Por Mauro Federico para Puente Aéreo Digital
A la hora de repasar la historia de los grandes imperios de la humanidad, la educación occidental suele ser injusta con el mal llamado Medio Oriente. Los programas educativos nos instruyen acerca de los romanos, de los griegos, de los chinos, pero poco o nada refieren a uno de los imperios más imponentes de la civilización antigua: los persas. La confusión suele llegar al punto de confundir a los descendientes de Ciro, Darío o Jerjes con los árabes, con quienes existen diferencias abismales, tanto políticas, económicas y geográficas, como religiosas.
Ese prejuicio propagado intencionalmente por algunas usinas de pensamiento con terminales en los centros de poder de Occidente, ha llevado a confundir el sentido mismo del funcionamiento de las relaciones entre los países que integran esa región del planeta, a la que se vincula generalmente con el terrorismo. Así, la figura de Osama Bin Laden o la del Estado Islámico (ISIS) se entremezclan con las de los Ayatolah, Nasser Nasrala o el Partido de Dios, también conocido como Hezbolah, sin otra intención que la de homogeneizar maliciosamente grupos y personajes que no solo no son lo mismo, sino que, además, tienen profundas diferencias entre sí.
La cabecera del antiguo imperio persa es lo que hoy se conoce como Irán, gobernado durante siglos por diferentes dinastías monárquicas. Durante el Siglo XX, esos gobiernos imperiales recostaron su estrategia geopolítica en un alineamiento directo con los Estados Unidos. Hasta que en 1979, un proceso revolucionario con fuerte impronta religiosa instaló una teocracia encabezada por su líder, Ruholla Jomeini, que incluyó socialmente a las mayorías postergadas y realineó la política exterior, cruzándose a la vereda opuesta de los intereses norteamericanos en la región.
Un dato para nada menor en el análisis estratégico es que quien gobierna Irán controla el estrecho de Ormuz, que es la llave de acceso al Golfo Pérsico, principal reserva petrolífera del planeta. El interés que provoca el control del petróleo convierte a la región en un escenario de permanente disputa, donde juegan fuerte los gobiernos de las naciones más desarrolladas, vinculadas con las empresas que extraen, procesan y comercializan el barril del llamado “oro negro”.
Aunque pueda parecer tedioso, un poco de contexto nunca viene mal para entender lo que está ocurriendo. El lunes pasado, en el marco de una reunión de gabinete de la que participó el Equipo de Seguridad Nacional, Donald Trump ordenó el ataque en el que fue abatido cuatro días después Qassem Soleimani, el hombre más poderoso dentro de la estructura militar y cerebro de las operaciones iraníes fuera de su territorio. El episodio se enmarca dentro de una nueva escalada de tensión en la región y preanuncia un recalentamiento de la siempre tensa relación entre ambos gobiernos.
Esta misma semana, se estrenó en Argentina un documental producido por la plataforma Netflix y realizado por un equipo británico, que volvió a avivar la polémica acerca de la muerte del fiscal Alberto Nisman, hecho al que –del mismo modo que se hizo con el atentado a la mutual judía AMIA- se intentó vincular con el gobierno de la República Islámica de Irán. Casualidad o no, la confluencia en el tiempo de estos episodios merecen una reflexión analítica sobre los alcances que las decisiones en materia de política exterior tienen fronteras adentro de un país y las implicancias sobre la vida cotidiana de sus habitantes, que parecen ajenos a hechos ocurridos a miles de kilómetros de sus realidades, pero no lo son.
En primera persona
No suelo utilizar esta forma de expresión para redactar mis columnas en #PuenteAereo, pero considero necesario hacerlo en esta oportunidad por tratarse de un relato que requiere tomar un habitualmente indeseado protagonismo en los hechos. El 19 de enero de 2015 la noticia de la traumática muerte de Nisman conmocionaba al mundo. Que el fiscal que acababa de denunciar a Cristina Fernández de Kirchner por “decidir, negociar y organizar la impunidad de los prófugos iraníes en la causa AMIA con el propósito de fabricar la inocencia de Irán” apareciera muerto de un disparo en la cabeza dentro del baño de su departamento en Puerto Madero, era un hecho institucionalmente gravísimo. Más grave incluso que la propia denuncia, que sostenía que la entonces presidenta “habría negociado levantar las acusaciones para poder realizar transacciones comerciales y comprarle petróleo barato a Irán” y que “esas negociaciones secretas habrían culminado con el memorándum de entendimiento” votado por el parlamento argentino un año y medio antes.
