“Putas” es una marca estigmatizante de todos los tiempos hacia las mujeres en la cultura machista y “guerrilleras” era el rótulo que los militares de los 70 les imponían a las mujeres militantes: la reedición del libro Putas y guerrilleras de Olga Wornat y Miriam Lewin, permite resignificar la connotación de estas palabras en un nuevo contexto delineado por el peso de las luchas feministas.
El libro, relanzado por Planeta luego de su edición original de 2014, rastrea la historia de las mujeres secuestradas en la dictadura y cuenta en esta nueva edición con un prólogo de la antropóloga, ensayista y activista feminista Rita Segato.
Sus autoras, Miriam Lewin (1957) y Olga Wornat (1959) son periodistas de investigación y ambas militantes de la izquierda peronista en los 70.
—¿Cómo se resignifica esta nueva edición del libro ahora que la agenda social está atravesada por las reivindicaciones feministas y todo lo que dio lugar con el “Ni Una Menos”?
—Miriam Lewin: El libro es el producto de una larguísima serie de reflexiones a dúo con Olga, ambas sobrevivientes –aunque ella no haya pasado como yo por dos centros clandestinos de detención, la Esma y Virrey Cevallos– a lo largo de los años, sobre cómo éramos estigmatizadas las mujeres que habíamos sobrevivido. Y cómo dentro de las organizaciones armadas no había más que un machismo enmascarado de equidad. El producto de cierta teorización sobre la cuestión de la violencia sexual en los centros clandestinos y las entrevistas y testimonios constituyeron Putas y guerrilleras en su primera versión, a principios del 2014. Después llegó la ola feminista que creció con el Ni Una Menos, con la lucha por el aborto legal, el “Me too”, el “Mirá como nos ponemos…”.
—Olga Wornat: Con Miriam nos adelantamos a esa “ola feminista” con aquella primera edición que circuló de boca en boca entre las chicas de los colectivos, entre los estudiantes, en sectores académicos. Esto provocó debates diversos y algunos estuvieron de acuerdo (sobre todo la gente que fue militante en los 70) mientras que otra gente no estuvo de acuerdo con el planteo del libro. Después del “Ni Una Menos” estas discusiones se redujeron a su mínima expresión.
—¿Las violaciones y abusos durante los secuestros de mujeres en la dictadura son la materialización más extrema de “el Estado opresor es un macho violador”?
O. W.: Sí, tal cual, fue la materialización más extrema del Estado violador, porque nos referimos a una etapa de cultura de campos de concentración, donde las mujeres eran secuestradas y sometidas a una esclavitud de diversos matices: desde la brutalidad más espantosa, hasta la perversidad más sutil, como plantean los testimonios del libro. Eso correspondió a una etapa que también tiene que ver con otras dictaduras de América latina, que de alguna manera tiene un hilo conductor con lo que sucedió, por ejemplo, en Chile durante las últimas represiones, donde más de doscientas mujeres y chicas y niñas fueron violadas por los carabineros. Pero sí: el Estado patriarcal que continúa es el macho violador.
M. L.: Supongo que sí. Los genocidas querían disciplinarnos porque nos habíamos apartado del rol que la sociedad patriarcal nos había asignado. Objeto decorativo y de placer, novia, madre, esposa. Nos querían castigar, porque el violador, como dice Rita Segato, es un gran moralizador.
—¿Cuánto y cómo ha cambiado el paradigma de la cultura machista y el patriarcado de los 70 a la actualidad en la Argentina?
—M. L.: La sociedad no ha cambiado demasiado. Si una chica es violada, aún hoy en la comisaría de la mujer le piden que demuestre que se defendió. Y la socióloga Inés Hercovich, quien entrevistó a más de 200 víctimas de violación, demostró que todas querían salir de esa situación vivas. ¿Por qué nos dicen que si nos asaltan soltemos la cartera y el celular, y nos piden que defendamos nuestro sexo hasta arriesgar la vida? Es todo injusto. Las mujeres violadas tenemos que demostrar que no hubo consentimiento. Lo mismo nos pasaba en los 70 a las que salíamos vivas de los campos de concentración. ¿Y si hubieran sido varones los prisioneros y mujeres las guardianas, las oficiales represoras? ¿Y si un desaparecido hubiera sobrevivido gracias a tener sexo con una de ellas? ¿Le hubieran dicho “puta”, como a nosotras, los propios compañeros a la salida del campo? ¿O lo hubieran llevado en andas, vitoréandolo por su picardía?
