¿Siguen o no? La posible continuidad de las llamadas “islas callejeras”, figura establecida por el Concejo Municipal en 2017 para permitir a los comercios gastronómicos y espacios culturales ocupar porciones de espacio público, abrió un fuerte cruce entre vecinos que se oponen y beneficiarios que destacan sus virtudes, en medio de una zona gris en cuanto a su normativa. Ocurre que la ordenanza nunca se reglamentó y en cambio las islas callejeras se implementaron por decreto durante la pandemia de coronavirus para permitir encuentros al aire libre, fuera de lugares cerrados, a la par que se respetaba el distanciamiento social como forma de eludir los contagios de covid. Con prácticamente la totalidad de la población vacunada, y pasada la emergencia sanitaria, ahora el debate es otro. Y lo que fue una solución, para muchos es un problema.
Pensada desde otra realidad, la ordenanza 9.727 ensaya un giro sobre el concepto de movilidad al plantear reconvertir boxes para estacionamiento ubicados frente a emprendimientos gastronómicos o espacios culturales en pequeñas plazas o islas de descanso temporario. La lógica de la ordenanza es que más lugares de estacionamiento alientan el uso de vehículos particulares y, en lugar de contribuir a resolver la congestión vial en el centro y el macrocentro, la empeoran.
La norma, de autoría del entonces edil de UCR-1983 Martín Rosúa, se enmarcó en las “nuevas iniciativas para aprovechar de otra forma los espacios destinados al estacionamiento de vehículos”, en busca de “pensar la movilidad desde el punto de vista de las personas”. Pero desalentar el uso de vehículos particulares en áreas de calles angostas y atestadas implicaba, en ese momento, el fortalecimiento del sistema de transporte público en sus distintas modalidades.
Precisamente el artículo 5 de la ordenanza, que establece la forma de procedimiento, plantea que por la instalación de una isla callejera –cuyo diseño debía ser aprobado por el Ejecutivo municipal– se implementaba el pago de un arancel, cuya recaudación se destinaría al Fondo Compensador del Transporte Urbano de Pasajeros.
Además, la ordenanza 9.727 establece límites claros: las islas podían abarcar viviendas linderas, “siempre que el interesado acredite contar con la autorización de su vecino”. Y el espacio, además, no puede ser de “uso exclusivo” de un local, sino que prevalece el “uso público”.
Por lo demás, la norma establece que los diseños debían ser de estructuras que se pudieran remover, que debían mantener distancias respecto de garajes particulares o estacionamientos; no podían superponerse a paradas de ómnibus o taxis, ni menos obstaculizar rampas para personas con movilidad reducida, ni en esquinas o lugares de paso de peatones, entre otras limitaciones. Y debían estar construidas con materiales sustentables, obligatoria presencia de vegetación en los diseños, y tener una estructura “temporal y liviana”: el programa establecía un año de permanencia, prorrogable por uno más.
El bicho cambió todo
La ordenanza 9.727 quedó promulgada de hecho, sin reglamentación. Pero la figura se recicló en el decreto 1.259, que no menciona en ningún momento la ordenanza ni se refiere, en rigor, a las islas callejeras. Publicado el 29 de septiembre de 2020, cuando todavía faltaba un trecho para el comienzo de la vacunación masiva contra el covid-19 en el país, pero todos los departamentos de la provincia de Santa Fe estaban incluidos en el modelo de “Dispo” (Distanciamiento social preventivo y obligatorio) que reemplazó a la cuarentena estricta, Aspo. Por entonces se iban estableciendo protocolos de funcionamiento por rubro y el comienzo de la primavera con el aumento de temperaturas era una buena noticia: “los espacios cerrados, sin ventilación, facilitan la transmisión del virus”, decía el decreto nacional 754, del 21 de septiembre, que prorrogó la emergencia pero habilitó más actividades y mayor circulación de personas, apertura que se venía implementando en forma paulatina.
El Ejecutivo municipal se hizo eco y rehabilitó la actividad gastronómica con cumplimiento de protocolos, para lo cual “los espacios al aire libre se han presentado como una alternativa importante” al poder garantizar las condiciones indispensables: “Mantener distancia mínima de 2 metros, utilizar tapabocas en espacios compartidos, higienizarse asiduamente las manos, toser en el pliegue del codo, desinfectar las superficies, ventilar los ambientes y dar estricto cumplimiento a los protocolos de actividades y a las recomendaciones e instrucciones de las autoridades sanitarias provinciales y nacionales”.
En esa línea, el decreto 1.259 habilitó “la posibilidad excepcional de utilizar, para el desarrollo de la actividad gastronómica, lugares adicionales a los ya habilitados, entre los que encuentra la utilización temporal, a estos fines y bajo estrictas normas de seguridad y sanidad, del espacio público”.
Así, ante “la necesidad de dar respuesta a una demanda social y excepcional de ocupación extraordinaria del espacio público”, el intendente Pablo Javkin habilitó “la colocación de mesas y sillas en el espacio público” por parte de los locales gastronómicos habilitados. La disposición iba a regir mientras se prorrogara el Distanciamiento, con autorizaciones excepcionales a pedido de “los titulares de habilitaciones para actividades gastronómicas vigentes”.
