La audacia de Dilma Rousseff encontró límites en menos de 24 horas. Su esperado plan de cinco puntos, anunciado el lunes para dar cuenta de los reclamos de las multitudes que salieron en las últimas semanas a las calles de las principales ciudades de Brasil, fue un modo valiente, aunque arriesgado, de recuperar la iniciativa perdida. Sin embargo, las reacciones que generó su aspecto más medular, la convocatoria a una Asamblea Constituyente para favorecer la participación popular y realizar una reforma política, fueron tan volcánicas que la dejaron pronto a la intemperie.
Los cuestionamientos comenzaron en el Supremo Tribunal Federal y en la poderosa Orden de Abogados de Brasil, que le recordaron que la Carta Magna de 1988 no prevé la figura de las reformas parciales y que las Asambleas Constituyentes son soberanas, por lo que convocarla en este momento equivaldría a abrir una temible caja de Pandora.
Previsiblemente, las críticas siguieron en la oposición política, con una perla digna de ser destacada. Fernando Henrique Cardoso, aquel académico de izquierda de recordado aporte a la Teoría de la Dependencia, devenido en presidente socialdemócrata y hoy en referente conservador, consideró que activar un cambio constitucional a través de un plebiscito “es propio de regímenes autoritarios”.
Tal vez algún día explique cómo un referendo puede ser un ejercicio de autoritarismo, justo cuando lo que se pretende discutir son modos de incentivar la participación social. Pero, como sea, expresó mejor que nadie el verdadero desvelo de ese establishment que se ha visto sacudido pero que no aceptará ceder fácilmente sus posiciones: aunque aquí se hagan loas a un “socialismo serio” (esto es, módico), la derecha brasileña ve en el lulismo un fenómeno propenso a los derrapes chavistas.
Pero si todo lo anterior era previsible, lo peor para Dilma estuvo dado por la respuesta de sus aliados, sobre todo la del Partido del Movimiento Democrático Brasileño, dueño de la segunda bancada de la Cámara de Diputados, de la mayor del Senado y líder en poder territorial. Si el titular pemedebista del Senado, Renan Calheiros, alguien especialmente odiado por los indignados, optó por un prudente silencio, tanto su correligionario y presidente de la Cámara baja, Henrique Eduardo Alves, como el vicepresidente federal, Michel Temer, se manifestaron sorprendidos y opuestos al plan reformista.
Sin espalda política
El Partido de los Trabajadores, en tanto, hizo un ruidoso silencio, y el ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo, no hizo más que enredarse con su propia lengua todo el día para negar que la marcha atrás presidencial fuera, precisamente, una marcha atrás.
Así las cosas, cabe preguntarse con quién habló Dilma antes de lanzar aquella idea. Por lo visto ayer, su intento parece más bien fruto de la improvisación, de cierto aislamiento y de una preocupante falta de tracción política.
Es que si la movida el lunes parecía una audacia, su carta podría haber pasado ayer, dado el rechazo de la corporación política y judicial, por sostener la pelea aunque más no fuera brevemente y como una impostura, de modo de salirse de la línea de fuego de los manifestantes y de exponer a sus rivales y enemigos íntimos. Pero no fue eso lo que hizo, y habrá que esperar nuevas definiciones de un Ejecutivo que quedó otra vez cara a cara con los indignados.
Las reformas no tendrán rango constitucional, pero igual deberán ser fuertes, el enojo no deja espacio para otra cosa.
Nos preguntábamos si la lucha contra la corrupción prometida por la mandataria iba a ir tan lejos como para asumir un choque con los aliados, muchos impresentables, que le dan mayoría en el Congreso.
Aliados para sufrir
Permítase en este punto una digresión. Como muestra de esos amigos que uno no llevaría a una fiesta basta mencionar, como caso extremo, al inefable presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados (¡nada menos!), el pastor y presidente de la pentecostal Asamblea de Dios, Marcos Feliciano, quien se ufana de tener 20 millones de fieles.
Miembro de la “bancada evangélica” (en rigor, un interbloque que si siempre actuara unido sólo sería menor que las bancadas del PT y del PMDB, y que vota junto, o más precisamente en contra, en materia de aborto, planificación familiar, drogas y educación sexual), es el impulsor de un proyecto que busca dar “cura” a los homosexuales (aunque él aclare que se trata de un mal incurable) y es recordado por haber dicho que la maldición que pesa sobre los negros proviene de la Biblia, entre otras bellezas.
Si usted, lector, siente curiosidad por esta figura (y tiene templanza), hurgue en Youtube. Escriba “Marcos Feliciano John Lennon” y encontrará un video en el cual, en plena misa, vocifera que fue Dios quien mató al ex beatle y que cada uno de los tiros que le pegó fueron “uno por el Padre, otro por el Hijo, otro por el Espíritu Santo”.
Cortesanos, allá también
Son días de tormento para Dilma. Si, además de soportar que la prensa opositora (casi toda) siga agitando el fantasma de “Lula 2014”, la presidenta debió escuchar ayer cómo los periodistas le preguntaban por una posible candidatura al presidente negro del Superior Tribunal Federal, Joaquim Barbosa, el héroe de una mayoría relativa del 30 por ciento de los indignados, según una encuesta de Datafolha, por su rol en la persecución del “mensalao” lulista (gran mesada en español, escándalo de sobre pago de favores políticos que involucró a legisladores, empresarios, banqueros y funcionarios).
“No tengo la más mínima voluntad de ser candidato”, respondió él, aunque no se privó de proponer una reforma política que reduzca el poder de los partidos y termine con los “conchabos” que “ya cansaron al pueblo”. Habrá que ver qué responde si ese mismo pueblo le pide un sacrificio por la patria.