—O.W.: En los 70 la cultura machista estaba mucho más acentuada y mucho más cerrada. Dentro de las organizaciones en las que nosotros militábamos y dentro de las organizaciones políticas y en las Fuerzas Armadas la cultura machista era la cultura de la sociedad, pero ahí adentro se reflejaba más. Nosotras, en realidad, íbamos a hacer primero la revolución y nuestros reclamos podían esperar, eso nos decían. Después resulta que las distintas revoluciones en el mundo dieron cuenta de que eso nunca sucedió. Si uno analiza la Revolución China o la Rusa o la Cubana, sin ir más lejos, no hubo una reivindicación del feminismo. Hay una gran diferencia entre los 70 y lo que lograron las jóvenes que rompieron con todo y nosotras acompañamos.
—¿Cómo les atravesó el cuerpo la escritura de este libro?
—O.W.: A mí me atraviesa el cuerpo su escritura. Escribir este libro fue muy doloroso, porque lo viví desde afuera militando en la clandestinidad, y Miriam lo vivió de adentro. Estas historias me atraviesan con un dolor que está ahí, latente. Todo el libro me impacta, no me pude correr de la escritura de este libro, es como un corazón con heridas que está latiendo todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo… La reedición de este libro me fue tan dolorosa y difícil y compleja y dura como la que salió en el 2014, porque fue volver a revisar todo otra vez.
—M.L.: No es el primer libro sobre este tema que escribimos. Yo estoy convencida de que la escritura es terapéutica. (Jorge) Semprún dijo: “La escritura o la vida”. Durante cuarenta años no pudo escribir sobre lo que le había pasado. Salvando las distancias, yo tardé 25 años. Y ojalá hubiera empezado antes.
La culpa es de todas ellas
Las profundas marcas que dejan los abusos y las violaciones en las mujeres son heridas que nunca terminan de cicatrizar: ni en el cuerpo, ni en la mente de la víctima, ni en el interior de la familia, ni en la profundidad de la sociedad, según coinciden las periodistas Miriam Lewin y Olga Wornat, quienes describen las experiencias de distintas mujeres que vivieron estas experiencias traumáticas durante su cautiverio en la dictadura cívico militar.
—En el libro hacen hincapié en los problemas para relacionarse con los hombres de la familia que han tenido muchas mujeres tras haber sido violadas ¿Hoy en día algo de eso ha cambiado?
—Miriam Lewin: La mujer todavía es hoy culpabilizada cuando es víctima de un ataque sexual, Y también lo es su madre: “¿Dónde estaba la madre?”, es lo primero que se pregunta. ¿Por qué estaba ahí tan tarde? ¿Qué se puede esperar, si tenía 17 años y no era virgen? ¿Por qué había abandonado el colegio? Muchos testimonios de los 70 hablan de cómo se intentaba proteger a los varones de la familia de la afrenta que significaba la violación de la hija prisionera. “Mejor ahorrarles ese sufrimiento, no le cuentes a tu papá ni a tu hermano”, decían las madres a las hijas que eran liberadas. El hombre, se suponía, y aún se supone, que está ahí para protegernos de las agresiones de los otros machos. Por eso, los varones sobrevivientes lloran y se quiebran en las visitas a los campos de concentración cuando pasan por el lugar donde violaron a su mujer.
—Olga Wornat: En el caso de las mujeres que han sido violadas y han decidido –o no– contarlo, y la relación posterior con los esposos o los padres depende siempre de cada una. Pero en general, las mujeres de nuestro libro rehicieron sus vidas y otras no, pero al margen de lo que les pasó. Todas quedaron muy marcadas y con heridas muy profundas, pero pudieron rehacer sus vidas. Y eso es un canto de esperanza: la ventanita al cielo que quisimos dejar con Miriam en cada una de estas historias, para que todo no fuera tan oscuro.
—¿Pudieron detectar esas diferencias de las que hablaban los jefes de la Armada en el trato con las mujeres secuestradas con respecto a lo que sucedía con el Ejército?
—M. L.: Todos los centros clandestinos de detención y tortura eran diferentes cuando ejecutaban el plan sistemático de terrorismo sexual contra las prisioneras desaparecidas. En algunos, los cuerpos de las mujeres eran para los oficiales y cualquier intento por parte de un subalterno de acercamiento sexual era incluso sancionado. En La Cueva, de Mar del Plata, de la Fuerza Aérea, el suboficial Goyo Molina violaba a las prisioneras de manera salvaje y se jactaba de eso. Eso era considerado el botín que le correspondía. Para los oficiales, los bienes materiales, departamentos, terrenos, autos.
