Carlos Polimeni / Noticias Argentinas
La historia es rara hasta la exageración: un joven estadounidense parecido a James Dean se hace famoso como baladista a principios de los 60, viaja al sur de América latina para promocionarse y entra en contacto con las ideas de izquierda, se radicaliza, una dictadura militar lo deporta de la Argentina, y dos décadas después muere en extrañas circunstancias en Alemania Oriental, donde estaba radicado.
Pero por más rara que parezca, esta es la historia real del cantante y actor Dean Reed, al que en muchos países conocen como El Elvis Rojo, que durante una porción de los años 60 fue una figura recurrente de la escena artística argentina, en que filmó películas, resultó una figura televisiva destacada y tocó en docenas de clubes, festivales, boliches y salones, para un público que le festejaba todos y cada uno de sus numerosos guiños.
Dean Cyril Reed, que había nacido en el Lejano Oeste en 1938, llegó por primera vez al Sur de América en 1962, cuando se disputaba el Mundial de Fútbol de Chile, intentando aprovechar que algunos de sus temas, sobre todo «Our summer romance» sonaban mucho en las radios, en parte por el apoyo de una industria discográfica que estaba generando una Nueva Ola de artistas comerciales, en parte por un impulso ideado por el Departamento de Estado, en la era posterior a la Revolución Cubana.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo durante el transcurso de la llamada Guerra Fría con la URSS, los artistas estadounidenses solían hacer giras por diferentes países de América Latina con un decidido apoyo del establishment de su país, que los consideraba embajadores sin cartera, cuyo mensaje debía confrontar con la politización de muchos de sus colegas latinoamericanos.
En la mayoría de los casos, era el poder político el que pagaba los pasajes e impulsaba a través de sus embajadas la confraternización de esos artistas con sus pares locales, de modo que se establecía una verdadera diplomacia paralela que jamás se oficializaba, pero daba sus réditos, sobre todo porque ablandaba la imagen de Estados Unidos en territorios en que las ideas de izquierda tenían un largo camino por recorrer.
Cuando llegó a la Argentina el flechazo fue mutuo: a Dean le encantó la vida en Buenos Aires, que se lo considerara un triunfador solo por ser extranjero, y a la industria le vino bien ese galán de ojos celestes que estaba dispuesto a trabajar todo lo necesario, en todos los frentes, para que sus canciones tuvieran el respaldo del público que consume con interés lo que antes le venden como exitoso la radio y la televisión.
Entre 1965 y 1966, filmó dos películas dirigidas por Enrique Carreras, Mi primera novia, con Palito Ortega y Evangelina Salazar, y Ritmo nuevo, vieja ola, con Mercedes Carreras, Ángel Magaña, Lolita Torres, Jorge Salcedo, Tita Merello y Darío Vittori, entre otros, y resultó un invitado recurrente del programa Sábados continuados, que conducía Antonio Carrizo, mientras las revistas de la farándula lo ponían en tapa una y otra vez, apuntando a un público femenino que lo había elegido como un sex symbol.
En los años en que aún estaba en aguas de borrajas el luego llamado rock nacional, es decir antes del éxito de 1967 de “La balsa”, de Los Gatos, era común verlo de gira por el conurbano al frente del grupo «Los Dominantes», una banda de pop rock con músicos de Lanús que integraban Juan Luis Bhe «Ricky» (teclados), Carlos Reale «Charly» (bajo), Dardo Rivero (guitarra), Juan Chiarello (guitarra) y Jacinto Atencio (batería).
En las entrevistas solía contar que había estudiado meteorología en la Universidad de Colorado, que luego había probado suerte en Hollywood, y qué en 1958, a los 20 años le llegó un primer contrato con Capitol Records, cuyos ejecutivos estaban convencidos de que formaría parte de una nueva brigada de ídolos juveniles que también integraban, entre otros, Paul Anka, Chubby Checker y Neil Sedaka.
