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Kempes, Diego y nadie más

El primer Mundial que recuerdo fue el del 78. Imágenes que se acumulan y parecen desperdigadas en la memoria. ¿Papá cuantos goles tenemos que hacer? Seis. ¿Y se pueden hacer seis goles? No. Por eso, ese partido fue una especie de milagro, donde todavía veo a Kempes correr con los brazos abiertos y abrazarse con los otros jugadores. César Luis Menotti fumaba y no había nada más grande que el Matador.

Ese partido, que emocionaba porque la suerte estaba echada pero podíamos darla vuelta, disfrazó la esperanza en soberbia. Algo así como que Dios era argentino y nos bancaba. Después, el Monumento fue una fiesta, la primera fiesta masiva que yo conocí. Con los años esa imagen de triunfo se fue diluyendo con la certeza de un partido comprado y ese Mundial utilizado para legitimar a la dictadura cívico militar que estaba en el poder. Fue como mi primer gran felicidad. Y era mentira.

Todo era celeste y blanco. Las banderas, las cornetas, los gorros. Era como si la nacionalidad se reflejara por primera vez en ese fútbol que llegaba a mi vida para quedarse. Después vinieron los otros Mundiales. Y el señor de los milagros era Maradona. Ese pibe que había salido de la villa, que corría solo y pasaba uno a uno a los jugadores. El que era capaz de hacer un gol con la mano, cargarse un partido solo al hombre y adivinar una jugada. Maradona abrazando la Copa en el 86, Maradona gol con la mano, Maradona sin piernas en el 94 y el fin del milagro argentino, de esa emoción inexplicable del superhéroe que corre y pasa uno por uno llega al arco y patea.

Nunca más un Mundial me emocionó. No como ésos, donde la épica y un poco el folclore del héroe, jugaba una partida única, la de la emoción. Los días felices, los de la infancia, tienen ese color celeste y blanco y el frío del invierno. Y esa certeza de que esos días no van a volver.

 

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