Esa misma tarde del 19 de enero, recibí el misterioso llamado de una fuente con la que habitualmente solía contactarme. Me citó en un lugar que no mencionaré, al que arribé puntualmente a la hora pactada. “Le van a tirar este cadáver a los iraníes”, me dijo. A esa altura de la jornada, todavía nadie se animaba hablar de otra cosa que no fuera un suicidio. Pero ya empezaban a aflorar las teorías conspirativas que esbozaban la verdadera intención de un importante sector del periodismo y la política: convencer a la opinión pública que detrás de ese hecho de sangre, estaban los mismos a los que la Justicia Federal argentina acusa de haber sido los autores intelectuales del atentado contra la AMIA. Y, por supuesto, con la complicidad del gobierno argentino.
Atiné a asentir esa afirmación sin todavía entender el verdadero sentido de aquel encuentro. Entonces opté por preguntarle directamente: “¿Y para qué me necesitan?”. La respuesta no tardó en llegar. “Sos el único que puede entrevistar a los acusados de modo ecuánime y permitirles expresar su versión acerca de lo ocurrido”, me contestó. Aún no comprendía bien a lo que se estaba refiriendo mi interlocutor. Por eso volví a interrogarlo.
─¿Vos te referís a los iraníes?
─Sí, por supuesto─ me contestó.
─¿Tenés contacto para entrevistarlos telefónicamente?─ volví a interrogarlo inocentemente.
─No, nada de teléfonos. Tenés que viajar a Irán para verlos cara a cara─ fue su respuesta categórica.
A partir de allí comenzó una larga carrera de permisos y trámites que culminó a mediados de abril con mi viaje a Teherán, acompañado por el productor del canal C5N, para el que yo por entonces trabajaba. Llegamos en la madrugada del 11 de abril de 2015 al aeropuerto internacional Imán Jomeini con el objetivo de entrevistar a uno de los acusados, el religioso Mohsen Rabbani. Seis días tardó en confirmarnos el Sheik el lugar y la hora exactas de la entrevista, que finalmente se hizo en tres partes: la primera en un aula de la universidad donde imparte clases de teología, en Qom (la ciudad religiosa de los iraníes); otra en una de las mezquitas más imponentes de la ciudad; y la tercera en la mismísima casa de Rabbani, rodeado de su familia. Nada más alejado de la imagen de un terrorista. A lo largo de las tres horas y media de charla, se prestó a contestar absolutamente todas las preguntas, sin dejar lugar a dudas respecto a su posicionamiento político, pero tomando distancia de las acusaciones en su contra, con respeto a las víctimas, pero sin piedad para con aquellos que “armaron una campaña contra el pueblo iraní, acusándonos de un atentado que jamás cometimos”. Del mismo modo se refirió a la muerte de Nisman, a quien consideró como “un hombre al servicio de los intereses norteamericanos y del Estado de Israel, que basó sus acusaciones contra nosotros en informes de inteligencia falsos”.
