Paulo Rosas Chávez / Especial para El Ciudadano
El libre tránsito ya se restableció en el centro de Lima. Los alrededores de Palacio de Gobierno y de la sede del Congreso –uno a cuatro cuadras de la otra– aparecen ya sin vallas policiales. Se respira normalidad a dos semanas del lunes más agitado en la historia política reciente en Perú.
Ese día, el lunes 30 de septiembre, el presidente Martín Vizcarra decidió disolver el Congreso de la República. Dijo que se trató de “una decisión difícil”, pero que la Constitución lo habilita a hacerlo, luego de que, desde julio del año pasado hasta esa misma mañana, el Legislativo impidiera el avance de propuestas de reforma política y judicial planteadas por el gobierno.
La decisión de Vizcarra estuvo seguida de acusaciones de golpe de Estado de parte de la disuelta oposición fujimorista y sus aliados, quienes pretendieron atrincherarse en la sede del Legislativo e hicieron jurar a Mercedes Aráoz, vicepresidenta y congresista, como nueva presidenta encargada.
Esa misma noche, sin embargo, la balanza la inclinaron las Fuerzas Armadas y la Policía, las primeras instituciones que reconocieron a Vizcarra como único presidente del Perú. Al día siguiente, ante las demostraciones de rechazo de parte de la ciudadanía, Mercedes Aráoz renunció a la vicepresidencia y al cargo que le endilgó el Congreso disuelto.
Tras esos hechos y en los días posteriores, se realizaron marchas y manifestaciones públicas en Lima y otras ciudades del país. La mayoría fueron en respaldo a la decisión de Vizcarra, aunque hubo unas en contra y que acusaban un quiebre institucional y golpe de Estado.
Todo ese clima de incertidumbre, hoy en día, parece haber desaparecido. No obstante, vale hacerse unas preguntas: ¿qué permitió a Vizcarra disolver el Congreso? ¿Es real el apoyo de la gente a su decisión? ¿Qué pasará ahora en el Perú?
La confianza y el tribunal
Visto desde afuera, podría parecer que Vizcarra cerró el Congreso peruano porque éste no aceptó los proyectos de reforma que propuso. La situación, sin embargo, es muchísimo más compleja.
Para entenderla, en primer lugar, se debe tener en cuenta la tensión entre el Congreso y el gobierno que se vivió desde el inicio de la gestión del antecesor de Vizcarra, Pedro Pablo Kuczynski. Él asumió como presidente en julio del 2016 en una situación inédita: la oposición fujimorista, a cuya candidata Keiko Fujimori había derrotado en el balotaje previo, ocupaba 67 de las 130 bancas del Congreso. Es decir, tenían una mayoría absoluta con el poder suficiente para censurar ministros y gabinetes ministeriales.
Y en los meses siguientes, eso fue lo que sucedió. Varios ministros y hasta un gabinete ministerial entero cayó ante el poder de los votos de la oposición fujimorista y sus aliados en el Congreso. El corolario fue cuando, estallado el caso de corrupción de Odebrecht –en el que se reveló que la constructora brasileña pagó sobornos a políticos peruanos a cambio de millonarios contratos de obras de infraestructura–, se acusó a Kuczynski de haber recibido una coima de los brasileños cuando ejerció como ministro de Economía y primer ministro del gobierno de Alejandro Toledo (2001-2006). Sin esperar que se inicie un proceso judicial, la oposición pidió la dimisión presidencial y, tras cuatro meses de crisis, Kuczynski renunció en marzo del 2018. En su lugar asumió su primer vicepresidente –en el Perú existen dos vices–, Martín Vizcarra.
Aunque los primeros meses de su gobierno fueron llevados en paz con la oposición, Vizcarra luego planteó una serie de reformas que apuntaban a fortalecer los sistemas político y judicial, caracterizados por su mala imagen. Ante la negativa del Parlamento, el presidente usó un instrumento político que es clave para entender todo lo sucedido: la cuestión de confianza.
De acuerdo a la Constitución, la cuestión de confianza permite al gobierno pedir al Congreso el expreso respaldo a una política pública o reforma planteadas. Si se aprueba, el Parlamento deberá aprobar a la propuesta. Si se niega, se produce una crisis del Gabinete en la que renuncian todos los ministros. Pero hay un detalle importante: si durante un gobierno son denegadas dos cuestiones de confianza, el presidente queda habilitado para disolver el Congreso y convocar a elecciones parlamentarias.
