Daniel Gutman
“Nuestra filosofía se basa en dos principios: cero tolerancia a los venenos y a los patrones”, dice Leandro Ladrú, mientras pone tomates y zanahorias en la bolsa ecológica que le acerca una clienta, en un amplio salón de ventas de Capital Federal, ubicado entre depósitos y vagones de tren en desuso.
Leandro y su pareja, Malena Vecellio, son dos jóvenes que cada sábado llegan hasta el Galpón de la Mutual Sentimiento, un espacio de economía social construido en madera con techo de latón, situado en el barrio de Chacarita, sobre el terreno de una de las principales estaciones ferroviarias de Buenos Aires.
Allí, agricultores familiares ofrecen personalmente, cuatro veces por semana, alimentos producidos de manera natural y cobran sus ventas mediante una caja común, de cuya recaudación se descuenta una parte para pagar el alquiler del espacio.
En un país que en los últimos 20 años se entregó prácticamente por entero a un modelo de producción agrícola basado en cultivos transgénicos destinados a la exportación, con masivo uso de agroquímicos, el proyecto de esta pareja de agricultores –con el nombre de Semillero de Estrellas– es un acto de resistencia.
Los productos transgénicos, que comenzaron a sembrarse en 1996, cubren unas 25 millones de hectáreas en el país, tres cuartas partes de la superficie dedicada a la agricultura.
Hoy son genéticamente modificadas casi 100 por ciento de las semillas sembradas de los cultivos que ocupan más territorio: soja y maíz. También es transgénico casi todo el algodón.
El modelo avanza, y de hecho, al finalizar 2018, el gobierno aprobó la comercialización de un nuevo producto alimenticio genéticamente modificado: una papa resistente a virus, que fue promocionado como el primero desarrollado íntegramente en el país.
La agricultura transgénica está asociada en Argentina a un alto uso de agroquímicos. De hecho, el consumo de herbicidas, insecticidas y fertilizantes creció 850 por ciento entre 2003 y 2012, el último año en que se publicaron estadísticas.
“En la zona en la que estamos nosotros, la mayoría de los pequeños productores anda con una mochila en la que cargan los agroquímicos que pulverizan sobre los vegetales. Nosotros hacemos otra cosa: dejamos que las plantas crezcan a su ritmo”, contó Vecellio.
La escasa sustentabilidad de la agricultura argentina está reflejada en el Índice de Sostenibilidad Alimentaria, elaborado por la fundación italiana Centro Barilla para la Alimentación y la Nutrición y la Unidad de Inteligencia de la revista británica The Economist.
Se trata de un ranking que clasifica a 67 países de acuerdo al promedio obtenido en tres categorías: desperdicios de alimentos y agua, agricultura sostenible y desafíos nutricionales.
Argentina figura en el lugar 13 de la clasificación, (por delante de las otras tres naciones latinoamericanas incluidas Brasil , Colombia y México), pero su puntaje es muy bajo tanto en agricultura sostenible como en desafíos nutricionales. El pobre desempeño en esos dos rubros es compensando por una buena calificación en desperdicios de alimentos y agua.
Iniciativas como la de Semillero de Estrellas van en la dirección de equilibrar esos dos déficits. Produce en un terreno de media hectárea en Florencio Varela, un municipio que está a solo 30 kilómetros al sur de la Capital y es uno de los más pobres del Gran Buenos Aires, que es el principal concentrador de pobreza del país.
Ladrú y Veceillo comenzaron hace unos cuatro años a vender sus productos ecológicos en el Galpón de la Mutual Sentimiento. Primero viajaban en tren con sus mochilas cargadas de verduras y frutas y ahora ya lo hacen en su propio vehículo, en el que traen también los vegetales producidos por otros vecinos que también cultivan sin agroquímicos.
Los agroquímicos se asocian generalmente a los transgénicos –la gran mayoría de los cuales fueron diseñados para tolerar el glifosato y otros herbicidas– pero estos también se utilizan en la producción de frutas y hortalizas que agricultores familiares realizan en el Gran Buenos Aires.