El decreto municipal dejó constancia, además, de que se trataba de un “acto discrecional”, “de naturaleza precaria”, “revocable en cualquier momento”. Pensado desde la emergencia sanitaria, ya no desde la movilidad o el desaliento al uso de vehículos particulares, no estableció canon alguno –la actividad gastronómica sobrevivía a duras penas, con gran número de cierres de establecimientos, y el transporte público atravesaba una crisis inédita, con los ceses de tareas más extensos en la historia de la Unión Tranviarios Automotor en Rosario– y la única obligación de los solicitantes aprobados era la contratación de un seguro, el mantenimiento de la limpieza y la reposición o reparación de mobiliario urbano e infraestructura pública si había algún daño.
Perdidos en el espacio
Pasadas la vacunación masiva y la emergencia sanitaria, las instalaciones en el espacio público permanecen. Son un paisaje característico que se expandió, especialmente en el barrio de Pichincha, con islas callejeras y ocupación de veredas, aunque esta última también está presente en toda la ciudad. “Los comercios están utilizando esta medida excepcional de manera anárquica”, había denunciado en septiembre de 2022, tras dos años de sancionado el decreto 1.259, la concejala Fernanda Gigliani. En mayo del año pasado la concejala de Iniciativa Popular presentó un pedido de informes que fue aprobado pero no respondido, y en febrero de este año su par Silvana Teisa, de Trabajo y Dignidad, presentó otro pedido de informes, a partir del traslado de una parada del transporte público para privilegiar una isla callejera, cuando debería haber sido exactamente al revés. Por entonces, la respuesta del Ejecutivo municipal dio cuenta que se estaba trabajando en la reglamentación de la iniciativa original, la ordenanza 9.727. Pero en ambos se inquiría sobre el pago –si existe– del canon y su destino, y del control y regulación, ya que las islas callejeras se multiplicaron, la ocupación con mesas y sillas del espacio público también, pero la situación no se encuadra ni en la normativa original ni en la excepción por una emergencia sanitaria que ya no está vigente.
La situación volvió a inflarse esta semana con el pedido –y campaña para promocionar– de la Asociación Empresaria Hotelero Gastronómica y Afines de Rosario (Aehgar) en favor de la permanencia definitiva de las islas callejeras y la instalación de más. “Tienen un montón de ejes positivos para la ciudad”, manifestó el titular de la cámara empresaria, Alejandro Pastore, listando desde la seguridad urbana por la presencia de personas en el espacio público, hasta la sustentabilidad: “Reemplazamos un auto por gente sentada”, valoró. El directivo de La Maltería también marcó que los encuentros al aire libre conforman una tendencia en el mundo, y que son la preferencia de quienes residen en Rosario como de quienes visitan la ciudad por turismo. De igual modo trazó la distinción entre las islas armadas con vallas y conos –“excepcionales por pandemia”– y “un espacio delimitado con barandas, mucho más seguro y que quede de manera fija”, lo que representa “una escala de inversión” que beneficiaría “incluso al sector metalúrgico”. La mención no pareció caprichosa: la concejala justicialista Teisa proviene de la UOM.
También el vice segundo de Aehgar, Carlos Mellano, de AquaBar, destacó las “bondades” en terminos de seguridad y de atractivo que brindan las islas callejeras, aunque reconoció que hay vecinos que están lejos de apreciarlas. Ambos empresarios se remitieron a la ordenanza de 2017 como esquema a futuro, dejando atrás la excepción de la pandemia, y resaltaron al sector gastronómico como un “pilar” del turismo receptivo de la ciudad.
Pero el entendimiento con vecinos cercanos a los locales va a ser cuanto menos ríspido. Aehgar, como parte de la campaña, difundirá videos en sus redes sociales para resaltar las cualidades de las islas callejeras para beneficio general, más allá de la posibilidad sectorial de asegurar “al menos 16 cubiertos más”, gracias al espacio público.
Pero entre los puntos que están pendientes de resolución, que deberían debatirse y plasmarse en una regulación de las islas callejeras, la concejala Gigliani mencionó si en su interior se puede o no instalar equipos de sonido, dónde y bajo qué circunstancias podrían instalarse. “Todo en un marco que garantice la convivencia de los locales comerciales, su actividad y la vida cotidiana de los vecinos”, aclaró.
En este contexto, vecinos del barrio de Pichincha pusieron el grito en el cielo. “Con el criterio que plantean los empresarios gastronómicos nos preguntamos si otros empresarios, del rubro que fuera, no tienen el mismo derecho de ganar el espacio público”, plantearon.
“Esto a los vecinos les molesta porque en la ventana de su casa tienen dos o tres mesas. A veces ponen las mesas en la entrada de los vehículos”, sostuvo uno de los miembros del grupo de Instagram “Vecinos de Pichincha”, quien hasta vinculó la mayor presencia de personas en el barrio con la imposibilidad de descansar y hasta con el narcomenudeo. “En nuestro grupo tenemos al menos una decena de vecinos que malvendieron sus propiedades para irse a otro lado”, se quejó.
Otra vecina abundó: “No respetan distancia de paso en las veredas de metro y medio, horario de estacionamiento medido, insonorización de locales… El vecino residente fue excluido de los derechos constitucionales al descanso nocturno y libre circulación”.
Con todo, para la concejala Gigliani, “el problema es que el Estado no está siendo el garante de la convivencia”. Y definió: “El municipio no está ocupando ese rol. Necesitamos avanzar en un acuerdo maduro entre todos los sectores. El espacio público es utilizado en todo el mundo, pero con responsabilidad. Con normas claras y un Estado presente que garantiza su cumplimiento. Si cumplimos estas condiciones podemos avanzar, de lo contrario la situación se vuelve anárquica”.