nazi y la Italia fascista le disputaban la ciudad al asediado gobierno. El conflicto estaba internacionalizado y España era un laboratorio de la inminente hecatombe europea.

Invento en Barcelona y papeles aguados camino a Francia
Bombardeo franquista a Madrid. En uno, Finisterre quedó bajo las ruinas de una casa.

A Finisterre lo llevaron con una pierna desgarrada hasta Valencia, pero allí no podían atenderlo y terminó en la Colonia Puig de Montserrat, en Barcelona, que los republicanos habían convertido en un hospital.

Ahí curaban a los chicos alcanzados por la guerra. Los que tenían resto y piernas, gambeteaban con la pelota esa masacre que desembocó en la dictadura de Francisco Franco. Los otros miraban resignados.

Alexandre entusiasmó en Montserrat al vasco Francisco Javier Altuna, que era carpintero, y juntos fabricaron el primer prototipo de su fútbol de mesa para los chicos de la colonia.

No fue una invención con todas las letras. Había patentes de metegoles en Inglaterra y en Estados Unidos fechadas en la década de 1920. Y una en la propia España, alrededor de 1890. Eran juegos infantiles, más chicos, con pocas piezas y muñecos simplificados. Finisterre afinó el diseño, con 11 por equipo. Y con las dos piernas separadas, novedad e ironía en el contexto. Además, montó las barras giratorias sobre un tablero cóncavo, para que la bola tendiera hacia el centro.

Otro anarquista, vasco y dueño de una fábrica de gaseosas, convenció al gallego de patentar el invento, cosa que hizo en Barcelona en enero de 1937.

No hay registro de esos papeles. Finisterre, que a esa altura había trabajado también como peón de albañil y bailarín en la compañía de Celia Gámez, malició que un republicano no la iba a pasar bien con el franquismo a punto de usurpar el poder. Decidió exiliarse en Francia, y partió a pie hacia los Pirineos a través del País Vasco. En el camino lo sorprendió una tormenta. Como llevaba la patente del futbolín en un improvisado bolso, la lluvia corrió la tinta y quedó ilegible. Eso fue lo que contó varias veces. También, que el agua se llevó el manuscrito de una novela de la que estaba orgulloso.


En Francia, Alexandre se enteró de que en su país, en medio del fratricidio, se vendían futbolines según su modelo. Intentó recuperar la patente, pero desistió ante la evidencia de insalvables dificultades. Tuvo que esperar bastante, y ya en América, para obtener buen rédito económico de su creación.

Volvió a España en 1939. Había terminado la guerra civil, Franco instalaba su dictadura y comenzaba la Segunda Guerra Mundial. Mal regreso. Lo detuvieron por vagancia, pasó un tiempo en un calabozo y lo incorporaron de prepo al servicio militar en la colonia de Melilla, en el norte de África. Fueron cuatro años en los que aprovechó para estudiar árabe, lo que después le permitió dar conferencias sobre cultura hispano-musulmana. Ofreció charlas y recitales de poesía en España y Portugal, empezó a hacerse conocido como crítico de arte y recorrió su país para estudiar el folklore de todas las regiones. En ese tiempo, colaboró con el periódico francés L’Espagne Républicane. Y en enero de 1947, la publicación de su libro Cantos Esclavos le acercó elogios como poeta.

Vencer al Che en la Guatemala de Arbenz
Guevara con la médica peruana Hilda Gadea, su primera esposa.

 

El franquismo lo cercaba. Marchó como refugiado al principado de Andorra y de allí, de nuevo, a la vecina Francia. En París también vendían su futbolín. Con la asesoría legal de una organización de expatriados, consiguió que los fabricantes ibéricos y galos del juego le reconocieran un dinero interesante. Ya le habían dado plata por otro de sus primeros inventos: un atril a pedal que permitía pasar las hojas de las partituras musicales sin usar las manos. Lo había construído en el mismo hospital de Montserrat para una enfermera de la que estaba enamorado, Nuria.

Con la plata, cruzó el Atlántico y en 1952 se instaló en Ecuador. Lo siguieron algunos de sus nueve hermanos y hermanas. En Quito fundó la revista Ecuador 0º 0’ 0’’, pero enseguida se fue a Guatemala, donde continuó con la poesía y, por fin, hizo buenos negocios.

En el país que gobernaba Jacobo Arbenz, promesa de revolución con su reforma agraria, se dedicó a la comercialización de maderas. Fundó la empresa Campos Ramírez Hermanos y una fábrica de perfeccionados futbolines y otros juguetes. Parte de las abundantes ganancias que le dejaban las carpinterías se iba a la edición de libros de poesía, pero su economía prosperó lo suficiente como para hacerse de un patrimonio.

En Guatemala conoció a Ernesto Guevara. Atraído por el proceso que abrió el militar Arbenz tras ganar las elecciones de 1950, el rosarino llegó tres años después como parte de un viaje iniciático por Latinoamérica que terminaría convirtiéndolo en el Che. Se quedó nueve meses, durante los cuales trabó amistad con la peruana Hilda Gadea Acosta, economista y dirigente del Apra que colaboraba con el gobierno del “soldado del pueblo”. Más tarde se casaron y tuvieron una hija.

Finisterre, por intermedio de una hermana, comenzó a frecuentar a Gadea y a través de ella, a Guevara. Las conversaciones que mantuvo con ambos en el Centro Republicano Español, dijo, los hicieron amigos. Juró también que venció a Ernesto todas las veces que lo desafió con su futbolín. Admitió, en cambio, que Hilda le ganó todos los partidos.

