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La ciudad gris de Elizalde

El pintor Rodolfo Elizalde tuvo en Rosario la fuente y los nutrientes de buena parte de su obra. Integrante de colectivos vanguardistas como “Tucumán Arde”, captó las fachadas y el tono que dan incuestionable identidad al espacio urbano.

“A Rosario la veía gris oscura, por no decir negra. Entre la humedad y la tierra, las casas eran grises. Además había una pintura asfáltica que se usaba para aislar las paredes de la humedad; las paredes que daban a los baldíos estaban pintadas de negro. Había millares así, tengo cuadros que pinté más adelante, por los ochenta, en donde reflejo esa imagen”. Así recordaba el pintor Rodolfo Elizalde una de sus primeras impresiones que le causó la ciudad cuando llegó desde Bahía Blanca a estudiar ingeniería, en 1950, por decisión y orden de su padre. Como un extranjero en tierra extraña, siguiendo una carrera por presión familiar y lejos todavía de descubrir en la pintura el sentido de su vida, andaba sin rumbo, sorprendiéndose ante las escenas y los paisajes que le deparaban su nueva vida.

“Tenía muchos prejuicios y me tuve que acostumbrar a mil cosas: el río no me gustaba porque era marrón, tampoco su olor que es olor a barrito, me desagradaba la isla porque había muchos mosquitos… En Bahía Blanca el olor del puerto era duro, para una persona que no estaba acostumbrada era desagradable, pero a mí me gustaba, era una pichicata sentir ese olor fuerte de fierro oxidado mezclado con agua de mar. Me acuerdo también que en los barrios rosarinos se acostumbraba quemar basura en la calle, y ahí se juntaban las cáscaras del fruto del jacarandá, lo que daba un olor particular, feo”.

Anarquismo y socialismo

A finales de la década del cincuenta, Elizalde empezó a estudiar pintura con Juan Grela. Ahí empezó a entender la vida de la ciudad y a sentirse parte de ella, sobre todo en lo que respecta al ambiente de la plástica. Formó parte del “Ciclo de Arte Experimental” y de “Tucumán Arde”, dos experiencias de vanguardia de fines de los sesenta; expuso en muestras colectivas y de forma individual, dio clases en instituciones y en su taller particular, y actualmente hay dando vueltas en museos y librerías un total de cinco libros en donde se reproducen sus obras. Cuando murió, en 2015, su legado de más de cincuenta años de arduo trabajo comenzó a formar parte del territorio de lo legendario.

“Hoy quiero mucho a esta ciudad, me consustancié con una ideología. En Bahía Blanca todo el mundo era progresista, es decir: el progreso era pavimentar, tener teléfono, matar a los indios. Jamás oí a nadie hablar nunca contra la Campaña del Desierto. Acá, después me enteré, había habido mucho anarquismo y socialismo, la ideología era otra, y con ideología me refiero al trato de la gente, ver un tipo en un carrito vendiendo bananas a los gritos. Allá los únicos que gritaban eran los pescadores sicilianos que venían del puerto a vender el pescado”.

La síntesis de aquel paisaje de casas grises, la empatía con la gente trabajadora y sus costumbres y el poder sentir como propia una ciudad cuya puerta de acceso parecía estar cerrada, dio lugar a uno de los momentos más recordados de su labor: el de los caserones, paredones y baldíos de Pichincha, que pintó con mucha personalidad desde mitad del setenta hasta fines de los ochenta.

Con regla y con pincel

“Pensé en trabajar con algo de mi zona de afecto, de mi barrio. Pinté la fachada de la casa de Norma, donde ahora hay un edificio de varios pisos. Ella era peluquera, había puesto la peluquería en el comedor, su marido era tachero. Los dos me gustaban, los apreciaba mucho. A partir de ahí me metejoneé con pintar fachadas de casas”.
A este periodo Elizalde lo bautizó Paisaje Urbano. Fue un tiempo de trabajo apasionado. Durante diez años pintó todos los días. Insistía que eso le enseño a pintar. Experimentó técnicas como el óleo, la témpera y la acuarela. La témpera le permitía dibujar: con regla y pincel hacía las barandas de los balcones y las líneas de los frentes de las casas que de por sí ya eran bastantes geométricos, cosa que lo atraía y apasionaba.

En lo que fuera su taller de trabajo, además de las obras que fueron expuestas y hasta premiadas, hay cajas y cajas desbordadas con bocetos, borradores, dibujos y pinturas sin enmarcar de aquellos años.

“Salía los domingos a la mañana, a veces con mi esposa y a veces solo, llevaba hojas blancas y una birome. Cuando veía algo que me interesaba, paraba y me ponía a dibujar. Algunos vecinos me miraban con desconfianza, me preguntaban si era de la Municipalidad. Yo les decía que me gustaba dibujar. Los colores que predominaban eran el celeste y el azul del cielo, los colores claros de los frentes de casas y los negros y oscuros de la pintura anti-humedad”.

Plantas geométricas

Los recuerdos sentimentales, las experimentaciones con las formas y los materiales de trabajo era lo que más llamaba la atención de sus reflexiones. No había una definición concreta, conceptual, de su producción. Sin embargo dijo: “Sin querer, esa representación de una casa tomada en frío, sin gente, era un poco metafísica; pero la palabra metafísica la encontré mucho después, no tenía una propuesta. Era una cosa un poco hierática, un poco dura. Hasta las plantas eran geométricas”.

Lo cierto es que el tiempo de las personas no es lineal sino un cruce misterioso de distintos tiempos que van y vienen entretejiendo nuestros días, y de la misma manera ocurre con el tiempo de las ciudades. Las pinturas y las palabras de Elizalde son la prueba de ello: “Cuando pinté aquellas fachadas pinté el Rosario que había encontrado cuando llegué y que todavía estaba intacto: las chapas, las paredes oscuras, los portones de fierro, las veredas de adoquines para los carros. Pinté una serie de casas que hoy desaparecieron; ahora este barrio (Pichincha) se llenó de boliches. En esa época todo estaba intacto”.

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