Lo salvó Romero con tres atajadas determinantes. Y lo ganó Messi con una genialidad propia de su jerarquía extraordinaria. Argentina jugó uno de los peores partidos en el ciclo de Sabella. Estuvo cerca de perderlo en un segundo tiempo desconcertante, de medias caídas por el desgaste infructuoso, de camisetas rojas que achicaban espacios y se multiplicaban en ataque.
Y tuvo que aparecer Messi con una definición de su copyright, cuando el partido se encaminaba irremediablemente a un frustrante empate, para darle la sufrida y trabajosa victoria a la Argentina. Con ese plus que distingue a los elegidos, Lionel transformó una jugada que parecía intrascendente en un grito trascendental.
Messi hizo la diferencia. Pero no encuentra socios futbolísticos para que el funcionamiento ofensivo goce de buena salud, como sucedió en la etapa de clasificación. Di María, Agüero e Higuaín llegaron maltrechos al Mundial.
Y en consecuencia no aparece una segunda carta fuerte que pueda acompañar a Messi. Y contra rivales de primer nivel, no sólo se necesita solidez estructural, sino también dos o tres individualidades de rendimiento superlativo para aspirar a hacer historia. Irán, adversario de cuarta categoría mundial, le mostró la realidad de otra floja actuación.
En 180 minutos mundialistas, Argentina apenas pudo desplegar lo mejor de su repertorio en el cuarto de hora posterior al segundo gol de Messi contra Bosnia. No más que eso. No aparece el cambio de ritmo, la precisión en velocidad ni la explosión que muestran otros equipos, como Holanda, Francia y hasta Colombia.
Argentina viene exhibiendo un fútbol previsible. Que Bosnia e Irán supieron controlar en el desarrollo, aunque no así en el resultado. Si Agüero, Di María e Higuaín potencian su rendimiento, se transformarán en el ancho de espadas y en los siete bravos de la baraja de Sabella. Entonces habrá más truco de Messi y menos necesidad de cantar la mentira con las perdedoras.