Para algunos hablar de pasión es caer en lugares comunes, como si el amor pasara de moda, como si la emoción tuviera una explicación lógica e inteligente. Lo trillado a veces también es la mejor forma para encontrar razón a tanta locura, a ese boxeador que se come una y mil manos, besa la lona, pero vuelve a subirse al ring con la ilusión de la nueva batalla.
La peregrinación canalla recorrió el país una y otra vez, en cada ocasión que hizo falta, con la confianza y la fe que sólo puede generar la inconciencia. Contra los argumentos de un equipo que generaba poco vuelo dentro de la cancha, una vez más el aura llegó desde la mística del Patón, y de una camiseta y una hinchada especial. No infalibles, no perfectos, sólo distintos, imposibles de analizar ni por un congreso de psicólogos, forjados en tantas frustraciones como alegrías, pero con la increíble convicción de sentirse únicos, porque al fin y al cabo la mayor victoria es pertenecer, la mayor alegría es ser de Central, con todo lo que ello acarree, porque no hay guerrero sin heridas.
Está claro que cada uno lo vive como puede, como quiere, como lo dejan sus circunstancias. Y desde la multitud en Mendoza hasta algún loco (como en este caso) caminando por las calles de la ciudad, todos tienen sus cábalas, sus formas, sus gritos y sus lágrimas.
Porque la calma mutó en grito, después se multiplicó en interminable eco y ya no hubo más dudas, Central era campeón una vez más, para que la ciudad cambie su cara y su humor, para que el Taco de Herrera sea la Palomita de Poy de estos tiempos, para que todos los males pasen a segundo plano y las cosas verdaderamente importantes dejen de importar.
Porque es verdad que el fútbol no es la vida, que nada es tan dramático; tan cierto como imposible de hacérselo entender a la marea azul y amarilla que recorrió la ciudad. Trillado, redundante, empalagoso, cursi. Porque la pasión es así, porque hay amores que son incondicionales y nunca expiran. Y Central es eso: el más profundo e inexplicable amor.