Por Juan Aguzzi
El Mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan es un curioso título para un libro de relatos, pero más curioso resulta el relato mismo, que habla sobre una mujer que toma fotografías de niñitas orinando en los parques públicos y, luego de clasificarlas en una computadora, usa esas imágenes para masturbarse. Le alcanzan a Patricio Pron, su autor, apenas cinco páginas para condensar la frustración y la voluntad obstinada de esta mujer para acomodarse en su sordidez y para sentir que un Apocalipsis interior le respira en la nuca. Probablemente un relato que en otros escritores haría ruido, los aspectos formales de la escritura de Pron lo vuelven intenso e inspirado y el cuento se dispara, se repliega y se radicaliza en una forma que no sería exagerado describir como recursos de un método.
Y así ocurre con buena parte de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, reciente libro de relatos del escritor rosarino Patricio Pron, afincado en España en la actualidad, pero residente varios años en Alemania y ocasional viajero del viejo continente. Un escritor no exiliado, sino que “vive afuera”, como señala él mismo, algo que no le impide enriquecer la trama de los cuentos contemporáneos en castellano con una estrategia ficcional admirable. Para prueba, va el comienzo de “Dos huérfanos”, uno de los relatos de El mundo…: “No sentía nostalgia por los bosques oscuros, habitados por jabalíes, que había conocido en su juventud, durante las excursiones dominicales en las que el mayor placer y el mayor atrevimiento imaginables consistían en rozar las rodillas de una compañera de clases con la excusa de que el automóvil era muy pequeño, sino por un paisaje desolado que –puesto que su país se había limitado a olvidarlo todo, con un culpable encogimiento de hombros que siempre fue para él como una escupida en el rostro, suyo y de su padre y de todos los muertos durante los bombardeos– le pertenecía solamente a él, enriquecía una geografía personal que en nada se correspondía con los mapas que podían verse en Alemania, porque, para él, el país que se llamaba Alemania había terminado, había desaparecido de la faz de la tierra como un paraguas que en un día de tormenta es arrebatado de las manos y da un giro o dos en el aire y luego se pierde en la densa, sólida, pared de agua que, sin interrupciones, une momentáneamente el cielo con la tierra, el día en que terminó la guerra, o, mejor aún, el día que subieron los nazis al poder y aquello que había sido Alemania para su padre y para el padre de su padre, la idea que justificaba la existencia de un país entre las amplias fronteras que recorrían la llanura rusa y que cortaban los valles franceses, se convirtió en otra cosa, en un país en el que sólo la estupidez y el odio prosperaban”.
Antes Pron escribió los libros de relatos Hombres infames (1999) y El vuelo magnífico de la noche (2002), y las novelas Formas de morir (1998), Nadadores muertos (2001), textos que seguramente abonaron una primera etapa y que bastante se diferencian de Una puta mierda (2007) y El comienzo de la primavera (2008), también novelas, que de algún modo preanunciaban El mundo…, y que en su ejercicio generaron un sentido particularmente atento a una dimensión donde la ficción interpela a cierta conciencia de la realidad para disputarle sentido.
En la actualidad, Pron trabaja como traductor y crítico en Madrid. Entre la cosecha de distinciones, recibió el prestigioso premio Juan Rulfo de Relato en 2004 y sus cuentos aparecieron en publicaciones de peso de varios países.
En la conversación que sigue, Pron elabora algunas respuestas al misterio de escribir como parte de su carácter intrínseco y traza una línea de filiación que se hace tangible en la poética y en la curiosidad que hacen incandescentes los cuentos de El mundo….
—Hay en estos relatos ciertos espacios donde parecen cruzarse ficción y verdad; ¿dirías que toda la realidad puede devenir ficción?
—Quizás; por otra parte (y esto tal vez sea más interesante) la ficción también puede devenir realidad; de hecho, algunos de los relatos de El mundo… precedieron a experiencias similares que acabé teniendo, sin saberlo, en Alemania y en otros lugares.
—Y siguiendo esta línea, ¿cuándo sentís que esa materia real (la vivencia, el recuerdo) puede volverse literatura?
—No lo sé. A menudo no es más que una impresión poco específica de que lo que me ha sucedido puede tener alguna relevancia para alguien, no sólo para mí, pero se trata más bien de un impulso y no de un cálculo razonado o de una especulación.
—Los relatos de este libro se mueven entre la rigurosidad técnica y una suerte de estrategia de provocación; ¿se trata de un método o de la construcción de una voz particular, de un estilo?
—A menudo el descubrimiento de cuál es la voz de un autor resulta del hallazgo previo de un método; en ese sentido, los cuentos de El mundo… son el resultado de un cierto descontento con las técnicas más habituales en el cuento contemporáneo en español, de modo que los relatos tienen dos temas, por decirlo de algún modo: un tema visible, que es el asunto del que tratan, y un tema subterráneo u oculto que es el de la forma en que tienen que ser narrados. En el caso de que no haya cometido demasiados errores al hacerlo, todos los cuentos reúnen en sí mismos las instrucciones para ser contados, y esas instrucciones son válidas para mí pero también para aquellos lectores a los que les interesen cosas como el hallazgo de la voz narrativa y el método.
