Por Roque Giordano
Una maestra se sienta en una silla. Enfrente, hay un niño de un puñado de años. Un banco escolar los separa. O mejor dicho, los une. El grafito del lápiz empieza a marcar su curso en el cuaderno. El alumno piensa, vacila un segundo eterno y vuelca finalmente la resolución de sus cálculos mentales en el papel. El resultado de la multiplicación, dice la maestra con su cabeza, es correcto.
Desde un rincón de la sala, la madre y un médico clínico aprueban el acierto con un aplauso.
No es el plató de una filmación. No es un capítulo del libro Corazón, de Edmundo de Amicis, por mucho que se le parezca. Son personas reales, de carne y hueso.
No es el aula de una escuela, como se podía prever en un principio.
Es la sala número 3 de oncología del Hospital de Niños Víctor J. Vilela.
Niños y niñas que son pacientes oncológicos, accidentados, vulnerables por violencia doméstica y hasta chicos que fueron heridos de bala (sí, leyó bien, eso sucede) vuelven a convertirse en alumnos gracias a los docentes hospitalarios.
La educación que se vio interrumpida por el infortunio de los chicos, la enfermedad y la desidia o la atrocidad de los más grandes, es restablecida por un grupo de maestros. No importan las causas, no importa el origen de la familia, no importa su diagnóstico, su misión no tiene sesgos: hacen el bien sin mirar a quién.
Todos los niños y niñas hospitalizados abrazan el aprendizaje nuevamente en el difícil contexto de su internación y así, por un momento, el mundo se encarrila y parece más justo, poniendo una palabra donde hubo un golpe, un juego donde hubo fuego, una sonrisa dónde hubo llanto, un bálsamo dónde dolor, una caricia donde penetró una bala, una pluma donde supo abrir una herida la espada. En definitiva, la salud y la docencia siempre fueron de la mano: aprender es en parte ponerle una curita al alma.
Este es el caso de “Leandro”, un joven nacido en un pueblito del sur de Santa Fe, a la vera de la ruta 18. En 2022 le detectaron leucemia. Es uno de los 1.300 niños que son diagnosticados con cáncer en Argentina cada año. Al momento de arribar al Hospital de Niños “V. J. Vilela” el jóven se encuentra en un estado crítico. Los profesionales señalan que su estado general es malo: está descompensado hemodinámicamente, con insuficiencia cardíaca, requerimiento de oxígeno, condiciones de terapia intensiva y cuidados oncológicos. Por el grado de compromiso, que es de “alto riesgo», su pronóstico también es malo.
Leandro estableció su tratamiento en Rosario. Como su familia no cuenta con los medios económicos para disponer de un lugar donde quedarse en nuestra ciudad, se hospedó en el hogar CENAIH (ONG que hospeda a los pacientes y familias del interior que necesitan tratamientos largos en la ciudad y carecen de recursos). El resto de sus días los pasa en el Hospital de Niños, donde lleva adelante sus sesiones de quimioterapia.
La Escuela 1391 “Caminos de Esperanza” de la ciudad de Rosario es de modalidad domiciliaria y hospitalaria. Trabaja para garantizar año a año el acceso a la educación a decenas de chicos y chicas que atraviesan una situación de enfermedad y transitan por alguna de las instituciones de salud como: el Hospital de Niños Víctor J. Vilela, el Hospital Zona Norte y el Hospital Provincial.
Sus agentes detectaron a Leandro en el Vilela, se contactaron con su escuela para conocer su plan de estudio y con la Cenaih para enviar docentes domiciliarios cuando su estadía pase por allí. Además disponen un plan de aprendizaje que se adaptará a las condiciones y posibilidades del joven mientras dure su internación hospitalaria.
“El de Leandro es un caso paradigmático, porque durante el año 2022, dividió sus clases entre la escuela de su pueblo, el Hospital y la casa Cenaih. Para no interrumpir su educación, los docentes de la modalidad hospitalaria y la domiciliaria lo acompañaron con clases en todo momento, en su sala de internación y en su vivienda transitoria” cuenta Claudia Oviedo, la Directora de la Escuela “Caminos de Esperanza”.
