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Julián López: «Ahora nos cuidamos más de decir barbaridades, pero la tasa de femicidios no baja»

Con un lenguaje propio de las traducciones al español de las novelas del último siglo, el escritor construye "El bosque infinitesimal", un texto hilarante que cuestiona a un positivismo científico cuyo imaginario llega al presente interviniendo en el deseo y la construcción de las masculinidades
Dolores Pruneda Paz, Télam

Con un lenguaje propio de las traducciones al español de las novelas decimonónicas publicadas en el último siglo, una escritura que podría leerse en los clásicos de aventuras de las colecciones Billiken o Robin Hood, el escritor Julián López construye El bosque infinitesimal, una novela hilarante que cuestiona a un positivismo científico cuyo imaginario llega a nuestros días interviniendo en la sinuosidad del deseo y la construcción de las masculinidades.

Calesas, levitas, orates, galenos, zíngaros, jamelgos, turbas, hogazas, chelines, pieles cetrinas, pundonor, gallardía: la lengua utilizada por López (Buenos Aires, 1965) en la novela recién publicada por Random House, sobre la cual dialogará en una charla abierta y gratuita el 20 de febrero a las 18 en el Jardín Balneario del Viejo Hotel Ostende, usa “una lengua que es nuestra lengua, pero no es nuestra lengua”.

Así lo definió alguna de sus lectoras en Twitter, una definición que a López le pareció de lo más certera, “una lengua anacrónica”, dice en diálogo con la agencia de noticias Télam el autor de los poemarios Meteoro (2020) y Bienamado (2004) y de las novelas La ilusión de los mamíferos (2018) y Una muchacha muy bella (2013), docente en la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad de las Artes y coordinador desde 2006, junto a Selva Almada y Alejandra Zina del ciclo Carne argentina, una vidriera de escritores, lenguajes y formas de producción literarias.

El bosque infinitesimal es una crítica del método científico, cuerpos sobre los que se experimenta y se deja constancia fílmica sin rostro, deseo de experimentar en los vivos, la administración de la salud de nuestro tiempo, la ciencia anudada a conceptos morales del bien y el mal en tanto sanidad, enfermedad, corrupción, deformidad. Una mirada sobre masculinidades misóginas y formas de entender lo femenino. El bosque es, entre montones de otras cosas, la colonización que llega a nuestros días, algunas formas de usar la lengua, la fascinación por la aventura y la ciencia ficción de una época.

Lo que el autor lee en esta novela suena conocido y desconcertante a la vez, porque dice «este no es un señor extranjero al que tradujeron para que lo leamos en español», entonces ¿por qué escribir así? Puede ser un Verne, un Conan Doyle, pero es de esta triple frontera de Constitución, San Telmo y Barracas donde vive y da entrevistas, es en Buenos Aires donde nació.

«El juego –dice Julián López– es para que reconozcas todo el tiempo eso, pero a la vez no hay una pretensión de erudición sino de parodia. Fue un universo que encontré fácilmente: fin del siglo XIX, ciencias médicas, higienismo, una época cultural que siempre me deslumbró, que me parece maravillosa y horrible porque termina en el siglo XX de las masacres, el siglo del horror. Además, el discurso médico visto en perspectiva parece también una gran fuente de equívocos y absurdos: la voluntad de luz, la idea de que el futuro iba a sacarnos de la ignominia y que la ciencia era el salvoconducto al bienestar y la felicidad comunes. Apenas rascás un poquito ese discurso te das cuenta que no ha cambiado: así como la Revolución de Mayo fue la libertad solamente para varones blancos y propietarios, el siglo XX era la promesa del bienestar para todos en tanto fueras blanco varón hegemónico y propietario. La fascinación con Frankenstein, Drácula, lo gótico, Pigmalión, con la idea de que la hegemonía tiene una de sus avanzadas en la pedagogía, una noción de bondad que necesita de un bruto o un salvaje para educar».

Se reflexiona sobre una masculinidad antigua, que es del siglo XIX, pero que probablemente llegue hasta nuestros días. En la novela se leen cosas que ya no se dicen pero que probablemente algunos sigan pensando, cuestiones llevadas al paroxismo como la conversión de la asistenta Ávida en la autómata María Lange, ella joven, sin instrucción y de escasos recursos, por un reconocido científico: «Estamos parados sobre ese paradigma que ahora empezó a crujir pero tampoco tanto. Antes, el nivel de naturalización era pavoroso, ahora todos nos cuidamos más de decir barbaridades, pero la tasa de femicidios no baja, entonces hay algo que sigue funcionando en el sentido de que lo masculino ve a lo femenino como una amenaza y en algún sentido estos personajes hacen eso, ven a alguien que ellos consideran desvalido, que en realidad nadie dice que lo sea, y accionan sobre ellos considerando que su voluntad es servirlos».

Ávida, qué nombre para el contexto narrado de este personaje: femenino, joven, asistente de varones mayores, a diferencia de ella, instruidos. «Surgió de un equívoco. A esto lo empecé a escribir hace 20 años, unas 50 páginas que abandoné, toda la primera parte; estaba viendo la tele, Canal A, y aparece David Viñas mencionando a una amiga mía. Entonces me levanto corriendo para ir a escribirle un mail a mi amiga y en vez de escribir David escribí Ávida. Y cuando leí eso dije «esto es un personaje».