—¿A partir de qué ilusión o actitud positivista surge el relato “Contribución breve a un diccionario biográfico del expresionismo”?
—Ay, podríamos estar horas hablando de ese relato. “Contribución breve…” puede intrigar a algunos lectores, pero también es un misterio para mí, que lo escribí convencido de que alguien debía procurar darle un uso productivo a ciertas ideas recurrentes en literatura, pero aún no sé qué decir sobre ese relato que no esté dicho en el relato mismo.
—¿Cómo funciona literariamente tu exilio voluntario?; ¿sirven en tus construcciones los restos del pasado?
—Naturalmente, pero no soy particularmente nostálgico; sí, acaso, el pasado funciona como repositorio de situaciones y temas que, eventualmente, pueden convertirse en material narrativo, pero estoy mucho más interesado en el presente que en el pasado o en el futuro, que directamente no me interesa. En cualquier caso, déjame aclarar que no me considero exiliado; yo, simplemente, vivo fuera.
—“Exploradores del abismo” aparece como un texto a la manera de (el escritor francés Michel) Houllebecq; ¿cómo surge esa forma “explícita” o menos pudorosa ?
—A mí me interesan especialmente las sexualidades extremas como material narrativo, no para escandalizar (ya que no me parece nada escandaloso que alguna gente haga cosas con su cuerpo que la mayoría prefiere no hacer), sino para tratar de comprender qué lleva a cierta gente a ir más allá de lo establecido. Quizás todo se deba a que esa voluntad de ir más allá es una voluntad con la que puedo identificarme fácilmente, aunque en mi caso sólo afecte a lo que escribo y leo y no a mi sexualidad.
—Para el que lee hay una sensación que atraviesa los relatos y es que parecen trabajar con ciertos límites del lenguaje, con lo no dicho, como si fuera tan importante lo que se narra como lo que se calla; ¿lo ves así?
—Sí, absolutamente. Nunca me han interesado mucho los autores que se esfuerzan por contarlo todo (lo que, por cierto, es imposible), y no tengo ningún interés en el costumbrismo, en el color local o en cualquier otra manifestación de condescendencia con el lector. Me parece que éste merece algo mejor que eso.
—¿Cómo leés las críticas de tu obra y cuáles modalidades entre esas críticas te despiertan más interés?
—Las leo con curiosidad y, sobre todo, como textos que dicen mucho más acerca de las preferencias y los intereses intelectuales de sus autores que sobre mi propio trabajo, que apenas les sirve de excusa, y me pregunto si este fenómeno no se repite también cuando yo leo como crítico la obra de otros autores. A veces pienso que los textos son recipientes vacíos a los que los lectores dotan de verdad y de sentido a partir de su propia experiencia, de modo que el hecho de que nuestras experiencias sean diferentes (a excepción de un puñado de ellas vinculadas con la escolarización, nuestro consumo de los medios de comunicación, etcétera), hace que también nuestras opiniones sobre los textos lo sean y, en ese sentido, las críticas que más me interesan son las que realizan lecturas inesperadas y excéntricas de mi trabajo, las lecturas que hacen que mi trabajo sea productivo, en el sentido de que enriquezca la conversación sobre literatura en lugar de empobrecerla.
—Desde tu lugar de extranjero en otros países, ¿en relación a qué autores pensás tu escritura?
—A una buena centena de ellos, de varias tradiciones literarias nacionales, principalmente la alemana, la angloparlante y la española; de todos modos, y a pesar de ello, sigo leyendo con mucha atención la literatura argentina, de cuya tradición yo me siento parte a pesar de no vivir ya en Argentina.
—En la contratapa de “El mundo sin las personas…” se lee que con tu libro anterior dejaste de ser un escritor en la sombra; ¿cómo considerás esa afirmación?
—Bueno, es difícil para un escritor saber en qué situación se halla, más allá de esa sensación tan recurrente (y en algunos más que en otros) de que no se nos presta la atención que supuestamente mereceríamos. La inexistencia de una instancia objetiva que determine (por ejemplo, a la manera de las tablas de clasificación y de los rankings de deportistas de élite) dónde se encuentra cada escritor hace que la impresión de estar “en la sombra” sea una impresión familiar incluso entre los escritores más exitosos. A mí, en cualquier caso, siempre me ha parecido que el éxito en literatura no está determinado por la cantidad de lectores que uno tiene sino por su calidad y, en ese sentido, yo siempre me he considerado particularmente exitoso y afortunado. El resto es simplemente una cuestión de percepciones, pero esas percepciones están siempre más allá del alcance del escritor.