Esta semana tuvimos la gran oportunidad de escuchar a Shari Diamond y John Gastil, dos expertos estadounidenses, consultores en el tema de juicios por jurados a nivel internacional por sus investigaciones y sus experiencias, que visitaron nuestra provincia para hablar de la temática. El juicio por jurados es un viejo mandato desoído de nuestra Constitución nacional. Desde los inicios, nuestros constituyentes señalaban al jurado popular como el sistema de juzgamiento propio de una República.
En los últimos años, varias provincias del país han iniciado sus procesos de discusión por la instauración de jurados populares. Al impulso de Neuquén le siguió la provincia de Buenos Aires, luego Chaco y Río Negro –aunque estas dos últimas todavía no han implementado el sistema–.
La importancia del jurado popular, compuesto únicamente por ciudadanos, es vital para recomponer la confianza de la ciudadanía en la Justicia.
Hace unos meses, el gobernador envió a la Legislatura provincial el proyecto para instalar los juicios por jurados en Santa Fe. Hemos señalado, con anterioridad a dicha decisión, la necesidad de que Santa Fe cuente con juicios por jurados. En coincidencia, celebramos sinceramente esta actitud del gobernador y brindamos todo nuestro apoyo a la iniciativa y al debate.
Claro que cuando se inicia la discusión proliferan dudas, temores y resistencias frente a un nuevo sistema de enjuiciamiento que pretende instalarse al interior de otro que lleva años trabajando de una misma manera. En buena medida, las experiencias en provincia de Buenos Aires y Neuquén han colaborado en desmitificar muchos de estos temores: los jurados son capaces de arribar a veredictos ajustados a derecho; son sensatos en sus decisiones; no juzgan por sus emociones sino por la prueba que se presenta en el juicio; no son permeables a artilugios de las partes o influencias de los medios de comunicación, y no tienen ni más ni menos prejuicios que los propios jueces profesionales.
Quizás la resistencia más evidente en la discusión por la instauración de los jurados es la respuesta a una pregunta central: ¿cómo decide el jurado? ¿Por mayoría especial o por unanimidad?
Existe un temor muy grande a la unanimidad como requisito para arribar a un veredicto. Podemos ciertamente imaginar a qué se debe este temor, principalmente porque no existe experiencia semejante en nuestra democracia. Menos aún los representantes políticos, que acostumbramos a tomar nuestras decisiones en general por mayorías. La posibilidad del consenso, de la decisión unánime, nos asusta porque centralmente la experimentamos muy pocas veces en nuestra democracia.
Sin embargo, la unanimidad es posible. Los jurados en el mundo llegan a la unanimidad todos los días. Y es, sin duda alguna, el resultante del ejercicio democrático por excelencia: la deliberación.
Deliberar implica discutir con otros nuestros puntos de vista, implica revisar puntos divergentes hasta alcanzar acuerdos. Cuando optamos por la regla de la unanimidad estamos diciéndole al jurado que debe deliberar profundamente sobre la prueba, que debe poder escuchar a todos los integrantes del jurado, que debe atender a las diferencias, que deben lograr un consenso, siempre que este sea posible. No hay ningún modelo que respete más el disenso que la unanimidad.
La unanimidad previene que la mayoría decida no escuchar a las minorías en el jurado y, del mismo modo, evita que las minorías resuelvan por sí mismas. El único modo de garantizar deliberaciones profundas es a partir de la exigencia de la unanimidad. Bajo esta norma, las cifras mundiales indican que en el 95% de los casos el jurado arriba a un veredicto y, cuando no lo hace, es porque las pruebas aportadas no fueron suficientes; en esas ocasiones, se realiza un nuevo juicio, y el jurado en la mayoría de las casos, termina condenando. Es tiempo que le devolvamos a la ciudadanía el poder de juzgar que por más de 150 años le hemos vedado.
(*) Diputada nacional del Partido Demócrata Progresista