Las ilusiones forman parte de la vida anímica de cada sujeto. Están los desilusionados, es decir, aquellos que viven de falsas ilusiones. Los ilusionistas, y que pueden pasar por ilusorios. También, aquellos que tienen los pies sobre la tierra y no se detienen a escuchar su mente fantaseadora, por lo cual el trayecto de ilusionarse a desilusionarse puede ser muy breve.
Existen además los falaces, vendedores de ilusiones, los hay en todos los rubros y áreas. En el amor, en la política, en los comercios y más.
Las grandes ofertas no son tan grandes. En los préstamos bancarios a baja tasa se devuelve el doble de dinero. En época de liquidación se liquida el sueldo. Y dejando la retórica a un lado, el camino de ilusionarse a desilusionarse puede ser muy estrecho.
Las publicidades no sólo ofrecen y muestran productos, sino también fantasías de estilos de vida utópicos. Publicidades que intentan sensibilizar desde imágenes bellas y casi perfectas. La infancia y la maternidad parecen ser el mejor modelo de oferta. Se muestran niños y padres felices. Niños limpios y sin caprichos, madres maquilladas y bien peinadas. Padres cancheros y apuestos.
Y del otro lado de la pantalla, se adquiere aquella imagen cuasi ideal y perfecta. La ilusión de obtenerla, sin tratarse de un deseo propio. ¿Hasta qué punto muchas veces las ofertas y demandas impuestas, el ser humano las confunde con sus propios deseos?
Algunos pueden llamarlo deseos, otros tal vez ilusiones, para algunos pueden ser proyectos. Lo significativo es que ilusión y deseo son dos conceptos que invaden de una u otra manera el recorrido vertiginoso y voraz de la vida de los seres humanos. Diciembre es un mes incluso que se caracteriza precisamente por la prevalencia de los deseos, de las ilusiones y, por qué no, también de las renuncias y frustraciones.
La ilusión de Papá Noel, los deseos del nuevo año, la renuncia o no a los excesos de las fiestas y las frustraciones admitidas y las no aceptadas también.
Qué es la ilusión y el deseo
Lo característico de la ilusión es que ella siempre deriva del deseo humano. La ilusión no es algo irrealizable, o que va en contradicción con la realidad. Se trata de una creencia que tiene el sujeto, y dicha creencia va a estar motivada por el cumplimiento de un deseo.
Entonces si hablamos de ilusiones, también hablamos de deseos.
En general al deseo se lo suele comparar con el anhelo por alcanzar aquello que no se tiene. Para definirlo es necesario realizar la diferencia con el concepto de necesidad y el concepto de demanda.
La necesidad es ante un objeto específico, y es al obtener dicho objeto que se encuentra la satisfacción. La demanda se dirige a otro, y es siempre demanda de amor. Mientras que el deseo nace de la separación entre necesidad y demanda. El deseo no tiene relación con un objeto real y especifico, sino que su origen y relación es con la fantasía, y se impone como deseo independientemente de un otro.
Del sufrimiento a la búsqueda
Los sujetos, a medida que se alejan de la infancia, pareciera que comienzan a olvidarse de sus ilusiones. Ilusionarse permite el fantasear e imaginar. Ya Sigmund Freud lo dijo en su texto “El malestar en la cultura”: “Los hombres suelen aplicar falsos raseros; poder, éxito y riqueza es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida”.
El ser humano, para soportar la vida, los desengaños, las tareas indisolubles y los dolores, recurre a distracciones, satisfacciones sustitutivas y sustancias embriagadoras para suplir dichas miserias y así volverse insensible a ellas. Se considera que el sufrimiento amenaza desde tres lugares: desde el propio cuerpo, desde el mundo exterior y desde los vínculos con otros seres humanos, incluso se considera que este padecimiento es el más doloroso.
En la búsqueda de la felicidad, los seres humanos recurren al estilo de la belleza para alcanzarla, donde sea que ella se muestre. Esta búsqueda resulta irrealizable, ya que la felicidad más bien se asocia a satisfacciones repentinas, o bien a un estado como fenómeno episódico.
Pero quien escribe no puede decirle a usted, lector, cómo ser feliz. Se suele tener la fantasía de que los psicólogos son capaces de tener tal vez la fórmula de la felicidad, o quizás las respuestas a casi todo. Somos seres mortales como el resto, y en la misma búsqueda de la felicidad muchas veces tan difícil de hallar.
Recordaba una de las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt, en la cual un lector le pregunta: “Le ruego me conteste, muy seriamente, de qué forma debe uno vivir para ser feliz.” Arlt, con su excelente y particular estilo, le responde: “Estimado señor: si yo pudiera contestarle, seria o humorísticamente, de qué modo debe vivirse para ser feliz, en vez de estar pergeñando notas, sería, quizá, el hombre más rico de la Tierra, vendiendo, únicamente a diez centavos, la fórmula para vivir dichoso. Ya ve qué disparate me pregunta”.
“Creo que hay una forma de vivir en relación con los semejantes y consigo mismo que, si no concede la felicidad, le proporciona al individuo que la practica una especie de poder mágico de dominio sobre sus semejantes: es la sinceridad”.
“Ser sincero con todos, y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique. Aunque se rompa el alma contra el obstáculo. Aunque se quede solo, aislado y sangrando. Esta no es una fórmula para vivir feliz; creo que no, pero sí lo es para tener fuerzas y examinar el contenido de la vida, cuyas apariencias nos marean y engañan de continuo (…)”.
Entonces, pareciera que la formula a la felicidad en verdad no existe, que tiene que ver con una búsqueda. Que la misma son momentos, instantes, situaciones. Que dicha búsqueda se renueva diariamente. Para alcanzar dicha felicidad episódica, es importante el lugar de las ilusiones, de los deseos. El deseo es aquel motor, aquella fuerza que nos permite alcanzar y recorrer aquellos caminos que delimitan nuestras búsquedas, que son propias, particulares de cada sujeto y por lo tanto únicas e irrepetibles, y aquí es cuando podemos introducir el término “sinceridad” de Roberto Arlt. Ser sincero con uno mismo, con su propio deseo.
Ya lo dijo Jorge Luis Borges en los tres primeros versos de su poema “Remordimiento”: “He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer. / No he sido/ feliz (…)”.