Todo eso sin predictivos, ni autocorrectores, ni inteligencia artificial. Respecto de esta variable, el autor planteó: «Diría que en los nombres de los personajes encontré la novela. Blavatsky es una ocultista inglesa de la sociedad teosófica de aquella época, Gudmundsdöttir es el hijo de Björk. Los nombres de las ciudades son todos inventados, por eso digo que es todo falopa, todo hace como que fuera el siglo XIX pero es todo un verso atómico».

De todos modos, al leer, aparece un mundo muy coherente, que es ése, y no le importa si es el siglo XIX o qué es. «Es hacer funcionar un mundo, lo único que después tenés que cuidar es no irte demasiado al carajo, en el sentido de que ese mundo pueda contener la invención y que no se dispare tanto», dijo.

Y sobre si tuvo que controlar mucho esa parte, profundizó: «La verdad que no. Yo abandoné ese texto inicial y lo encontré de casualidad en una casilla de mail antigua, a fin de 2020, en pandemia, leyéndonos cosas con una amiga. Dije «esto es una porquería», pero empecé a leer y dije «no sé, me meto a ver qué». Pensé que iba a ser muy difícil recuperar el tono y no fue así, algo empezó a funcionar otra vez. Además de la cosa burlona que a mí me divierte mucho. Padezco mucho la escritura, soy muy neurótico escribiendo, soy el lugar común del escritor, pero en esta novela me reí mucho escribiendo. Yo soy un tipo que en general tengo humor, soy el chistoso de mi grupo de amigos, y esta novela apareció así, y me hizo muy feliz, en algún momento dije «estos me van a matar», pero no lo podía detener, era así como el material iba apareciendo».

Con relación a si hay muchísima predisposición en ese aceptar lo que viene, expresó: «Eso es por vejez, es decir, lo que aparece es esto, yo empecé a escribir grande, no tengo ilusiones del tipo «yo quiero ser tal escritor». Publiqué el primer poemario en 2004, tenía menos de 40, y a la primera novela la publiqué a los 46. Yo escribo desde que tengo recuerdo. Lectura y escritura para mí son la misma tarea, una tarea que agradezco mucho pero que me asaltó, escribo desde que soy chico, no es que me puse a pensar qué quiero ser o si iba a escribir».

Y profundizó, acerca del tiempo que lleva escribiendo y de haber publicado de grande porque quizás no se veía en el rol de escritor: «Me complicaba un poco la figura social del escritor, entonces alejaba de mí la posibilidad de consagrarme a mí mismo como escritor, hasta que fui grande. En general, mis amigos escribían, empezaban a publicar y había algo raro. Si yo también escribo, nos juntamos todos a leer, yo leo… entonces en un momento fue, «bueno, es así». Y agradezco que me haya pasado. Contener eso genera mucho dolor y escenas de repetición muy frustrantes».

El texto plantea la cuestión de la sinuosidad del deseo, de tenerlo cara a cara, tan claro todo, y así y todo despreciarlo. En lo siniestro de esta novela está el miedo al propio deseo, a ser uno mismo: «Por eso Gut es todo, es varón, mujer, es un monstruo, es un ser sublime, es absolutamente todo… eso es abrumador, aterrador y en algún sentido diría que comprensible, en la necedad de los protagonistas está el miedo ante el vacío».

Hay también una reflexión sobre qué es lo bello. En lo siniestro y en cierta cosa performática del horror el protagonista encuentra la belleza. «Absolutamente, es lo siniestro de lo familiar que uno está todo el tiempo reprimiendo, hasta que te das cuenta de que estás agotado de reprimirte y querés entregarte, morirte».

El libro habla de la omnipotencia y omnipresencia de la ciencia, y apenas al empezar se cuela un vademecum que parece un herbolario de brujas blancas. Hay un diálogo entre lo científico y la presunta superchería, aparece otra vez esa cosa misógina de cómo se cargan a todas esas brujas, otra vez el varón blanco, para hacerse cargo de toda esa ciencia, apropiándose de un saber que acusan de supersticioso. «Por supuesto, y además te voy a decir una cosa, hablaban de raspadura de unicornio. Es verdad que existía eso. Se apropian de ese saber. Eso es lo que hace la ciencia, vas al Amazonas y las farmacopeas están sintetizando las plantas sagradas de los Incas. Es lo que hace el hombre blanco: todo lo quiere, todo lo sintetiza, todo lo industrializa y lo produce».

Ese colonizar está presente en toda la trama de El bosque infinitesimal. En ese sentido, el autor cerró: «La cultura occidental es eso, en Europa se dice que el Antropoceno empezó en 1950, cuando se encontró uranio como residuo geológico de las bombas atómicas, pero en el sur se dice que empezó en 1492 con la llegada de Colón. Para nosotros la bomba atómica había explotado cinco siglos antes, con la conquista de América».

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