—O. W.: Cuando lo entrevisté a (Emilio Eduardo) Massera en la década del 90 –habló luego de 18 años de silencio– una de las cosas de las que él se jactaba y se vanagloriaba era decir: “Yo era mejor que ellos”, refiriéndose al Ejército; porque decía que había salvado mujeres. Me acuerdo que me dijo: “Vaya a preguntar cuántas mujeres se salvaron en el Ejército, porque en el Ejército las violaban y las mataban, en cambio la Marina las tratábamos como reinas”. Esta es una de las grandes frases. Pero si vamos al caso estamos hablando de campos de concentración de la Marina y del Ejército, o sea que la diferencia es absurda.
Primero rezaban y después salían a secuestrar
La inclusión del calificativo “religiosa” a la enunciación ya aceptada de dictadura cívico militar que proponen las autoras del libro Putas y guerrilleras no es caprichosa, en tanto traza una continuidad con un libro anterior de una de ellas, Olga Wornat, quien en Nuestra Santa Madre narra la complicidad de la parte más conservadora de la Iglesia Católica con los secuestros, las torturas y el plan sistemático de apropiación de bebés que tuvo lugar en la Argentina a partir del 24 de marzo de 1976.
Lewin, la otra autora de la investigación, destaca el machismo de la Iglesia y los distintos grados de religiosidad dentro de las Fuerzas armadas.
—¿Cuánto pesa en la construcción de la cultura machista la incidencia del culto católico que decían profesar algunos de los militares que llevaron adelante la dictadura?
—Miriam Lewin: No todos los militares eran muy religiosos. Podría decirse que de las tres fuerzas, la más católica era la Fuerza Aérea. La Marina era más liberal en un punto, sin que esto obste para que cuando tuvieron que ocultar a un grupo de prisioneros fuera la Iglesia la que les cedió una isla de su propiedad en el Tigre, que se convirtió en un centro de secuestro y tortura.
—Olga Wornat: Yo escribí un libro que se llamó Nuestra Santa Madre, que no sólo cuenta la historia de la Iglesia Católica sino también la gran complicidad directa con lo que sucedió en la Argentina durante la última dictadura militar y en todas las dictaduras anteriores. Los militares –la Marina también aunque eran masones– buscaron colocarse bajo el paraguas de la Iglesia Católica que participó en algunos casos directamente en los campos de concentración hablando con los secuestrados para que confesaran, como fue el caso de monseñor Plaza, que ejerció como arzobispo de La Plata y que no solamente entregó a su sobrino sino que también visitó los campos de concentración de La Plata, Berisso y Ensenada. Sin ir más lejos, los casos de comunión a los dictadores –hay fotografías de eso– no se hubieran hecho sin la complicidad de la Iglesia Católica, como también de la sociedad civil. Por eso fue una dictadura cívico militar y religiosa.
—¿Ven algún paralelismo entre el discurso de “salvar las dos vidas” que se consolida hoy entre quienes se oponen a la legalización del aborto y el plan sistemático de secuestro de bebés y asesinatos de sus madres durante la dictadura?
—M. L.: Casualmente, entre muchos de los que pregonan que hay que salvar las dos vidas, hay algunos que se apropiaron de bebés y asesinaron a sus madres, porque esos chicos tenían que crecer en una familia “bien”.
—O.W.: Sí, algo hay ahí que tiene que ver con eso de decir “no importa la mujer”, aunque los tiempos son distintos. En aquel momento también, de alguna manera, reinaba ese pensamiento de salvar a los chicos, aunque algunos chicos no se salvaron porque mataron mujeres embarazadas. El planteo de las dos vidas es un planteo de la más extrema derecha del conservadurismo, no solamente argentino porque existen en todas partes con un alto contenido del catolicismo más retrógrado, y los grupos evangélicos. Como contamos en el libro, Elena Alfaro se salva porque ella fue educada en un colegio de monjas, y cuando el jefe del campo de concentración El Vesubio le pregunta a ella si quería entregar a su hijo “a decentes y honestas familia de militares”, ella le responde muy hábilmente que tenía que “cargar con esa cruz”, que así le habían enseñado en el colegio. Y eso fue lo que la salva. Ése era el pensamiento que tenía sobre todo el Ejército, que salía a matar con el crucifijo colgado. Eso se veía mucho en todos los campos de concentración: los militares primero rezaban y después salían a secuestrar.