Parece que siguiendo la maldición china, en 2011 vamos a vivir otro año interesante (¡otro más!). La crisis de 2008 marcó el inicio de un período de transición que ha provocado cambios tectónicos en la estructura de la economía mundial, cuyo pleno impacto recién empezamos a percibir. Justo cuando las economías de Estados Unidos y Europa parecían retomar la senda de crecimiento reaparecieron dos fantasmas de los años setenta: la inflación y un shock petrolero. Ambos pueden poner en peligro la recuperación económica y exacerbar los problemas financieros irresueltos (por caso, Grecia).
El fantasma de la inflación hizo su aparición antes de los eventos de El Cairo, que junto con un durísimo invierno en Estados Unidos, contribuyeron a que el precio del crudo se acercara peligrosamente a los 100 dólares por barril. Aunque en Estados Unidos la inflación sigue bajo control (aunque a Ben Bernanke le preocupa el déficit), en Europa alcanzó un 2,4 por ciento en diciembre, bastante por encima del 2 por ciento que tiene como objetivo el Banco Central Europeo (BCE). En Inglaterra, la inflación fue aun mayor, alcanzando el 3,7 por ciento para 2010, empujada por el precio de los combustibles y los alimentos, haciendo sonar las alarmas del Banco de Inglaterra. Su presidente, Mervyn King, advirtió hace pocas semanas que la inflación anual podría alcanzar el 4 por ciento o el 5 por ciento en los próximos meses, antes de estabilizarse a niveles inferiores.
Estos pronósticos fueron hechos antes de que se intensificara la crisis política en Egipto. Esta crisis, que no fue prevista por ninguno de los “expertos” del Medio Oriente, va a tener un fuerte impacto económico y geopolítico sobre el resto del mundo. Cuando cae un líder autocrático como Hosni Mubarak, que ha gobernado con mano férrea durante treinta años, es muy difícil, por no decir imposible, instalar un régimen democrático estable de la noche a la mañana, especialmente en un país donde no existen las instituciones. Los norteamericanos ya probaron en Irak sin mucho éxito. Los optimistas pueden señalar la transición relativamente pacífica en Indonesia, otro país mayoritariamente musulmán, luego de la caída de Suharto. Sin embargo, Egipto se encuentra en una situación muy diferente. Y su posición geopolítica y el papel fundamental que ha jugado desde la era Sadat en el mantenimiento de la paz con Israel, hacen que las consecuencias de una transición caótica sean mucho más preocupantes para el resto del mundo. Recordemos que Egipto es después de Israel el país que mas asistencia financiera recibe de Estados Unidos. Desde 1979 esta ayuda promedia los dos mil millones de dólares anuales y en su mayor parte es de carácter militar.
El Medio Oriente es un volcán cuyas erupciones, impredecibles y violentas, siempre han tenido un fuerte impacto sobre el precio del crudo. Y el precio del crudo ha puesto en jaque a la economía mundial en más de una ocasión. Es imposible prever lo que va a suceder en Egipto. En mi opinión, sólo una fuerte intervención extranjera (léase Estados Unidos y la CEE) puede alentar las esperanzas de una transición estable y pacífica hacia un régimen democrático. Y es difícil concebir cómo pueda ocurrir tal intervención en una sociedad fuertemente nacionalista como la egipcia.
La historia moderna ha demostrado que en situaciones de inestabilidad política el poder casi siempre termina en manos del líder, grupo o sector más ambicioso, inescrupuloso y disciplinado. La posibilidad de que el islamismo radical llegue al poder no es tan disparatada, a pesar de que muchos la descartan de plano dentro y fuera de Egipto. Es cierto que la Hermandad Musulmana sigue siendo un grupo minoritario que no tiene mas del 20 por ciento de adhesión entre el pueblo egipcio, que es mayormente moderado. Pero desde 1789, la historia muestra que los moderados son generalmente desplazados (muchas veces de manera violenta) en las revoluciones. Por otra parte, una situación caótica post o preelecciones puede generar un golpe de Estado por parte de un sector del Ejército.
Todo esto agrega un ingrediente peligroso a un cóctel que ya de por sí era bastante indigesto para las economías del mundo industrializado. Recordemos que la violenta suba del crudo desde mediados de 2007 hasta mediados de 2008 (casi el 100 por ciento) puso un freno a la economía norteamericana y contribuyó a exacerbar la crisis iniciada con el colapso de Lehman Brothers. Hoy, cuando los efectos de esa crisis no han sido completamente digeridos por las economías de Europa y Estados Unidos, el shock petrolero y el resurgimiento de la inflación pueden fácilmente descarrilar una solución ordenada a los problemas pendientes (léase desempleo, sector inmobiliario y PIIGS). Una suba de las tasas de interés puede acelerar rápidamente un default en Grecia, que muchos en el mercado consideraban inevitable incluso antes de esta nueva crisis. Jean Claude Trichet, presidente del BCE, que hasta hace algunas semanas se había mostrado inclinado a subir las tasas frente al rebrote inflacionario, en su conferencia de prensa del 3 de febrero reafirmó que las mantendrá en los niveles actuales.
Ya no se trata de una cuestión de orden económico sino de orden político, que por su naturaleza es mucho más impredecible. En estas circunstancias la “sintonía fina” de la FED y el BCE se hace mucho más difícil. ¿Cómo afecta todo esto a la Argentina? Hay claros indicios de un efecto contagio en el resto de los mercados emergentes por la crisis egipcia. Además del nerviosismo de los inversores hay que tener en cuenta las ramificaciones sobre la economía real. Es evidente que una desaceleración del crecimiento en los países de la Ocde impactará en el mundo. A ello se agrega que Egipto es el principal importador de trigo a nivel mundial. Sin embargo no todo es negativo. La Argentina es uno de los países mejor posicionados para enfrentar la turbulencia originada en el mundo árabe.