Sonia Tessa
Especial para El Ciudadano
Las ensaladas quedaban intactas casi todos los días en el comedor de El Ciudadano de los primeros tiempos. Las pedía, las traían en una fuente que era como un plato hondo de acero inoxidable. A la tarde, la moza me preguntaba si podía llevársela, y casi siempre lo mismo: no había tenido tiempo de parar un rato para almorzar. Alguna nota, alguna fuente, algune redactore me habían distraído y no había llegado hasta el comedor que quedaba al fondo del primer piso, donde funcionaba la redacción. El diario tal como lo conocíamos en el siglo pasado era voraz: se empezaba y se terminaba cada día, sin atenuantes.
Puro vértigo. En julio de 1998 había ingresado como segunda jefa de ciudad en un diario que prometía “un siglo por delante”, y nosotres –entonces ni se me ocurría que 20 años después escribiría con la e- queríamos hacerlo posible. Cada competidor de La Capital había fracasado. La única excepción venía de la mano de Página 12, de tirada nacional.
Éramos varias mujeres, yo aprendía esto de imaginar, priorizar y distribuir una agenda periodística. Los celulares todavía no eran nuestra principal herramienta de trabajo. De hecho, ni siquiera tenía uno. El primero lo compré en marzo de 2000. Abríamos nuestras primeras cuentas de correo electrónico, aprendíamos a usar internet con conexiones telefónicas que costaban fortunas y tardaban años.
Sabíamos, sí, que para competir todos los días en los kioscos –qué antigüedad– necesitábamos títulos, agenda propia, notas bien narradas. Y teníamos un hermoso grupo de periodistas, casi todes jóvenes, que le ponían el cuerpo. A nadie se le ocurría hablar de horarios. Hoy parece una locura que hiciéramos jornadas de 14 horas, que tuviéramos franco los martes y miércoles. Todo estaba bien porque queríamos que durase un siglo. El diario, nuestra creación.
Nos gustaban los temas que ahora sabemos son de género: aborto, derechos de los homosexuales (así les decíamos), historias de vida que hoy encuentro con tendencias al victimismo o a la épica. Eran nuestra forma de poner el foco en las injusticias. Queríamos contarlo todo, ni siquiera sabíamos –y era 1998, debimos saberlo– que lo personal era político. No habíamos leído a Simone de Beauvoir, no conocíamos todavía a Lohana Berkins. Sólo sabíamos que nos incomodaban los corsés. Ya no era la época de esos dispositivos que te quitaban el aire y sin embargo, había una malla invisible que nos ahogaba. Se llama patriarcado, podría decir ahora, que me resulta muy evidente.
En esas estábamos cuando nos enteramos de que los varones de la sección ciudad, que era multitudinaria, habían creado su propio espacio de encuentro: Baliña. Los viernes a la noche se juntaban ellos, sólo ellos, aunque nosotras estuviéramos ahí, todos los días, cebando mates, haciendo las notas que proponíamos pero también las que ellos no querían hacer. Baliña venía de bala, con ese ¿chiste? celebraban su homoerotismo (apenas) disimulado.
De aquél malestar nació una propuesta. La oportunidad estaba ahí: el entonces director tenía una política de abrir suplementos y yo le propuse hacer uno de mujeres. La Ciudadana. Nos entusiasmamos con Carolina Monje, Cecilia Vallina y Fernanda Blasco, tres redactoras con las que teníamos mucha afinidad. Y le dimos para adelante. Mariana López se puso a diseñar y Pedro Cantini, entonces jefe de redacción, le dedicó larguísimas horas a encontrar el producto.
Entonces, nos iluminaba la experiencia de Las 12, en la calle desde un año antes. Leíamos a Marta Dillon, Moira Soto, María Moreno y queríamos escribir así, hacer eso. Ahora puedo decir: hacer lo nuestro con eso. Y entonces decidimos convocar a Gabriela Morales para hablar del cuerpo desde otra perspectiva y a Silvia Querede para pensar la moda. Fueron pocos meses, muy pocos.
El nombre La Ciudadana no prosperó porque “sectorizaba a los lectores” (así, en masculino). Entonces, pensamos La Cazadora, la diosa romana de la caza. Para nosotras, era una metáfora perfecta: salíamos con nuestra flecha a dar en el blanco de las noticias.
Y así, La Cazadora salió un 13 de julio de 1999. Hasta noviembre, cuando los avatares de las decisiones editoriales la subsumieron en la revista Temas y Manías. Fue lindo mientras duró: le encontramos otra mirada a cada una de las noticias, porque también entonces estábamos en todos lados. La política, los conflictos gremiales, la crisis económica, todo lo podíamos contar desde otra perspectiva. Les pedíamos a varones que nos hablaran sobre mujeres que los habían marcado, tratamos temas como la violación en el matrimonio, nos metimos con dos mitos como el Che y Rodolfo Walsh desde el punto de vista de sus hijas, nos distinguíamos.
Hoy releo esas páginas y me obligo a ser condescendiente. Eramos inexpertas, ingenuas, habíamos leído poco. Y sin embargo, teníamos ese fuego que luego fuimos encendiendo en otros lugares. El 15 de noviembre de 1999 nos sacudió la noticia de la fusión de El Ciudadano y La Capital. Fue la peor decepción de mi vida profesional. Ese diario que habíamos alimentado con nuestras vísceras había sido, en realidad, el instrumento para que un empresario se sentara en la mesa grande de los medios.
El 30 de abril de 2000, Mariela Mulhall me llamó para decirme que había una lista y la mayoría de los trabajadores no podían entrar al edificio de Dorrego al 900, ése en el que pasábamos buena parte de nuestros días. Lloramos. Supimos que había una sola respuesta: colectiva.
Fueron muchos días de lucha. Tomar la Secretaría de Trabajo, manifestarnos en cualquier lugar donde hubiera alguien a quien pedirle explicaciones, terminar la noche frente a La Capital. Enfurecides, sí. Hermanades, también.
Mi paso por El Ciudadano terminó allí. Ese diario potente no. Cumple dos décadas, y llegará al siglo. Esa historia se siguió escribiendo colectivamente, en la resistencia, en los momentos de zozobra y en la apuesta, ante la última deserción empresaria, de ser cooperativa.
Durante todos estos años, hubo compañeras que sostuvieron los temas, que bregaron para llevar a la tapa del diario esas noticias que entonces no se consideraban importantes. Hubo tesón y orgullo profesional de cada una de ellas. Contar historias fue y es la pasión.
Desde que se convirtieron en la Cooperativa La Cigarra, esa audacia y ese compromiso se hicieron política editorial. La apuesta a una mirada, hoy insoslayable. En esas páginas donde florecen las historias, todos los días se construye también a partir del acumulado de propuestas, enfoques, esfuerzos de las compañeras. Llegó el momento en que los feminismos están en el centro de la discusión política, y las ciudadanas son unas leonas para ocuparla. Sí, las periodistas de El Ciudadano. Como las mujeres y disidencias sexuales de la Argentina. La marea verde no lo pasó por encima: El Ciudadano la navega con la convicción de quien conoce las aguas más profundas. Aquel pequeño sendero se amplió al infinito y es un ancho camino sin retorno.
El diario El Ciudadano presentará el martes su primer libro: “Cazadoras”