Por Elisa Bearzotti / Especial para El Ciudadano
Muchas veces, al terminar de escribir alguna de estas crónicas, tengo la tentación de gritar: ¡por favor, paren el mundo que me quiero bajar! Agresiones; guerras que amenazan con destruir el planeta y a toda la civilización actual; entronización de dirigentes mesiánicos y delirantes que son seguidos por multitudes; líderes de sectas religiosas imponiendo sus arcaicos códigos desde el poder… eso y mucho más resulta el pan cotidiano de las mesas noticiosas. Claro que el plato no se come solo, llega adobado por las banales imágenes que nos regala el siempre disruptivo universo de la moda, los “influencers” que circulan por las redes sociales, los integrantes del “star system” hollywoodense y/o cualquier otra “celebrity” de ego hambriento posándose frente a las pantallas para mostrar su extravagante y vacía vida. Sin embargo, debo asumir que la mirada estoica y cruda que sostiene mi pluma virtual se ha visto desafiada esta semana, ya que algunas noticias dan cuenta de que la humanidad a veces, se decide a recorrer los caminos de la sensatez.
Por ejemplo, en estos días un jurado de Nueva York encontró culpable a Donald Trump por la agresión sexual seguida de difamación cometida contra la experiodista E. Jean Carroll en la década de 1990, y decidió que tendrá que indemnizarla con 5 millones de dólares, según reportaron medios estadounidenses. Carroll, de 79 años, denunció el año pasado al exmandatario por una violación ocurrida en 1996 en los probadores de unos grandes almacenes de la Quinta Avenida, y además lo demandó por difamación debido a que Trump tildó de “completa estafa”, “falsedad” y “mentira” la revelación del hecho en un libro publicado en 2019. “Me llevó mucho tiempo darme cuenta de que permanecer en silencio no funciona”, dijo la víctima, citada por la agencia de noticias AFP. Durante el juicio, la defensa de Carroll presentó como testigos a otras dos mujeres que aseguraron haber sido víctimas del mismo delito por parte de Trump, a las cuales se suma otra docena que lo había acusado antes de las elecciones de 2016 en las que llegó a la presidencia. Si bien el exmandatario niega fervientemente cada una de estas acusaciones, es probable que este fallo civil limite sus aspiraciones a sentarse nuevamente en el sillón presidencial de la Casa Blanca en 2024. Y lo maravilloso es que esto ocurre, no por el fraude electoral cometido por sus seguidores en las elecciones de 2020 en el estado de Georgia, ni por su presunto mal manejo de documentos clasificados sacados de la Casa Blanca o por su implicación en el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 -todos hechos gravísimos por los cuales continúa siendo investigado- sino porque algunas mujeres tuvieron la valentía de pararse frente al poder y comenzaron a hablar.
Por otra parte, el pueblo de Francia -país que se encuentra al borde de la inconsistencia democrática gracias a la polémica ley de pensiones impuesta por Emmanuel Macron- mantiene desde hace meses su decisión de manifestarse para ejercer sus derechos, incluso frente a la tozudez oficial. Por esto, hace unos días, durante una visita del presidente a una localidad del sudeste francés, la policía -haciendo gala de su gran creatividad- decidió confiscar cacerolas y reprimir a los manifestantes con gases lacrimógenos, al igual que en tantas otras marchas que han tomado las calles parisinas durante los últimos meses. Sin embargo, utilizando una vara diferente, el sábado pasado las autoridades permitieron que unos 600 neonazis, vestidos de negro y enmascarados, exhibieran sus banderas con la cruz celta -habitualmente utilizadas por supremacistas blancos- durante un desfile por las calles de Paris. Frente al repudio generalizado -incluso de representantes de la extrema derecha como Marine Le Pen quien calificó el hecho de “inadmisible”- el ministro del interior Gérald Darmanin debió anunciar que en el futuro prohibirá las manifestaciones de pequeños grupos ultraderechistas. “Dejaremos que los tribunales decidan si la jurisprudencia permite que estas manifestaciones tengan lugar”, agregó durante una sesión de control al gobierno de la Asamblea Nacional francesa, lo cual implica también una muestra de sensatez de parte de quienes tienen la obligación moral de conducir los destinos de un país.
En 2017, mientras caminaba por las calles de Manhattan, me encontré de pronto cerca de los fríos edificios de Wall Street, y comencé a buscar al famoso toro de bronce ubicado frente a la fachada de la Bolsa de Valores de New York, para tomar la foto de rigor. Grande fue mi sorpresa cuando vi, cerca de él, la estatua de una pequeña niña, sonriente y desafiante, haciendo frente al poderío y ferocidad que emanaban del bovino. Después supe que se trata de “La niña sin miedo”, una obra de la escultora uruguayo-estadounidense Kristen Visbal, que había sido montada por sorpresa en la víspera del Día de la Mujer de ese año, con la intención de poner en evidencia la desigualdad de género. Claro que esto fue demasiado para los magnates del poder y unos días después, las autoridades anunciaron que, dado que no contaba con los permisos necesarios de parte de la alcaidía neoyorkina, sería trasladada. La polémica desatada fue tan grande que, finalmente, y luego de marchas y contramarchas, la estatua continúa estando en el mismo lugar, y sigue desafiando al toro. Se quedará ahí al menos hasta el 2024, cuando su ubicación vuelva a evaluarse (lo cual viene ocurriendo año tras año desde su instalación). La imagen, tan potente y controversial, da pie para el cierre de esta crónica porque esa niña, tan vulnerable y al mismo tiempo tan segura de sí misma como para enfrentar la bravura del toro, toca las fibras más íntimas del corazón humano y, hasta el momento, nadie ha sido capaz de moverla ni tampoco cercenar las múltiples lecturas que habilita. La estatua es una rescritura de la historia de David y Goliat, en la cual el débil vence al fuerte con la ayuda de Dios. Claro que en los relatos bíblicos Dios siempre elige manifestarse a través de personas comunes las cuales, haciendo gala de coraje, se ven impelidas a hacer escuchar Su voz, aun en las peores condiciones. Eso ha ocurrido en los dos ejemplos mencionados más arriba y sigue ocurriendo cada vez que nos animamos a enfrentarnos a situaciones personales o colectivas que son injustas, nos someten, agobian o nos quitan libertad. Lo que ocurre es que, quizás, luego de millones de años de adaptación, los seres humanos llevamos escondidos en nuestros genes el secreto de la supervivencia, y sabemos que para lograrla es necesaria la colaboración…mal que les pese a los mesiánicos de siempre, defensores de un mundo para pocos, sin dudas derrotados más temprano que tarde por la inocencia atrevida de alguna “niña sin miedo”.