Después de llenar estadios repletos de adolescentes en su primera visita al Sur -también tenía mucho público en Perú- aprendió español, le ofrecieron contratos para rodar varias películas para el mercado sudamericano, y ya que estaba, se quedó a vivir en la Argentina, seguro de que cada vez que cantara “La Bamba” el público lo ovacionaría.
Su rostro estaba en los afiches de las películas y era parte del sector juvenil de la farándula de la época cuando en 1968, sorpresivamente para quien no estuviera al tanto de que en su mirada del mundo todo había cambiado, la dictadura encabezada por el militar del Opus Dei Juan Carlos Onganía lo deportó, forzándolo a partir rumbo a Europa, después de una fuerte presión de la Embajada estadounidense.
Es que en aquellos años en que el Che Guevara había decidido trasladar su lucha a Bolivia, donde había sido asesinado en 1967, la conciencia de aquel joven artista estadounidense había dado un giro copernicano, en contacto directo con la realidad del llamado patio trasero de América del Norte, y eso había ido cambiando toda la lógica de sus primeras incursiones artísticas: ahora cantaría “Si se calla el cantor”, de Horacio Guarany, “Bella Ciao”, “Venceremos” y otros clásicos de la música combativa de la época.
Al comenzar los 70, desde Europa, el siempre sonriente Reed volvió al Sur de América. Pero ahora atraído por la escena política chilena, dispuesto a participar de la campaña que terminaría con el triunfo de la fórmula de la Unidad Popular en las elecciones que permitieron que en noviembre de ese año el socialista Salvador Allende asumiera la presidencia.
“El año pasado ha sido un año de profunda búsqueda interior, estoy más convencido que nunca de que es obligación de cada hombre, sin importar si es carpintero, poeta, albañil o taxista, ser también parte de lo político y participar en la vida de su barrio, país y planeta”, había escrito años antes en su “Carta a mí mismo” aquel hombre que solo viviría 48 abriles.
“Los políticos nos dirán que les dejemos el control de los países. Es como si los ladrones le dijeran a la policía que no los molesten mientras están robando a la gente”, agregó, en expresiones que no pasaron desapercibidas entre aquellos funcionarios que velaban por los intereses estadounidenses en América Latina, que antes lo consideraba un ejemplo de la diplomacia blanda y ahora lo veían enarbolando las ideas del enemigo.
El nuevo Reed estaba ya muy lejos de la Nueva Ola cuando se animó a higienizar una bandera estadounidense delante de la Embajada de su país en la capital chilena, causando un incidente político premeditado, que fue publicado en diarios de todo el mundo y que le valió un reconocimiento final de los sectores de izquierda que lo creían un posible doble agente.
«Hoy día en Santiago de Chile simbólicamente lavo la bandera de mi patria”, dijo aquel día de 1970 delante de los periodistas, antes de ser detenido por los carabineros. “Lo hago porque esta bandera estadounidense está sucia con la sangre y lágrimas de millones de personas, la mayor parte de Sudamérica, África y Asia», agregó, seguro de que el nuevo presidente lo invitaría a la Casa de La Moneda, como ocurrió.
En Europa había agregado a su abundante filmografía algunos casi que graciosos «spaghetti western», entre ellos La ley del karate en el Oeste, de Toni Ricci y Adiós Sabata, de Gian Franco Parolini, con el pelado Yul Brynner en su esplendor bizarro, como si de un modo sutil se burlase también del imaginario que la industria estadounidense había armado para narrar la llamada Conquista del Oeste.
Invitado por la Organización Juvenil Socialista de la URSS viajó a Moscú, hizo una gira por numerosas ciudades soviéticas en que lo presentaban como el estadounidense famoso que apoyaba las ideas del socialismo real, y poco después Estados Unidos lo declaró “persona no grata”, impidiéndole el retorno a su territorio, si es que pensaba intentarlo.
