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La ética rugbier y el espíritu capitalista

Diez pibes, menores todos de 20 años, deciden que un roce, una mirada furtiva, real o presunta, es suficiente motivo para un escarmiento. Una golpiza punitiva, justicia por mano propia en donde la pena es insólitamente desproporcionada en relación al crimen que supuestamente repara

Por Octavio Crivaro

Un vaso que se cae, una camisa que se mancha. Una virilidad, parece, puesta en cuestión. Una, dos, mil peleas en bares de aquí y de allá. Un pibe con la cabeza aplastada por una pesada roca en Brasil. Piñas van, piñas vienen, los muchachos se entretienen, diría 2 Minutos. Acá los muchachos son fornidos chicos de clases altas o medias altas. ¿Por qué lo hacen? Porque pueden. Incluso porque deben. Porque en su mundo está bien hacerlo. Es lo que se espera de ellos.

Diez pibes, menores todos de 20 años, deciden que un roce, una mirada furtiva, real o presunta, es suficiente motivo para un escarmiento. Una golpiza punitiva, justicia por mano propia en donde la pena es insólitamente desproporcionada en relación al crimen que supuestamente repara. La cuestión es, claro, que el crimen no existe: los justicieros vengan cosas que no pasaron, se arrogan un monopolio del uso de la fuerza en boliches y calles aledañas. Se sienten Leviatanes en médanos y playas. Son una patota de alta alcurnia.

Un grupo de diez jóvenes busca a un pibe como una manada de hienas y, por el precio de una camisa manchada, de una masculinidad y autoridad hipotéticamente mancilladas, lo golpean, lo desmayan, patean su cuerpo inerte, le quitan la vida. Huyen.

No es el rugby: es una clase poseedora de todo, con una prepotencia que a veces la lleva a opinar que puede arrojar chanchos desde helicópteros, humillar pibas, quemar mendigos y golpear en patota hasta matar. Algunos varios de los miembros de ese grupo social juegan al rugby.

¿Sentirán, como siempre, la satisfacción por haber protagonizado una gesta como tantas veces atrás? Los pibes sienten orgullo. Se regodean de una actitud clasista y viril, machista y de élite. Era algo normal entre ellos y así lo dejó ver el apoderado de su club, que dijo que “era habitual que golpearan a uno entre varios”. Total normalidad: las autoridades avalan. Es costumbre no solo entre estos pibes sino entre muchos otros, y muchos otros no tan pibes que comparten deporte y tradiciones, como lo muestran las noticias que pueblan las noticias policiales.

¿Habrán percibido esa noche que, esta vez, se habían pasado de rosca? No parece, ya que fueron apresados mientras dormían, con sus mallas con palmeras o tablas de surf y sus cuerpos hinchados luchando contra los exiguos límites de un colchón ineficaz. Habían matado a alguien con sus puños y con la fuerza de sus patadas de mulos aburridos y ellos dormían con sus shorcitos con palmeras.

Alcohol, juventud, lo de siempre

Opinólogos con bronceados de color naranja soplaron el botonómetro hasta estallarlo y coparon las pantallas de TV para desempolvar el Manual del Estigma y concluir solemnes: es el alcohol, los jóvenes están descarriados, no tienen valores, falla la educación en sus casas. El propio Ministro de Seguridad Bonaerense Sergio Berni, tan afecto a la liturgia milica, acusó a una juventud sin valores, a pibes descarriados, a la droga. Incluso apeló a la psiquiatría.

Los hábitos de clase, el revanchismo clasista, el machismo y la masculinidad desaparecieron de estos análisis que aprovechan cualquier hecho para poner una atadura, una cadena más, sobre una juventud a la que le afanan el futuro. La fórmula sería: si unos pibes hacen una aberración, no nos importa porqué lo hacen, con qué sustento social, con qué valores arcaicos, bajo qué odioso “ethos” de clase, oligárquico y senil: hay que condenar a los jóvenes como tales. Aceitar el dispositivo represivo. Siempre, como sea, en la playa o en la tórrida ciudad.

