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Irupé, la leyenda del Paraná que volvió a nuestras islas

La ninfácea de singular belleza se puede apreciar en riachos y esteros traída por la creciente del río.

Por Laura Hintze

 

Julián y su amigo llevan al menos dos horas remando por el Paraná. Pasa el tiempo y se adentran más y más entre las islas, pero no hay rastros del irupé. Una gaviota caza un pez al lado de Julián, y el pibe, contento igual, da la aventura por finalizada: se están cansando, no saben si van por el camino correcto y lo que ya han visto –decenas de aves y plantas que nunca habían conocido– les alcanza. Dejan el kayak flotando y se bajan, y un cardumen de mojarritas se les prenden de los pies. Julián está chocho. Saca el mate y con su compañero se sientan a observar el espectáculo: pájaros vecinos y extraños en su hábitat natural.

A lo lejos se vislumbra el puente Rosario-Victoria, también algunas torres, pero apenas contaminan la visión. Los ruidos de la ciudad no les llegan; sólo se escucha la isla y es un sonido más parecido al chamamé que al bocinazo. Julián se siente afortunado. La gaviota sigue revoloteando por ahí. Se zambulle, vuelve a volar. A lo lejos un pez salta. Julián reposa. Sólo le falta ver el irupé, la meta que se había propuesto ese domingo de Pascua. “Lástima. Pero el domingo que viene, volvemos”, piensa en voz alta. “Y preguntamos mejor cómo llegar”.

Una lancha interrumpe la calma. La ven pasar por un camino que a ellos se les escapó. “Si llega hasta acá es porque busca la planta”, dice él, y decide seguirla. Reman. No será mucho más. A lo lejos ven algo verde sobre el agua marrón, algo que no parece camalote. ¿Serán? Son: tres irupés. Gigantes. Los tocan, tratan de que no se rompan. Lo hicieron: delante de ellos tienen a una de las leyendas vivientes del Paraná.

Julián y su amigo ponen las manos, los pies, sienten la textura de esas hojas que parecen balsas. Van por más. Siguen remando y recorriendo. Ven flores, ven capullos, ven irupés naciendo, irupés muriendo, irupés en manada, irupés solitarios tomando sol en la orilla. ¿Qué es esa aventura? No se lo preguntan. Llegaron y sienten el éxito: vieron al irupé y tienen la certeza de que siguen vivos, siguen resistiendo. Acaso con más tenacidad o mejor suerte que otras especies nativas, sobre todo las que no tienen raíces.

Flotando en la memoria

El irupé es una planta bellísima, atravesada por varias leyendas del Litoral. Hace dos años fue noticia. “Reapareció”, se dijo de boca en boca y en los medios locales, y se reavivó la leyenda. Si reaparece es porque alguna vez se fue. Y si alguna vez se fue, puede volver a hacerlo. Y aunque bien podría tratarse de una repoblación de la zona por la crecida del río, la aventura de buscar al irupé está más bien motivada por la fantasía que envuelve a la planta. Los que parten en la búsqueda coinciden luego en que el viaje en lancha o kayak hasta el punto de referencia –cerca del Charigüé, por La Carlota, o “más allá después del puente”– vale la pena tanto como el primer encuentro con el irupé. La singular especie acuática oficia también de bandera para visibilizar y conocer un ecosistema “que está acá nomás”, y que no tiene nada que ver con el del otro lado de la costa, aunque alguna vez fueron similares.

Cuando aparece el irupé los rosarinos se convocan, hacen planes, buscan un día que quede bien a todo el grupo de amigos. Cuentan embarcaciones, preparan un almuerzo y una merienda, y sobre todo averiguan cómo llegar a verlo. La información nunca es del todo certera y la incertidumbre se vuelve el ingrediente especial de la jornada dedicada a buscar y conocer la planta. Ignacio, rosarino, uno de los tantos que hizo el camino, consideró que la búsqueda del irupé y su flor de corola blanca con corazón encarnado que se va expandiendo con los días es una forma de encuentro y reflexión sobre la vida y la naturaleza. No puede escindir a la planta acuática del instante. “Sería muy injusto hablar solo de una bella flor del irupé, de su mágica construcción y de sus inmensas hojas espinosas protectoras, sin resaltar y valorar nuestra acción de estar ahí”.

Pablo sabía dos cosas: que existían y que para verlos había que remar bastante. La primera vez que vio los irupés fue en un muro de Facebook. “Comenzaron a repetirse: un paisaje increíble, la punta de uno o dos kayaks y las plantas esas, verdes, redondas, enormes, mágicas”. Pablo recuerda que un sábado se encontró con su amigo Matías y le pidió que fuera su guía por la isla. Y armaron el plan. “Ese lunes a las diez nos embarcamos en dos kayaks con Mati, su hermana Nati y su sobrina, que se llama, nada más y nada menos, Irupé. A la par, en un bote de remos, iban Bruno y Guadalupe.

Mati ya había ido un par de veces pero no tenía claro el camino. “El río te va llevando”, me decía. “Yo confiaba”. El relato de Pablo es extenso e incluye el encuentro con decenas de personas que estaban enfrascadas en la misma aventura. Los que volvían o estaban acampando –era un fin de semana largo– les daban coordenadas. Se cruzaron con un grupo de adultos mayores, otro de amigos que andaban por los 30, un campamento de chicos del club Rosario Central. Por el relato de Pablo, vieron como treinta irupés. Algunos rotos, otros florecidos: “Todos increíbles”, afirma él.

Maravilla del agua

El irupé –o victoria cruziana; aunque cueste creerlo, todavía conserva un nombre científico otorgado en honor a la reina de Inglaterra– es una planta acuática de las cuencas de los ríos Paraná y Paraguay. Sus grandes hojas redondas como un plato o una tartera gigante pueden llegar a medir hasta dos metros de diámetro, con bordes perpendiculares que se alzan unos diez y hasta veinte centímetros del agua en que esta ninfácea flota. El reborde impide que el agua la inunde, por lo que cada hoja puede sostener gran peso y ser lugar de reposo –y de resguardo– para varias especies de aves y animales.

La flor del irupé, dicen, es una de las más lindas que existe. Nace en la noche de color blanco, y con el paso de los días se va tornando más rojiza. Llega a medir hasta 40 centímetros de diámetro. Los que vieron la planta usan otras palabras para describirlas, menos científicas, tal vez más reales: magia, aventura, encuentro, compromiso.

Alejandro habla del irupé entre risas. Desde que se propuso encontrarlo hasta que lo vio una y otra vez, el relato es el de una aventura entre amigos. La primera obsesión nació con la fantasía de refundar la leyenda de la planta. Un colega y compañero de río le contó que vio, en una foto a través de Facebook, a una chica acostada sobre un irupé. La chica estaba desnuda y Alejandro y su amigo recorrieron el río una y otra vez en busca de la planta, de la flor y de la mujer acostada ahí. Alejandro se acuerda y ríe. Habla de lo difícil que es encontrarlos: no sólo hay que saber dónde están, sino cómo llegar a ese punto. Conocer brazos del río, atravesar pantanos de camalotes, distintas profundidades, no deslumbrarse con el paisaje y recordarse una y otra vez que hay más: hay irupé. Le gusta la palabra aventura. Le gusta pensar en las sensaciones. Se acuerda la primera vez que vio la flor del irupé. “¿Qué hace una flor tan bella en un lugar donde nadie la ve?”, se preguntó. “Que te regalen una debe ser como que te bajen la luna”.

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