En 2019, la Escuela sufrió una transformaciones importantes: en primer lugar dejarían de “vivir de prestado” y fueron confirmados en su edificio propio de calle Uruguay al 1500. Además, incorporaron profesores y profesoras para poder abarcar no sólo a los niños menores de 12 internados sino también a los jóvenes en edad de secundaria que estuvieran en situación de internación. También se sumaron especialistas en educación de chicos con discapacidades, que hasta ese momento tampoco recibían asistencia.
“El objetivo es que todo niño o niña que esté atravesando una situación de enfermedad sostenga su trayectoria escolar, para que cuando sane pueda incorporarse nuevamente a su escuela o colegio y esté en las mismas condiciones que aquel alumno o alumna que no ha podido asistir a los establecimientos educativos sin problema. Básicamente, garantizar el derecho a la educación de los niños enfermos”, dice Oviedo.
El proceso de atención de Leandro requiere terapias mixtas: radioterapia, quimioterapia y cirugía. Nuestro protagonista fue teniendo una buena evolución, con reducciones importantes de las lesiones, aunque no podía regresar a su hogar ya que no contaba con las condiciones habitacionales necesarias para los cuidados requeridos por su situación de enfermedad.
La escuela hospitalaria para favorecer su desarrollo educativo le entregó una computadora del Plan Conectar Igualdad. Le hizo llegar también los materiales que su escuela de pueblo utilizaba en su programa de cursado. Incluso, pudo sentirse en su aula, con sus compañeros, a través de algunas videollamadas. No estaba solo en la pelea.
Lamentablemente el cruel destino tenía otros planes y el cuadro de Leandro se agravó a principios de 2023. Incluso se barajó la posibilidad de amputar una de sus piernas.
Con el correr de las semanas, sólo parecía haber un futuro ineludible.
Se generó en aquel momento una pregunta retórica: ¿educar o no educar cuando sabemos que el alumno va a fallecer? la respuesta del Instituto fue concluyente: educar, siempre. Y así lo hicieron. Hasta el final.
La vida de Leandro se apagó hace un par de meses. Tomó sus clases hasta que su cuerpo se lo permitió. ¿Debió la Escuela cesar con sus clases al conocer su grave estado y sus pocas posibilidades de recuperación? No, porque aprender es vivir. Y educar aún sabiendo que la muerte triunfará pronto, es plantar un árbol un día antes del fin del mundo: un acto de humanidad y de esperanza.
La noticia, conmocionó al grupo de docentes. Pero hay que seguir, con la frente en alto y el cuaderno al pie de la cama. Le brindaron a Leandro sus últimas sonrisas, sus últimas actividades fuera de un quirófano, dignificaron su vida. Y son muchos los chicos que aún las necesitan, los que superan la enfermedad y vuelven a su vida normal gracias a ellas, a su trabajo, a su dedicación incondicional. Los que son baleados en reyertas barriales, o víctimas de violencia intrafamiliar y no pueden volver a su casa, y aún así, siguen cursando sus estudios.
Y son un montón más los que aún están en la pelea: trabajan con 450 chicos al año. En los primeros 9 meses del 2023 en el departamento Rosario fueron heridos con arma de fuego 86 menores.
En tiempos donde el egoísmo parece regir la sociedad y sólo se pondera la capacidad productiva de una persona, hay un grupo de personas dispuestas a ofrecer su corazón. A pensar más allá de la rentabilidad y esbozar un acto de humanismo.
Quizás en unos años estas maestras y profesoras sean reemplazadas por algún sistema que no falte nunca ni exija paritarias. Un algoritmo digital, un programa asistido por Inteligencia Artificial, hasta quizás un androide. Pero no podrán sustituir el amor que se brinda al enseñar, que es dar lo mejor de uno mismo. Hasta el último minuto.
Al menos, por ahora.