La cámara doméstica de Abraham Zapruder, residente en Dallas, Texas, siguió filmando la terrible escena mientras él gritaba: “¡Lo han matado! ¡Lo han matado!”. Eran las 12.30 de un luminoso mediodía, aquel viernes 22 de noviembre de 1963 en Dallas, Estados Unidos.
Durante unos segundos pareció que el tiempo se había detenido en la plaza Dealey de Dallas, paralizada por las balas de un asesino. El auto negro descapotable que llevaba al presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy, al gobernador de Texas John Connally y a sus respectivas esposas se desvió en forma brusca. Los agentes del servicio secreto no se inmutaron. Kennedy se movió hacia adelante, herido. Luego hubo un ruido infernal. En total fueron tres balas.
Espantada, la primera dama Jacqueline Bouvier Kennedy intentó escapar hacia la parte trasera del vehículo, mientras un guardaespaldas se trepaba al auto intentando protegerla.
En medio del desconcierto y el estupor, el auto oficial se dirigió velozmente hacia el Parkland Memorial Hospital, con el presidente tendido en el asiento de atrás.
Media hora después se anunció una noticia que recorrió el mundo como reguero de pólvora: durante una gira política en Dallas habían matado a JFK.
A las 13.45, la policía de Dallas detuvo en una sala cinematográfica a un sospechoso: Lee Harvey Oswald, empleado del Texas School Book Depository, de donde se dijo que provenían los disparos realizados con un rifle con mira telescópica.
Dos días después, el domingo 24 de noviembre, millones de personas veían por televisión el traslado de Oswald desde la cárcel de Dallas a una prisión del condado. De repente, el propietario de un club nocturno, Jack Ruby, avanzó entre la multitud y disparó a quemarropa al estómago de Oswald con una pistola calibre 35. Oswald murió a los pocos minutos, y su deceso impidió conocer quiénes habían sido los instigadores del magnicidio.
El extraño “silenciamiento” del presunto asesino y otros detalles oscuros del atentado dieron lugar casi instantáneamente a toda una serie de teorías sobre la responsabilidad del crimen.
Para colmo, la explicación oficial, el informe Warren de 1964, no fue suficiente para aliviar la perplejidad de la nación. El asesinato de Kennedy se convirtió en una especie de obsesión nacional.
“¿Dónde estabas cuando mataron a Kennedy?”, es la pregunta con la que se identificó a una generación de norteamericanos.
Cuando Lyndon Baynes Johnson juró como trigésimo sexto presidente estadounidense a bordo del avión Air Force One, tres horas después del asesinato, la leyenda de Kennedy había crecido enormemente, y se oscurecieron ciertas realidades, como la violenta división de la nación respecto de los derechos civiles y la creciente intervención en Vietnam.
En los años siguientes, mientras la inclinación hacia la violencia se reafirmaba una y otra vez, Camelot (nombre de la fortaleza del rey Arturo), la utopía mítica del musical de Broadway de Lerner y Loewe (con la que Jacqueline comparó el breve mandato de su marido), pareció cada vez más dorado, un símbolo de lo que hubiera podido ser.
Kennedy había nacido el 29 de mayo de 1917 en Brooklyn, Massachussets, en el seno de una acomodada familia católica de origen irlandés. Fue el segundo de un total de nueve hermanos y llegó a ser el miembro más destacado del clan fundado por su padre, Joseph, y sostenido por su madre, Rose, quien enfrentó con entereza las mil tragedias que se abatieron sobre ellos.
Afiliado desde muy joven al Partido Demócrata, en 1952 fue elegido senador por el estado de Massachusetts, y un año después se casó con Jacqueline Bouvier, con quien tuvo dos hijos: Caroline y John.
Luego de asumir el liderazgo del ala liberal de los demócratas, el 8 de noviembre de 1960, a los 43 años, Kennedy ganó las elecciones presidenciales por un escaso margen frente al republicano Richard Milhouse Nixon (logró el 49,7 por ciento de los votos contra el 49,5 de su rival), tras una campaña que incluyó por primera vez los debates televisivos. Se convirtió así en el segundo presidente más joven de su país, después de Theodore Roosevelt, y en el primero católico de la historia de Estados Unidos, aunque no pudo disponer sino de una reducida mayoría demócrata en el Congreso norteamericano.
Durante su breve mandato tuvo lugar la invasión de Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles de Cuba (punto de mayor tensión durante la denominada Guerra Fría), la construcción del Muro de Berlín, el inicio de la carrera espacial, la consolidación del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos, así como los primeros acontecimientos de la Guerra de Vietnam.
El éxito de la Revolución Cu-bana y la difícil situación en los países latinoamericanos hizo que Kennedy lanzara su Alianza para el Progreso, un programa económico que tenía el objetivo de promover el desarrollo en América latina y combatir así la influencia que tenía el comunismo encarnado en los ideales revolucionarios cubanos.
Su asesinato ocurrió en mo-mentos en los que gozaba de una gran popularidad y mientras se preparaba para buscar su reelección en los comicios presidenciales de 1964. Pero para muchos analistas de la época los resultados de la política en su tercer año de mandato no eran del todo satisfactorios. Así, más que por los logros concretos, sus “mil días” de gobierno son recordados por la nostalgia de lo que pudo ser. Poco después de la muerte de JFK, su mujer, Jackie, aseguró que la presidencia de su marido había sido un momento excepcional en la historia norteamericana en el que, como en la leyenda del rey Arturo y Camelot, habían parecido posibles todos los cambios y las reformas.
En tanto, según declaró el fiscal Jim Garrison, quien investigó al magnicidio, la Agencia Central de Inteligencia (CIA), el FBI y el ejército norteamericano estuvieron detrás del asesinato de JFK.
Para el fiscal Garrison, “Oswald no mató a nadie”. Con todo, 50 años después, el magnicidio que estremeció a Estados Unidos y al mundo entero continúa sin ser esclarecido. Mientras tanto, la leyenda de JFK sigue viva.