Humberto Zambon (*)
Los principales líderes de Mayo, como Manuel Belgrano y Mariano Moreno, tenían en mente un modelo económico para el país que pretendían construir. Belgrano, por ejemplo, sostenía: “Todas las naciones cultas se esmeran en que sus materias primas no salgan de sus Estados a manufacturarse… Nadie ignora que la transformación que se dé a la materia prima da un valor excedente al que tiene aquella en bruto, el cual puede quedar en poder de la Nación que la manufactura… lo que no se conseguirá si nos contentamos con vender, cambiar o permutar las materias primas por manufactura”. El mensaje en pro del desarrollo manufacturero en momentos en que comenzaba la Revolución Industrial es claro. Moreno, en la misma línea de pensamiento, defendía la presencia de un Estado fuerte que interviniera en la economía, con explotación estatal de la riqueza minera y control del crédito y comercio internacional. Decía Moreno: “Se verá que una cantidad de doscientos o trescientos millones de pesos, puestos en el centro del Estado para el fomento de las artes, agricultura, navegación, etcétera, producirá en pocos años un continente laborioso, instruido y virtuoso, sin necesidad de buscar exteriormente nada de lo que se necesita para la conservación de sus habitantes, no hablando de aquellas manufacturas que, siendo como un vicio corrompido, son de un lujo excesivo e inútil, que debe evitarse; principalmente porque son extranjeras y se venden a más oro que lo que pesan”.
Claro que no todos pensaban igual. Estaban los comerciantes cuyos intereses estaban ligados al mantenimiento del monopolio comercial español, y los otros –que también apoyaban la Revolución, pero no coincidían con los planteos de Belgrano y Moreno– que querían el libre comercio para importar la manufactura británica. En realidad, estaba comenzando un debate sobre el país que queremos ser y que dura más de dos siglos.
Finalmente, los intereses dominantes fueron los del puerto de Buenos Aires y de los grandes terratenientes cuya prosperidad dependía del comercio internacional. Las provincias del interior durante muchos años procuraron defender sus manufacturas; por ejemplo, en 1832, desde Corrientes, Pedro Ferré, en una circular a los gobernadores provinciales, sostenía que “había que prohibir la importación de aquellos artículos que también producía el país”; esta lucha explica los largos años que distan entre la Independencia y la Organización Nacional, y la pérdida de territorios que eran del Virreinato pero que no integraron la nueva Nación, como ocurrió con Uruguay, Bolivia y Paraguay.
Las condiciones naturales permitieron que la actividad agropecuaria tuviera una productividad privilegiada, lo que permitió que en nuestras clases dirigentes se desarrollara una mentalidad rentística: vivir alternativamente en Buenos Aires y Europa, sin necesidad de inversión productiva, ya que las vacas, con pocos peones mal pagos, se reproducen por su cuenta. Esa mentalidad se mantuvo con los CEO que goberrnaron desde el 10 de diciembre de 2015 al 9 de diciembre de 2019, que agregaron como actividad prioritaria la especulación financiera y sus dineros en los paraísos fiscales.
Sin embargo, la idea de una política industrial con protección nunca murió y reaparecía durante las crisis (1867, 1873, 1890, 1930) hasta que en la segunda mitad de los años 40 se convirtió en objetivo de la política nacional con la creación del Iapi (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio), que tomó el monopolio del comercio internacional. Este modelo permitió un salto en el crecimiento industrial argentino, pero tenía una limitación: estaba orientado fundamentalmente al mercado interno y, por lo tanto, condicionado por el tamaño del mismo, lo que produjo sucesivas crisis de la balanza de pagos con devaluaciones, inflación cambiaria y continuos arranques y retrocesos en la economía real. Sin embargo, en los años 60 y principios del 70 consiguió un aceptable desarrollo industrial, inclusive con exportación de manufacturas.
Con el golpe militar de 1976, luego con el menemismo y en estos años con el fallido experimento de “Cambiemos”, se procuró desarrollar un modelo liberal de integración al mundo con preponderancia de lo financiero y atraso cambiario para combatir a la inflación. En los tres casos el resultado final fue el mismo: inundación de importaciones, cierre de fábricas e industrias, desocupación y endeudamiento externo. Las tres experiencias finalizaron con profundas crisis: de la deuda en 1983, que dio lugar a la llamada “década perdida”, la del colapso del sistema en 2001 y el endeudamiento externo irracional y la crisis actual que arrastramos.
La recuperación a partir de 2003 fue posible en base a tres grandes líneas: 1) mantenimiento del tipo de cambio competitivo mediante las retenciones a la exportación primaria; 2) crecimiento del mercado interno en base a una mejor distribución del ingreso, y 3) fomento de la integración latinoamericana, para superar la limitación al proceso industrial que representa el tamaño reducido de los mercados nacionales. Hoy hay que empezar de nuevo, con los mismos lineamientos.
En otras palabras, tenemos que volver a lo que querían Belgrano y a Moreno.
(*) Doctor en economía. Ex decano de la Facultad de Economía y Administración de la Universidad Nacional del Comahue y ex vicerrector de la Unco. De vaconfirma.com.ar