En esos días y ese país, Guevara tomó contacto con refugiados cubanos. Eran parte del grupo que el 26 de julio de 1953 había protagonizado el fallido ataque al cuartel de Moncada. Esa coincidencia fue el preludio de su protagonismo en la revolución caribeña.

La estadía del gallego en Guatemala se complicó. A fines de junio de 1954, el golpe de Estado contra Arbenz coronó una operación encubierta del gobierno de Estados Unidos a través de la CIA y financiada por la corporación United Fruits Company. Se terminaba la hospitalidad para un español republicano y anarquista como él.

El secuestrador del jabón

Instalado el gobierno de facto del coronel Carlos Castillo Armas, una comitiva enviada por el Generalísimo intentó secuestrar a Finisterre. «Eran agentes franquistas. Me subieron a un avión que iba a Panamá. Yo sabía que me iban a matar o a llevarme a Madrid, e intenté pensar algo”, relató el gallego ese episodio.

“Tenía tiempo, porque los aviones eran de hélice», contó sobre esa peripecia de la que estaba orgulloso: ser el primero en secuestrar un avión en pleno vuelo. «En el baño, preparé un jabón con un envoltorio de papel de plata, como si fuese un explosivo, y salí gritando «soy un refugiado español al que han secuestrado, y si es necesario, sé cómo evitar que este avión llegue a su destino». Hubo una situación un tanto nerviosa, pero en Panamá quedé libre», fue su narración del hecho.

Algunos escritos identifican a Luis Mariñas Otero, el único diplomático de Franco en el Consulado Español de Guatemala, como el gestor del secuestro de Finisterre.

La Caja de Pandora de Frida para su amante, el “niño poeta”
Pintura de Frida, ella y su amante del fin del mundo.

 

“Mucho yo he amado en esta recanija vida. No tengo distingo entre macho y hembra al momento de satisfacer y gozar. Para mí es igual. Lo importante es el amor para saber que estoy viva”, escribió Frida Kahlo en un recetario que le había regalado el médico Efrén Villafuerte cuando la mexicana no tenía ni para comprar papel. Son confesiones que, junto a otros objetos personales, le envió la pintora al gallego Finisterre dentro de cofres adornados por ella misma, un conjunto al que llamó su Caja de Pandora.

En sus escritos, Frida ubica al editor como el tercero en la lista de sus 20 amores, que encabeza el muralista Rivero y en la que están León Trotsky y Chabela Vargas.

La lista de amores que armó Frida y le envió al gallego.

 

En la tapa de una de las cajas, Kahlo pintó un feto dorado flotando sobre un mar rojo. ¿El hijo que la mexicana quiso tener con el fisterrán? Adentro, dibujó un venado con una cara que combina la de Alejandro y la de ella, con sus cargadas cejas.

Todo ese material se lo envió Frida a Finisterre en el verano de 1954, días antes de que la encontraran muerta en su casa, el 13 de julio. Fue un año de recaídas y mejoras en los que la pintora repasa su vida, la intenta juntar con retazos y le ofrece esa amalgama a su amor del fin del mundo.

Finisterre está entonces en un embrollo, con el golpe de Estado en Guatemala, pensando en radicarse en México, como después hizo. Frida le reprocha la falta de cercanía física. El gallego guardó esas confesiones por décadas, hasta que se las envió a un editor mexicano y comenzaron a revelarse casi 70 años después, en el primer año de esta pandemia.

Es probable que el primer encuentro entre la pintora y el editor haya sido en Francia. En 1938, Frida expuso en el museo parisino de Louvre, y la bohemia española en el exilio le dio la bienvenida. Finisterre hacía entonces entrevistas para L’Espagne Républicaine, del que era secretario de Redacción. A Frida, entre otras, pero también a Picasso, que lo retrató de cuerpo entero casi travestido con la mexicana en 1958.

México, la tarea del editor, el regreso y el descanso

De Panamá, tras el episodio del avión, Finisterre se fue a México, como tenía planeado. Allí se metió de lleno en la edición de escritores republicanos y locales, como Octavio Paz. Publicó la obra completa de León Felipe, entre otras cosas. Fundó la Asociación de Escritores de México, y fue miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial del país.

A mediados de diciembre de 1975, casi un mes después de fallecer el dictador, Alejandro Finisterre efectuó un viaje a España. En Ourense fue detenido por la policía en un hotel y encarcelado. Había una vieja orden del Tribunal de Orden Público: estaba procesado por la distribución del libro Nueva antología de León Felipe. Un fiscal lo había acusado, además, de «injurias al Jefe del Estado» y condenado a un año y medio de prisión más 20.000 pesetas de multa. Lo zafó un indulto de la transición, y quedó en libertad en la tarde del 17 de diciembre. Poco después, se instaló definitivamente en su país.


Los últimos años de su vida transcurrieron en Zamora. En la ciudad castellana negoció la venta al Ayuntamiento del archivo documental de León Felipe. Algunos dijeron que obtuvo alrededor de un millón de euros. Y hubo controversia por eso.

«Conseguí la inmortalidad a los 17 años. Este pequeño juguete, que igual entra en los cuarteles que en las cárceles o en los mejores barrios de todo el mundo, es mi pequeña contribución a la humanidad, la huella de que Alejandro Finisterre estuvo aquí, de que estuve vivo”, le dijo a El Periódico en 2004.

Faltaba poco para el final. Falleció el 9 de febrero de 2007. Tenía 87 años, varias vidas y sorpresas para seguir dando. Cuando su viuda, la cantante lírica María Herrero, solicitó conocer el contenido del testamento, se lo negaron. La razón: que había sido calificado como “Secreto de Estado”.

 

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