Hubo otras lecturas más acertadas que hicieron énfasis, con justicia, en el machismo y el elitismo en el rugby. Sin embargo quizá hay que indagar más en qué profundidades sociales y culturales anidan esos preceptos.

¿Es el rugby como deporte? No

¿Es el rugby? Es la pregunta obligada, abonada por la acumulación de sucesos de esta índole, que han logrado hacer un estereotipo que solo es percibido como injusto por los propios practicantes de este deporte y sus círculos sociales concéntricos. La respuesta es no. Claramente no es el rugby en sí mismo, en tanto disciplina deportiva. Es decir, la práctica lúdica de 15 personas frente a otras 15, por el mero hecho de chocar sus cuerpos, de derribar oponentes, de empujar con sus espaldas arqueadas una formación donde hay 1000 kilos de cada lado, no provoca en sí mismo formas sociales de violencia. No hay una genética, una ontología del rugby en la que la fricción del deporte, por su propia mecánica, induzca a sus practicantes a actuar como matones.

Hay muchos chicos y muchas chicas que juegan al rugby y no solo no participan de este tipo de prácticas aberrantes sino que las repelen y condenan. Sin embargo, para inquietar un poco esta reflexión, queremos decir: esta práctica no es sorprendente y conmocionante, es legítima, es legitimada por sectores masculinos y femeninos, aún en aquellos que no participan de manera directa. En alguna medida es una conducta deseada en la idiosincrasia del “mundo rugby” y creo hablar con conocimiento de causa.

Rugby

Desde hace mucho tiempo, y hasta el hartazgo en los últimos años, se ha vendido cantidades siderales de humo alrededor de los “valores del rugby”. Con el emblema de Los Pumas cantando el himno emocionados, ícono que los medios buscaron oponer a la frialdad de los futbolistas de la Selección Argentina, se contrabandeó la existencia de una moral colectiva, de un espíritu de cuerpo, de una pelea desinteresada y, para más cobertura mística, amateur, gratuita.

Este relato, en realidad una autopercepción jactanciosa, ocultó siempre una praxis elitista, un sentido de pertenencia exclusivo y excluyente, un uso que no todos podían practicar. Ya sea por un liso y llano origen de clase, por acceso a un capital cultural restringido o por pertenencia social, ese grupo se reproduce dentro de sus propios límites sociales y culturales, estrechos y cercados. Minoritarios.

Clases sociales pudientes y privilegiadas, acostumbradas a la impunidad de “tener” y de “ser” alguien, de zafar siempre, moldeadas en décadas de prepotencia social, de humillaciones por color de piel, por género y por clase, forjan una moral, un sentido de pertenencia y una naturalización de determinados tipos de violencias materiales y simbólicas. Es en esa cuna donde cobra forma el rugby en este país, en estas latitudes, en estos grupos sociales. Será, es, distinto entre hijos de obreros escoceses o entre maoríes en Tonga. Pero acá asumió estos ribetes durante más de 100 años.

Hablamos de un mundo selecto y masculino, viril y machista donde el “valor”, en el sentido más elemental y medieval del término, es un plus, un hándicap. El que “es alguien”, tiene el derecho a ejercer ese privilegio, incluso pegando. Y el que pega merece respeto.

Como pasa en todos los deportes, pero con mayor profundidad y vigencia, la misoginia, la homofobia y otros venenos de esa índole son irradiados de manera profusa y temprana: con bautismos, que son abusos encubiertos por risas, con bullying y con golpizas, claro. Que los 10 jóvenes rugbiers hayan buscado incriminar en su asesinato, como parte de una joda, a un joven que era víctima de su hostilidad, demuestra el alcance y la magnitud de la impunidad: la gravedad del cuadro no quita las mañas. Que le hace un bullying más al tigre.