Mientras aguardábamos las coordenadas para acceder a aquella nota, objetivo principal de nuestro viaje, recabamos información y testimonios producto de la recorrida que efectuamos por diferentes lugares e instituciones de la República Islámica. Y pudimos verificar algo que, a la distancia, no se puede apreciar. Teherán es una de las ciudades más modernas y occidentales de todo Medio Oriente, con una arquitectura que nada tiene que envidiarle a las de las capitales europeas. Y su población dista mucho de aquella imagen que inmortalizaron las escenas documentales –y hasta cinematográficas- de un pueblo enardecido y violento, pidiendo las cabezas de los norteamericanos de aquella embajada asaltada por las hordas fundamentalistas durante el primer tramo del gobierno revolucionario (recreadas con mirada estadounidense en la multipremiada película Argo). Nos sorprendimos al conversar con hombres y mujeres que comparten los ideales y principios del sistema político en el que viven, aún con diferencias que son planteadas democráticamente en los ámbitos correspondientes (un parlamento que contempla tantos bloques parlamentarios como etnias y minorías religiosas existan). Una sociedad que conoce e identifica claramente al terrorismo, del que son víctimas cotidianamente producto del accionar de grupos contrarrevolucionarios que atentan indistintamente contra objetivos gubernamentales o de la sociedad civil, provocando daños humanos y materiales. Una comunidad con colectivos feministas –sí, feministas- que defienden un concepto difícil de refutar a la hora de definir la cosificación de la mujer en las sociedades occidentales (“ustedes piensan que nosotros somos reprimidas religiosas porque cubrimos nuestro cuerpo en público con atuendos largos y aplauden a sus mujeres que se exhiben semi desnudas en las tapas de las revistas para beneplácito de los hombres”, expresó una de nuestras entrevistadas para un documental aún inédito).
Una de las tardes que aguardábamos ansiosos la llamada para confirmar la entrevista que teníamos “pautada”, recibimos otro mensaje. En la recepción del hotel que nos alojábamos, alguien dejó un papel escrito en inglés, con una propuesta. “Si quieren entrevistar a Velayati, vengan a esta dirección, al mediodía”. Alí Akbar Velayati es uno de los iraníes acusados en la causa AMIA quien, al momento del atentado, se desempeñaba como ministro de Relaciones Exteriores de la República. Además de ser un político de trascendental participación en todo el proceso revolucionario, Velayati es médico y luego de abandonar la cancillería, se consolidó como uno de los principales asesores en materia de relaciones exteriores del jefe de Estado. Nunca había hablado del tema. Llegamos ese mediodía hasta un hospital ubicado a las afueras de Teherán. Tras una breve espera, nos recibió en su despacho. El ambiente era tenso. La custodia personal estaba integrada por miembros de la Guardia Revolucionaria y esos agentes no estaban acostumbrados a tratar con periodistas (y mucho menos extranjeros). Mientras armábamos la cámara, el traductor se acercó hasta Velayati, quien le dijo algo al oído. Luego se acercó hasta mí y me tradujo: “el general no quiere hablar del tema AMIA”. Yo lo miré atónito. Y solo atiné a responderle: “Hicimos 15 mil kilómetros para hablar de esto, no voy a evitar el tema”. La cara del traductor fue una señal del sentimiento que la situación le provocaba. Se puso pálido. Y se retiró hacia un costado. Por supuesto que no atendí la “sugerencia” de Velayati y le pregunté todo lo que pensaba preguntarle, aún a costa de la incomodidad que la situación le generó. Por supuesto que su respuesta no esclareció nada respecto al atentado, pero fue la primera vez que el acusado afrontaba la incomodidad de tener que responder públicamente una pregunta sobre un tema tan urticante. Recordemos que por estar en las alertas rojas de Interpol, ninguno de los acusados puede transitar libremente por el mundo sin que se proceda a detenerlos para que comparezcan ante la Justicia Federal argentina.
Cinco años pasaron de la muerte de Nisman. Veinticinco se cumplieron en julio pasado del atentado a la AMIA que costó la vida de 85 personas. Dos hechos que aún no han sido esclarecidos, pero en los que existen claramente posiciones encontradas respecto a sus responsabilidades. ¿Suicidio o asesinato? ¿Iraníes y Hezbollah o sirios apoyados por servicios de inteligencia locales? Sin justicia no hay posibilidad de saldar esta deuda con la memoria de los muertos. Pero con prejuicios y condenas sociales o periodísticas de seguro que tampoco contribuiremos a sanar heridas que aún sangran en el corazón del pueblo argentino.