Esteban Guida y Rodolfo Pablo Treber
Fundación Pueblos del Sur (*)
Especial para El Ciudadano
Los seres humanos, lo queramos o no, nos vamos convirtiendo en aquello que hacemos. Por eso, la falta de trabajo es mucho más que la tasa de desocupación; es la destrucción del ser, de la persona y, por lo tanto, de la comunidad toda.
Porque el trabajo, el quehacer, es parte fundamental de nuestra identidad. Cualquiera de nosotros, ante la pregunta ¿qué, o quién, sos?, seguramente consideremos en la respuesta nuestro empleo u oficio: docente, taxista, médico, albañil, etcétera. El trabajo no es un concepto puramente comercial (dinero a cambio de horas) sino que es la contribución que cada persona hace a la comunidad, con aquello que tiene de sí mismo para dar, reciba o no una paga por ello.
Por eso, no trabajar nos debilita e impide nuestra proyección a futuro, obstruye nuestra realización como persona en su contexto social, la comunidad; porque dar, es mejor que recibir, y hace al ser.
Por esto es que el desempleo, la pobreza y el hambre no tienen como único objetivo la concentración de riquezas fuera del país, sino que, al mismo tiempo, sirven como herramientas de sometimiento para deprimir espiritualmente a los Pueblos y, así, dominarlos fácilmente a través del marketing y la propaganda.
En nuestra Patria, la dictadura cívico militar iniciada en 1976, actuando bajo orden directa de los Estados Unidos, llegó para destruir el modo argentino de producción que tanto éxito alcanzó años atrás. Un modelo virtuoso que contaba con la presencia del Estado en los sectores estratégicos de la producción, subordinando política y económicamente a las multinacionales y generando el contexto ideal para el desarrollo de proveedores en pequeñas y medianas empresas privadas. Así, el funcionamiento industrial argentino constituía un eje dinámico mucho más fuerte que el del capitalismo (Multinacional-Pyme) o el comunismo (Empresa Estatal Integrada); era la Tercera Posición Justicialista. Esto impedía que el Imperio se adueñe del mercado interno argentino y sus riquezas naturales. He ahí, la causa del golpe.
La destrucción no sólo fue del trabajo formal, mediante una política económica y represiva consistente y coherente con ese fin, sino también de ese aporte de la persona humana al conjunto de la comunidad, mediante el miedo, la amenaza y el encierro individualista.
Para cuando acusó el golpe de Estado, los números de la desocupación abierta no llegaban al 2% de la Población Económicamente Activa. Luego de siete años de ajuste brutal, liberación de precios y apertura de importaciones, en 1983, los desocupados alcanzaban el 4,6% (784.502 trabajadores), pero el fenómeno de la subocupación duplicaba esta cifra.
Con el esperado retorno de la democracia y lejos de enfrentar el conflicto retomando la línea industrial desde el Estado Empresario, el presidente Raúl Alfonsín aplica medidas contracíclicas y regulaciones impositivas para redistribuir la riqueza, sin un cambio de fondo. Así, paulatinamente, multinacionales y oligarquía terrateniente fueron desangrando su gobierno, hasta liquidarlo con una estampida inflacionaria en el año 1989. Su gobierno finaliza con 7,7% de trabajadores desempleados.
Años más tarde, todavía con la memoria industrial fresca, el pueblo argentino apuesta por la promesa de revolución productiva de Carlos Menem. Pero, haciendo todo lo contrario a lo prometido, el gobierno menemista profundizó el proceso de destrucción industrial que había iniciado la dictadura. Privatización y/o cierre de las empresas del Estado, apertura de importaciones y flexibilización laboral, fueron el combo para terminar la tarea que comenzaron los militares golpistas. Durante este período se terminó de excluir al Estado, al Pueblo Argentino, de los sectores estratégicos de la economía, a la par de un proceso de privatización y extranjerización de los mismos.
Luego del estallido social que provocó la continuidad de esas políticas hasta el año 2002, donde se alcanzó el 23% de desocupación abierta, los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández apelaron al crecimiento del consumo interno para volver a utilizar la capacidad industrial instalada que el período menemista había dejado en desuso. Sin tocar los sectores estratégicos, se apeló a esta política de reactivación y tomando medidas contracíclicas.
El objetivo planteado fue alcanzado parcialmente. Para el año 2011, con la reactivación de la economía nacional y la capacidad instalada funcionando casi al máximo de sus posibilidades, el desempleo cayó a un 7%, considerando como empleados quienes realizaban una contraprestación por la recepción de un aporte económico del Estado. La desocupación seguía siendo preocupante, aunque sensiblemente menor a la del 2003.
Para entonces, la matriz productiva argentina, producto de su estancamiento y avance de la tecnología, daba menos puestos de trabajo que los publicados en 1980. Inexorablemente, para avanzar en la creación de empleo había que aumentar la capacidad instalada, invertir en producción, desarrollar la industria nacional… Pero la política no cambió. Con una estructura económica totalmente concentrada y privada (logística, Aduana, comercio exterior, producción, acopio y distribución) y un poder adquisitivo en aumento, las empresas trasladaron cada aumento salarial a precios. De esta manera se deprimía la demanda interna y se generaban mayores saldos exportables, comenzando un proceso inflacionario que permanece hasta estos días.
Así las cosas, los últimos cuatro años del gobierno de Cristina Fernández no mostraron mejoras significativas en términos de empleo.
Para peor, en el año 2019 vuelve lo peor de la cultura pro-negocio de la mano de Mauricio Macri. Aprovechando el bajo nivel de endeudamiento y el malestar social, asumió a pie juntillas la tercera etapa del proyecto liberal post Perón: destruir la pequeña y mediana empresa y dejar sometido al país con una exorbitante deuda externa.
La dictadura militar instaló el capitalismo, Menem destruyó las empresas del Estado relegando los sectores estratégicos al extranjero y Macri buscó destruir el último eslabón de la cadena productiva nacional, las pymes. Altas tasas de interés, apertura indiscriminada de importaciones, dólar alto… fueron demasiado. Miles de pequeñas y medianas empresas cerraron, dejando un saldo de 2.482.521 desocupados (10%), sumados a una brutal pérdida del poder adquisitivo de sectores de ingresos medios y bajos.
En el veloz repaso de estos 45 años, queda claro que el ataque del imperialismo, a partir de la apropiación de nuestro mercado interno, no cesó ni un segundo, mientras que el gran ausente es el modelo de desarrollo nacional. Producto de esto y de la negación u ocultamiento del conflicto es que la masa de trabajadores en blanco, con altibajos, cayera de forma permanente de 77% a 40%, y que los desocupados ascendieran de 2% a no menos de 7%, sin contar la abultada cifra del 18,4% de ocupados demandantes de empleo. Porque, cuando el Estado se ausenta de los sectores estratégicos de la economía eludiendo la misión de impulsar un modelo de desarrollo nacional, sobrevienen desocupación y productos extranjeros al mismo tiempo.
Nuestro Pueblo no puede esperar más, las consecuencias de este desastre son tanto materiales como espirituales. Siempre es el momento indicado para que se retorne el proyecto nacional: Estado Empresario y empresas privadas aliadas en un mismo frente productivo, sustituyendo importaciones, una vez más. Sólo debemos buscar en nuestra memoria y apelar a lo más profundo de nuestros sentimientos para convencernos del enorme potencial a futuro que tenemos si nos resolvemos a ser libres.
Ideas y recursos hay. Falta voluntad política.
(*) fundacion@pueblosdelsur.org
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