Resulta desde luego difícil, por no expresar imposible, preguntarle al mal sobre la compasión. Su propia naturaleza le impide comprender y poder explicar de qué se trata este sentimiento virtuoso en vías de extinción en muchos corazones del posmodernismo. Por eso en esta oportunidad decliné la tarea de entrevistar al demonio y requerir su concepto de compasión, y decidí dar mi propia idea del asunto.
La Real Academia de nuestra lengua define a la compasión como un “sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias”. Es una definición que la tengo por insuficiente y no me agrada la palabra lástima. Prefiero por eso dar una definición más cercana al aspecto psicológico y filosófico, a partir de la etimología de la palabra compasión. Proviene del latín cum-passio, y refiere al sufrimiento, la pasión que se comparte con otro ser. Pero el verbo latino passio tiene su raíz en el vocablo griego “pathos”, que refiere a un sentimiento vinculado con un drama o angustia interior. De tal forma se podría decir que la compasión es “compartir con otro la angustia profunda”.
La compasión, claro, implica, primeramente, no permanecer indiferente ante la pena o la adversidad del otro y, de inmediato, estar dispuesto a sufrir en cierta medida con el otro. Pero, ¿qué sentido tiene para uno mismo y para el apenado este compartir la pena? Así, a primera vista, aparece como un disparate, como algo que no aporta nada para ninguna de las dos partes. La pregunta que casi espontáneamente surge es la siguiente: ¿acaso apenándome junto con el prójimo podré ayudarle en algo? Primeramente se deberá decir que por más sensible que sea una persona jamás podrá sentir en la misma medida en que lo hace aquel que padece. El dolor es propio y no puede transmitirse por ningún modo. En el mejor de los casos, quien compadece hará el ejercicio de imaginar qué sentiría él si estuviera en la situación del angustiado para tratar de comprender su circunstancia y estar adecuadamente a su lado. Sin embargo, quien se compadece del otro puede llegar a dolerse por el dolor del otro, puede llegar a sentir eso de: “Me duele tu dolor”. Y aquí entramos en otra faceta de la compasión y se puede intentar otra definición: “Compasión es el surgimiento de un dolor en el interior de un ser cuya causa es el dolor del prójimo”.
Este aspecto de la compasión es más completo y virtuoso, porque la persona no sólo que imagina la circunstancia penosa del otro y se conmueve por ello, sino que se angustia por la tristeza que embarga al angustiado. Entonces a la pregunta sobre si acaso la pena compartida con el prójimo ayuda en algo corresponde un “sí” muy enfático. En primer lugar porque la pena que se comparte se reparte, y luego porque la pena que se comparte ahuyenta a la soledad. Esa soledad que suele ser tan trágica. Es dable siempre recordar que un ser angustiado por cierta adversidad no sólo sufre por ella, sino que la melancolía se puede ver agravada, y de hecho sucede en muchos casos, por la soledad, es decir por la ausencia de personas dispuestas a compartir el dolor en los términos explicitados anteriormente. Un filósofo griego decía que “el mayor consuelo en la desgracia es encontrar corazones compasivos”.
Compadecer, por tanto, es compartir la carga, de manera de hacerla más liviana para el otro en ese instante de su peregrinar por este orden temporal. Es, también, estar junto al otro, sin condiciones, durante ese tramo del desierto.
¿Se puede medir la cantidad de compasión sentida en ciclos anteriores de la humanidad y compararla con la de nuestros días? Es casi imposible, pero no es descabellado pensar que todo un bagaje de aspectos que tienen que ver con el mercado, lo cultural e incluso lo tecnológico han sepultado en gran medida a un sentimiento que nos haría mejores como personas y como sociedad: el compadecerse con el otro y por el dolor del otro. Lo cierto es que esta sociedad mecanizada, informatizada, abigarrada de emociones glaciares, no parece ofrecer demasiados corazones compasivos genuinos. Abundan aquellos que se acercan en los momentos dramáticos de algunas personas por la obligación que imponen las circunstancias, o empujados por las reglas de la cortesía o por ciertas especulaciones, pero no por pura compasión.
Pero no obstante todo lo dicho anteriormente, la compasión puede y debe ser más completa, más elevada. ¿Cómo? Compartir la pena con otro supone estar juntos, unidos en el momento luctuoso cuya causa es la palabra o acción de un tercero. ¿Pero cuántas veces en el día somos nosotros mismos causa de aflicción de otras personas? Muchas, muchísimas. Un gesto, una palabra filosa y lacerante, una acción, puede provocar en otro ser heridas que muchas veces se disimulan por cortesía, por no aparecer como débil, o simplemente porque no se tiene el ánimo de la confrontación o por principio no se quiere la misma. En este aspecto, entonces, se podría dar una definición mucho más amplia de la compasión diciendo que es “el sentimiento que nos induce no sólo a compartir la pena y evitar la soledad de otra persona herida por un tercero, sino que al mismo tiempo empuja al propio corazón a evitar acciones causantes de aflicción”.
La compasión pura y elevada impone, además, y en ciertos casos, ojos espirituales agudos y profundos para detectar esos corazones que sufren en silencio.
Para terminar, quisiera hoy recordar a un científico que estudió no sólo el comportamiento del átomo, entre otras cosas, sino del corazón del hombre, Einstein. El decía que “nuestra tarea, como seres humanos, es liberarnos de esta prisión ampliando nuestro círculo de compasión para abarcar a todas las criaturas vivientes, y toda la naturaleza en su gran belleza”. Esta tarea, lamentablemente, está bastante ausente en nuestros días y en ciertas personas. Ausente, en especial, en los corazones de los líderes, quienes deberían ser los primeros en reflexionar sobre la compasión y aplicarla para con los liderados; es decir esa gran masa de inocentes que conforma esta humanidad ávida de justicia, paz interior y satisfacción de derechos fundamentales.