Liliana Olguín y Cristina Gentile – Dirección de Salud Mental del Gobierno de Santa Fe
Producción Agustín Aranda
Arthur Fleck, el protagonista de Joker, es un excluido. Está desprotegido por un Estado que no da abasto y encima lo achican. ¿Les suena? En la primera secuencia de la película escuchamos en la radio cómo la basura es un problema sin solución y las ratas crecieron hasta convertirse en “superratas”. Fleck vive en una ciudad caótica, donde cierran negocios (hasta a él lo despiden), y la grieta entre ricos y pobres es cada vez más profunda. Pero además es una persona con un padecimiento subjetivo importante al que le quitan su medicación y el único espacio donde una trabajadora social lo contiene. De ahí en adelante los síntomas de Fleck crecen y el sufrimiento le toma todo el cuerpo. Este comediante frustrado está solo, en problemas y como todos, necesita ser visto para poder existir.
Escena perdida
Fleck vive en una ciudad donde el Estado está en su mínima expresión. Queda claro cuando lo vemos caminar los centros de salud, donde sólo ofrecen encierro para quienes no tienen adónde ir. En una escena él está en la habitación del hospital con su madre convaleciente. No hay nadie más. Sólo vemos la luz de un televisor encendido, el gran organizador de la sociedad.
La ausencia vuelve en otra escena, cuando él va a buscar la historia clínica al hospital psiquiátrico en el que había estado internada su madre. De nuevo, solo vemos pacientes sentados en el pasillo, y ningún médico, psicólogo o psiquiatra, ni de casualidad. A Fleck lo atiende un hombre que está detrás de una reja. “Veo que no estás bien, pero no puedo ayudarte. Sólo soy un administrativo”, le dice el trabajador. El remate de la escena, como el de un mal chiste, es peor. Aun cuando lo ve mal, el administrativo le cuenta un poco del pasado psiquiátrico de su madre y de él. Fleck, ya al límite, le roba la carpeta sin que nadie lo detenga y descubre las mentiras de su madre, su pasado de abuso y maltrato. Esa verdad lo empuja un paso más a buscar a todos los que lo maltrataron. Ahí nace, en parte, el Joker.
Hoy
Ciudad Gótica es un buen reflejo de la actualidad: quien tiene problemas y no tiene recursos es un fracasado dentro de un sistema donde el éxito –aplicado a cada cosa que hacemos– es la única meta. Para muchas personas triunfar es llegar a la televisión y ganar los 15 minutos de fama que definió el artista plástico y cineasta Andy Warhol. Hoy podemos pensar que sea “volverse viral” en redes sociales.
El protagonista de Joker fantasea con brillar en el programa de Murray Franklin, un comediante que se burla de los demás o e incluso propone, como chiste, que la solución para el problema de las “superratas” de la ciudad es traer a un “gran gato” para que se las coma. La película repite la fórmula: quienes son pobres, discapacitados, tienen padecimientos psíquicos o toda persona diferente debe ser destruida, encerrada, aislada y separada. Es la única solución. Y si entendemos a la historia dentro del universo de Batman, la única respuesta para la enfermedad de una ciudad (o un país) es que un superhéroe la salve. Alguien que tenga magia o algún superpoder. En estas historias nadie busca resolver los problemas con un proyecto político colectivo al que sostener en el tiempo.
Peligro
Hay que dejar algo claro: quien tiene un padecimiento psíquico no es peligroso. Fleck no es un sociópata. Es el resultado de una patología psiquiátrica que explota por la desprotección. Y eso vale para cualquier persona excluida. Todos podemos llegar a esa violencia. Aún quienes parecen más adaptados pueden hacerlo en las circunstancias indicadas. Es como en la película Un día de furia (1993) con Michael Douglas, donde el actor hace de un estadounidense limpio y ordenado que es despedido y agredido por una sociedad cruel de la que se va a vengar.
Que todos podamos llegar a esa violencia y que el sistema expulse a cada vez más personas es la razón de la revuelta de ciudadanos y ciudadanas al final de Joker. Los disparos de Fleck en el prime time televisivo son sólo el último empujón.
Diferencias
La Ciudad Gótica tiene algunos puntos en común y muchas diferencias con Santa Fe. Cuando vemos a una persona con padecimientos psíquicos (mal llamados “locos”) el instinto es cruzarnos de calle. Los centros de salud en Argentina no pueden “cruzarse de calle” porque así lo dice la Ley de Salud Mental. Esas personas deben atenderse como cualquier otro enfermo de gripe en los hospitales generales. La red pública santafesina –con más de 770 centros de salud– está preparada para asistir a personas con problemas psíquicos. No es fácil. Más cuando el gobierno nacional entregó menos recursos al degradar el Ministerio de Salud a Secretaría.
La crisis en Argentina generó un aumento de la demanda en salud mental y Santa Fe contestó con más espacios y más contención. Más de 2 mil personas en Rosario son atendidas en los 40 centros de salud públicos que dependen de la provincia. En Santa Fe otras 7.500 personas encuentran cada día un lugar en los más de 140 talleres, centros de día, y espacios de producción o arte. Algunos lugares de producción están en camino a ser cooperativas y soñamos con que puedan resolver la autonomía económica de quienes asisten.
La contención del Estado en Santa Fe llega hasta haber creado una quincena de residencias de ex pacientes de hospitales psiquiátricos como el Agudo Ávila, Oliveros o el Mira y López para que puedan volver a vivir en las ciudades. Cada día son monitoreadas por equipos de la dirección de salud mental que los ayudan a construir sus vínculos con el mundo.
Son tiempos difíciles, pero tenemos algo en claro: si no hay espacios para encontrarse con otro, quienes están afuera del sistema quedan en soledad y en la desesperación. El peligro no es el loco, es la exclusión.