Con una brutal expansión de la agricultura industrial en las últimas décadas en el país, el sector aporta un 20 por ciento del producto interno bruto, al englobar las contribuciones directas e indirectas.
Además, durante el primer semestre de 2018, sólo las exportaciones de soja y maíz aportaron 9.762 millones de dólares, 32 por ciento del total, según datos oficiales.
Pero los agricultores familiares resisten, son determinantes en la alimentación de los argentinos y son el ariete a favor de una agricultura más sostenible y un consumo alimentario más responsable.
De acuerdo a datos del Censo Agropecuario 2002, que se realiza en 250.000 establecimientos, produce 40 por ciento de los vegetales que se consumen en el país y da empleo a cinco millones de personas, que es cerca de dos por ciento de la población.
Uno de los puntos álgidos es el de la comercialización de los productos. Ladrú explica que en las pequeñas unidades productivas está expandida la figura del mediero.
“El mediero es el peón rural que trabaja en tierra que no es suya. Luego, le entrega lo que cosecha al dueño, que lo lleva al Mercado Central y le da la mitad de lo que recauda”, dijo.
“El problema es que cuando el dueño no puede vender los vegetales, los termina usando para alimentos de los chanchos y el mediero no recibe dinero”, agregó.
El acceso a la tierra y a créditos es un enorme obstáculo para los pequeños productores, a pesar de que en diciembre de 2014 se sancionó la ley 27.118, de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar para la Construcción de una Nueva Ruralidad en Argentina, que declaró de interés público al sector.
Esa norma creó un banco de tierras integrado por propiedades fiscales que debían ser adjudicados a familias campesinas e indígenas, lo que nunca se implementó.
El descuido estatal tiene que ver con la ideología que prevalece en el gobierno de Mauricio Macri, según notó en septiembre pasado la turca Hilal Ever, relatora especial sobre el Derecho a la Alimentación de las Naciones, Unidas, durante una visita a la Argentina.
“Durante las entrevistas con funcionarios de la Secretaria de Agroindustria observé una tendencia a apoyar el modelo agroindustrial y a realizar serios recortes en el apoyo, el personal y el presupuesto del sector de la Agricultura Familiar, incluido el despido de casi 500 trabajadores y expertos”, escribió en su informe.
Ever reclamó al gobierno que favorezca un equilibrio entre la agricultura industrial y la familiar. “El logro de dicho equilibrio sería la única manera de lograr una solución sostenible y justa para el pueblo argentino”, señaló.
Los agricultores familiares, en ese contexto, buscan caminos para subsistir. En el barrio de Palermo, en un antiguo mercado municipal con techo de hierro y vidrios, funciona el Mercado Solidario Bonpland, donde comercializan sus productores distintas cooperativas que nacieron con la crisis de 2001.
“Nuestro principio fundamental es que somos consumidores de nuestros propios productos. No hay trabajo esclavo, no hay reventa y todo es agroecológico”, explicó el productor Mario Brizuela, de la Cooperativa la Asamblearia, que reúne a unas 150 familias que producen desde verduras hasta miel y conservas.
Otro de los que vende en ese mercado es Enrique García, quien llega al barrio de Palermo con su camioneta cargada de verduras desde el parque Pereyra Iraola, un área de gran biodiversidad de más de 10.000 hectáreas, a unos 40 kilómetros al sur de Buenos Aires.
“Tenemos unas cuatro hectáreas que compartimos con mi hermano y todos los que trabajamos en el campo somos familiares”, dijo mientras enseñaba un tallo de cebolla de verdeo con una cabeza varias veces más grande a la que suele conseguirse en las verdulerías.
García agregó: “Todo lo cosechamos a mano. Es mucho trabajo y requiere paciencia. Una planta de brócoli que con agroquímicos está lista en un mes, a nosotros nos demora varios meses. Pero sabemos que vale la pena”.
Agencia de noticias Inter Press Service