Este instrumento ya había sido utilizado y rechazado una vez durante el mandato de Kuczynski. Y teniendo en cuenta que el gobierno de Vizcarra es una continuación de esa misma gestión electa en el 2016, bastaba que sea rechazada una vez más por el Congreso para habilitar su cierre.
La mañana del 30 de septiembre, el gobierno presentó una cuestión de confianza para cambiar el mecanismo de elección de magistrados del Tribunal Constitucional (última instancia judicial del país), pues se sabía que la oposición buscaba nombrar jueces cercanos a sus intereses, como la liberación de Keiko Fujimori, detenida en prisión por sus nexos con el Caso Odebrecht. Sin embargo, el Congreso decidió ese mismo día nombrar a un magistrado y después aprobar la confianza. Ante ese hecho, Vizcarra acusó una “denegación fáctica de la confianza” y anunció la disolución del Congreso.
La legitimidad de las encuestas
Quienes acusan a Vizcarra de haber perpetrado un golpe de Estado señalan que no puede existir una “denegación fáctica” de la cuestión de confianza. Entre ellos está Pedro Olaechea, presidente del Congreso disuelto y, formalmente, titular de la Comisión Permanente del Parlamento, que deberá sesionar hasta que sea elegido uno nuevo. El último viernes, Olaechea presentó una demanda ante el Tribunal Constitucional (TC) para que sea este quien tenga la última palabra sobre la validez de la decisión de Vizcarra.
Y mientras en los medios de comunicación tiene lugar el debate entre académicos y constitucionalistas a favor o en contra de la disolución, se han publicado dos encuestas de alcance nacional con resultados rotundos: más del 84% de la población respalda la disolución del Congreso y más del 75% aprueba la figura de Vizcarra y lo considera el legítimo presidente.
Para la politóloga María Alejandra Campos, el inmenso respaldo de la población hacia Vizcarra “va a hacer muy difícil que una institución como el TC vaya contra esa corriente”. “No creo que se tiren abajo algo tan popular y que ya se encuentra en una situación de normalidad para la población”, opinó.
El mismo parecer expresa el periodista y analista político Enrique Castillo, quien señala además que, incluso en el caso de que el TC falle contra la decisión de Vizcarra, lo más probable es que no haya una vuelta al pasado, “sino una posibilidad de salida política negociada que podría, en el escenario extremo, llevar a una elección presidencial adelantada”.
“En realidad, el más interesado en que el TC se pronuncie cuanto antes debería ser el mismo Gobierno. Si las cosas se han hecho con pleno respeto de la Constitución, una ratificación del TC sería la desaparición total de la sospecha de golpismo o dictadura”, remarcó.
Por su parte, el analista político Eduardo Dargent advierte que si bien las encuestas “muestran que la población estaba muy cansada del Congreso y su conducta”, se corre el riesgo de generar la idea de que “si se odia al Congreso, hay que cerrarlo”.
“Es importante la conducta del presidente y sus ministros de llevar esto por rumbos institucionales para que se vea como una excepción. La gente los apoya porque los actores de esa institucionalidad estaban vinculados a corrupción y obstruccionismo”, recordó.
Elecciones en camino
De acuerdo a la Constitución, el Congreso a ser elegido deberá terminar el periodo del Parlamento disuelto; esto es, hasta julio del 202. Vizcarra ya convocó elecciones parlamentarias para el 23 de enero del 2020 y los órganos del sistema electoral ya iniciaron sus labores con miras a los comicios.
¿Qué puede esperar el Perú de su nuevo Congreso, que funcionará solo por un año y siete meses? Los tres analistas consultados tienen distintas opiniones. Para Enrique Castillo, que no haya una candidatura presidencial en paralelo determina que la lucha electoral se dé más a nivel regional. En esa medida, dice que podrían verse beneficiadas “agrupaciones que imiten o asuman el discurso presidencial y la actitud de confrontación contra el fujimorismo”.
En esa línea, Dargent señala que “va a haber mucho menos fujimorismo”, aunque este seguramente no desaparezca. “Mi intuición es que vamos a tener una mayor fragmentación, en donde los partidos con mayor presencia tendrán entre 10% y 15% de los votos”, añadió.
Menos optimista es la visión de María Alejandra Campos, quien considera que la verdadera pregunta a hacerse es “qué tan malo será” el nuevo Congreso. En relación a la eventual conformación del Parlamento, opinó que “no habrá espacio para un oficialismo” y que “lo más probable es que los más votados sean los partidos más conocidos: Fuerza Popular (fujimorista) y Acción Popular, ambos adversos a Vizcarra”.