En 1971, decidió probar suerte con un regreso a la Argentina, ahora con Alejandro Agustín Lanusse al frente del gobierno militar, pero lo detuvieron cuando ingresaba desde Uruguay y lo alojaron en el Penal de Villa Devoto, donde estuvo algunas semanas antes de ser deportado otra vez, sin que la representación diplomática local moviera un pelo para defenderlo.
Cuando la preguntaron en una entrevista en la revista Siete Días porque estaba tras las rejas contestó: “Diría que hay dos motivos. Uno, el que las autoridades han tomado como excusa y otro, el real. El primero es que yo habría efectuado declaraciones políticas cuando residía en la Argentina. Pero el motivo real es que dediqué mi arte y mi fama a la lucha por la paz, por el progreso social del mundo”
En esta ocasión, escribió una crónica, con humor, sobre sus días en la cárcel: “Lo primero que hicieron fue cortarme el pelo. Es la primera vez que tengo un corte de pelo gratis, pero (…) podría ser el más caro de mi vida, ya que el 13 de julio debía comenzar a filmar un western (…) Si me aguardan una semana más podría hacer el film. Lo que no sé es cómo vamos a explicar que mi personaje tenga un corte de pelo ‘a lo preso’”.
Pero lejos de amilanarse por las detenciones y persecuciones, se radicalizó: luego del golpe de Estado en Chile y las muertes de Salvador Allende, Víctor Jara y Pablo Neruda, a los que había conocido, redobló sus críticas en Europa a la política exterior estadounidense y decidió instalarse en la República Democrática Alemana, para vivir en Berlín Oriental, desde donde viajó a Cuba, Nicaragua y El Salvador.
A pesar de su casi sobreactuación de un ideario internacionalista, Reed estaba en un brete: en las fuerzas de izquierdas había una especie de duda sistemática sobre su posible condición de doble agente, mientras en Estados Unidos no quedaban dudas respecto a que había sido manipulado por la inteligencia soviética para que en los países socialistas fuese presentado casi como un trofeo de guerra.
En Alemania Oriental filmó una película, El cantor interpretando la trágica vida de Jara, y pudo explicar muchas veces sus ideas, más allá de los rumores: se consideraba ante todo «un patriota» que prefería las ideas del marxismo a la lógica del capitalismo pero conservaba un gran afecto por los Estados Unidos, a pesar de que sabía que era considerado por muchos de sus compatriotas como un traidor.
En 1983, a raíz del estreno de un documental sobre su vida, pudo volver a Estados Unidos, donde concedió una entrevista al programa 60 minutos, de la CBS, en cuyo marco dijo que le parecía perfecto el Muro de Berlín porque separaba la pureza ideológica del Este de las desviaciones que proponía el Oeste, lo que motivó su ruptura con los familiares y amigos con los que aún mantenía relaciones, que lo consideraron un provocador.
Reed tuvo muchos romances, incluso algunos en Buenos Aires, una ciudad que amaba, y tres parejas formales: estuvo casado con la estadounidense Patty Hobbs (madre de su primera hija, Ramona), con la modelo alemana Wiebke Dorndeck (con la que trajo al mundo su segunda hija, Natasha) y más tarde convivió con la actriz Renate Blume.
Murió en circunstancias por lo menos extrañas, en 1986, si se tiene en cuenta que partió una noche rumbo a una reunión con un productor que lo había contratado para filmar desde el día siguiente una película sobre la Masacre de Wounded Knee -un oscuro episodio de la historia del Ejército estadounidense, en una reserva indígena en Dakota del Sur, en 1890- y su cuerpo fue encontrado cinco días después, flotando en un lago de Zeuthen, con el rostro desfigurado.
Aunque la policía alemana afirmó que se había tratado de un accidente, ni su hija mayor, Ramona, ni su viuda, Renate, aceptaron esa idea: para ellas se trató de un asesinato en una típica operación encubierta de la CIA, idea que también es parte de un guion que desde hace años tiene en su poder el actor Tom Hanks, que dijo en una entrevista que sueña con convertir en una película real esta auténtica vida de película.