Además de la mayoritaria (aunque no excluyente) extracción social aristocrática o de clase alta (o media alta), en muchos clubes hay o hubo presencia como entrenadores de militares, marinos o pilotos en actividad o retirados, que dieron y dan un significado mucho más concreto a los tan masticados valores del rugby. Esos valores supuestos moldean una figura de macho, que se la banca, que no llora, que no es puto, que se impone. Dentro y fuera de la cancha. Hablan de gente que debe ser recta hacia dentro, ante las autoridades, y que se impone hacia el “otro”, ahí afuera. Una estructura respetuosa, vertical y castrense por un lado y una tolerancia a la violencia aplicada a otros. Y así el tan mentado espíritu solidario muchas veces linda con la asociación ilícita. El lamentable comunicado de la UAR enturbia todo este entramado, este Lado B de los «valores del rugby».

Una aclaración necesaria: que predilecta y mayoritariamente el origen social en los principales equipos de rugby sea de clases o estamentos altos, eso no significa, claramente, que todos los jugadores provengan de ahí. Sí significa, sin embargo, que el ambiente moral e ideológico que prevalece y tiñe el ethos del rugby es el de los sectores más pudientes y con prestigio social.

En los últimos años, a partir del envión que dio la televisión a la difusión de partidos de Los Pumas y su desempeño en los últimos mundiales, nuevos sectores se acercaron a practicar rugby: surgió con más fuerza el rugby femenino (aunque enormemente silenciado y no promocionado), se crearon equipos en centros penitenciarios, surgieron equipos de rugbiers disidentes sexuales (los Ciervos, por ejemplo) y emergió este deporte en provincias o barrios humildes. Eso dio una imagen ilusoria de cierta democratización en el deporte.

Sin embargo estas novedades son aisladas y actúan como taparrabos para ocultar que la práctica, y con particularmente la filosofía y los contornos sociales y culturales del deporte, en esencia, siguen inmodificados desde tiempos inmemoriales. La persistencia tozuda del amateurismo en el rugby no es casual. Cumple una función cabal: si el rugby se juega “por amor a la camiseta” es porque los sectores que lo practican tienen mayoritariamente fuentes de ingresos exógenas que les permite tomar al deporte como hobby. Si algún miembro de los sectores populares gusta del rugby, como le pasa a muchos, y quisiera jugarlo como modo de supervivencia, como trabajo, aunque tuviera el talento necesario, mejor que ni lo piense: deberá contentarse con seguir en su fábrica, repartiendo productos en la calle o trabajando de lo que sea, mientras se despierta a ver los partidos de Los Pumas por TV. El amateurismo no habla del amor por el deporte (o no solamente) sino que es el rostro amigable y emotivo de la exclusión en el rugby. Una sociedad para pocos con un rugby para más pocos.

Otra aclaración: en términos generales al ambiente del rugby le aplica las generales de esta descripción que hacemos. Pero eso no significa que sea un destino inexorable para todos sus practicantes, ni siquiera en personas provenientes de clases altas o medias altas. No hablamos de un determinismo de clase que hace que matemáticamente todos los que jueguen sean ricos y que todos ellos, por consiguiente, sean golpeadores y violentos. Estos días surgieron numerosas voces que repudiaron este ataque artero y, más en general, el uso de la violencia, esa actitud pendenciera machista y clasista. Muchos levantaron la voz para decir que “mi rugby no es eso”.

Por ello mismo nos parece pertinente echar luz sobre la historia de los rugbiers desaparecidos durante la dictadura, jóvenes provenientes de las clases altas que en una época convulsiva y de lucha de clases tomaron partido por la pelea de los trabajadores y los sectores populares. Por eso reafirmamos: el rugby como deporte no produce violentos. Las prácticas violentas de una clase y el espíritu elitista, cerrado, machista y clasista impuesto en el rugby, promueven este tipo de sujetos. Pero hay otra historia posible.

Quizá la enorme repercusión por el asesinato de Fernando ayude, primero, a echar luz y, segundo, a demoler estas prácticas.

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