Ñúbel y Leeds, Leeds y Ñúbel. Y a veces, cuando tengo tiempo o me lo puedo hacer, la Selección Nacional. Pero no salgo de ahí. No sé de fútbol; sé de estar contento y de estar triste, con un neto predominio de la segunda posibilidad, en el promedio.
A medida que el jardín de mis delicias se fue despoblando, conforme pasaron los años, esas citas futbolísticas anegaron lugares que antes ocupaban otros placeres. ¿Ser directivo, ser relator, comentarista, representante? ¡Ni loco! Me condenaría de inmediato a la pérdida de esta alegría primitiva y póstuma. Perseguir el contento o tascar el freno, pertenecen en régimen de monopolio al ámbito de los sentimientos. Allí no tienen nada que hacer ni la razón ni el lucro.
Como la alegría se recibe con cuentagotas, y el frasco no es traslúcido, hasta que el referí pita el final del partido se vive en estado de suspensión anímica, una superficie mate y una profundidad fangosa, interrumpida por los más negros presagios. Como cuando el español Ferrán Torres marcó el empate para el Manchester, o cuarteada por un géiser de optimismo, como cuando el norirlandés Dallas selló la diferencia a favor de Leeds, en tiempo de descuento. Un optimismo algo jactancioso, hay que reconocerlo, porque no faltaba mucho para que llegara el momento de trepar al palo mayor de la corbeta triunfadora. Así es fácil.
Pero antes de eso, la alegría mostró su condición provocadora y atolondrada, durante el primero y el segundo tiempo. Muchacha histérica, con más vueltas que un malacate –diría mi madre, que estará contenta en donde esté-, “… que quién sabe, que esta noche, que mañana, la cuestión que la fulana, me dio el dulce y lo mordí”: la embrollona se hizo rogar.
Maestra en excitar sin dar placer, en hacer sufrir sin causar dolor, viene con una melancolía infantil embebida, que desgrana los hechos suave y callada. Tiene el encanto de ofrecerse al alcance de la mano, pero cuando la cerramos sobre ella ya no está, y algo muere dentro de nosotros. Pero a veces sí que está, y lo llamamos resurrección. ¿Cómo definir la especificidad de la huida, después de haber probado la insaciabilidad de su beso?
¿El partido? Ah, sí, el partido: Manchester City versus Leeds. A los tres minutos, un pase de Raphinha le queda centímetros atrás a Bamford, y la alegría amanece. A los quince, Stones se la saca a Bamford de angurriento que es; estaba el gol de Leeds. A los treinta, es verdad, Meslier despejó con el pie un centro al rastrón de Fernandinho, lo que no hace otra cosa que ponerla en evidencia: es que la alegría es capaz de fingir predilección hasta ante sí misma. Quien da y quita, es duro decirlo, revela una incapacidad de amar. Pero ella es así.
A los cuarenta y uno, Stuart Dallas anotó el uno a cero. No iba a durar el entusiasmo, ni siquiera conmovido por el gesto solidario del goleador Bamford, quien lo asistió para que su compañero se luciera. En el fútbol, ninguna generosidad es suficiente como para convencer al destino; gente sin alma que pierde la calma con la adrenalina. A los cuarenta y seis llegó la culpa por el goce disfrutado: Cooper fue a la pelota, que rechazó junto con Gabriel Jesús; para mí ni siquiera había sido foul, pero para el colegiado sí, y –con la superstición del VAR de por medio-, roja para Liam David. Es que los habitantes de esas islas nebulosas, inventan el deporte y hacen la ley, pero antes hacen la trampa. Como el pródigo hispano: «El señor Don Juan de Robles, de caridad sin igual, fundó este santo hospital, pero antes hizo los pobres». Así son, éstos. A los cuarenta y ocho, Strujk suplantó a Bamford.
Con la alegría en suspensión coloidal, como el jarabe de plata para curar infecciones, nos fuimos al descanso. Al descanso, ¿qué descanso? Un mar de conjeturas, una galaxia espiral de inquietud, un cosmos de augurios y de angustias angurrientas.
Cuando los jugadores volvieron, chacoteando y tirándose manotazos, yo ya estaba para pedir el cambio por extenuación.
A los cincuenta y tres se lució Meslier, un arquero que crecerá partido tras partido: Stones para Zinchenko, balinazo que el pibe ataja en dos tiempos. A los sesenta, Bernardo Silva la cuelga de las redes invisibles del consuelo, desde el punto del penal. A los sesenta y nueve la saca el golero del Leeds ante tiro de Fernandinho, y a los setenta y cinco, lo dicho: el valenciano Ferrán convierte el empate. Pero yo vi que Meslier se había resbalado justo antes del shot, y que sin ese tropiezo la sacaba. Me aferré a ese derrape, sí, a esa intuición, por qué vamos a decir otra cosa. Para andar en bicicleta hay que seguir pedaleando.
Recuerdo, sí, que Raphinha se perdió un mano a mano con Ederson, que le pegaron una murra diez veces peor que la que motivó la expulsión de Cooper, y luego el milagro, que sin dudas tuvo la intercesión de San José, el abogado de las causas difíciles: habilitación con tres dedos de Alioski, y Dallas que arrea como un tren a su marcador hasta quedar cara a cara con Ederson. Si se la tiró o la pateó entre las piernas del arquero, lo sabrá él, y por lo demás a mí no me interesa.
Lo que es cierto es que, desde el empate de Ferrán, todo fue un torbellino. Enredados la alegría y yo. Ella que se dejaba y enseguida se escurría, yo que me convertía en aprendiz de brujo buscando entre ceniza fría, ella que nacía a la ternura y yo, un testaferro del aplazo. Hasta la estación Dallas, donde se rindió por un rato. Se sabe que, con ella, llegar a fin de mes no es una cuestión monetaria.
¿Los números? Setenta y uno a veintinueve a favor del Manchester en posesión, y en todo el resto: tiros al arco, intervenciones del arquero, y tutti i fiocchi, pero ya dije al comienzo que para mí esto es un asunto de sentimientos, no de números. A quienes les guste el álgebra, la trigonometría y la geometría analítica, pueden decir lo que quieran. Yo estoy alegre, que es lo que me importa.
La alegría es una señorita contradictoria. Al final, como dijo el propio coach del Leeds, la victoria no habrá sido justa, pero fue merecida. Y la alegría, que le había sonreído durante el partido, se fue con él a la conferencia de prensa.
RB
Fuente: www.eldiarioar.com