La pantalla local ya había establecido un sistema de estrellato similar al de Hollywood y la novedad añadía que era la primera película producida por Artistas Argentinos Asociados, una cooperativa formada a la manera de la estadounidense Artistas Unidos y surgida en las mesas del café El Ateneo, en Carlos Pellegrini y la actual Juan Domingo Perón, integrada por Muiño, Elías Alippi, Petrone, Magaña y Demare. Alippi fue el único ausente; falleció meses antes del comienzo de la filmación.
Se sabía de su tono épico, potenciado por el guion de Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat sobre relatos de Leopoldo Lugones y de su rodaje en la provincia de Salta, con extras proporcionados por la familia Patrón Costas más miembros de los pueblos originarios, jugadores de pato expertos en caídas del caballo, y escenas en Campo de Mayo con soldados aportados por el Ejército, e interiores en los Estudios San Miguel, lo que aseguraba un espectáculo fuera de lo común.
Veinte años después, aquellos exteriores salteños sirvieron para simular locaciones ucranianas para la superproducción foránea Taras Bulba de 1962, de J. Lee Thompson, con Tony Curtis y Yul Brynner, notoria más que nada porque durante su rodaje Curtis abandonó a su esposa Janet Leigh y comenzó su romance con la joven austríaca Christine Kaufmann.
La guerra gaucha fue una producción de gran costo para su época, aunque con las 19 semanas que permaneció en su sala de estreno, más su reposición durante años en cines capitalinos y provinciales, mucho antes de ser emitida por televisión, recuperó con creces la suma original. En 1971 se ampliaron sus imágenes al formato 70mm, se le añadió sonido estéreo y un coloreado que intentaba agregar clima dramático a sus pasajes, pero esa fue una aventura comercial de la que ya nadie se acuerda.
La película sigue un texto específico de Lugones y transcurre en 1817, en la frontera con el Alto Perú, con la lucha de los gauchos comandados por Martín Miguel de Güemes contra el ejército realista español por medio de la guerra de guerrillas en la que los patriotas sobrellevaron el hambre, la miseria y la falta de pertrechos militares, que fueron sustituidos por vetustas armas de fuego, sables mellados, elementos de labranza, lazos y boleadoras.
Los gauchos que integraban las fuerzas patriotas recibían ayuda del sacristán (Muiño) de una capilla, ubicada junto al asiento de las tropas realistas, quien fingía lealtad al rey pero que con el tañido de la campana enviaba mensajes a los gauchos ocultos en los montes. Cuando los realistas descubren su acción incendian el templo, el sacristán queda ciego y, sin proponérselo, guía a los realistas hasta el campamento patriota y los gauchos son casi aniquilados. Pero ese no es el final.
Como se estilaba en la época, no podían faltar las escenas románticas y para eso estaba la parejita Amelia Bence-Ángel Magaña: ella es una patriota que repite consignas y él un oficial realista nacido en el Alto Perú pero fiel a la Corona, circunstancia que se vuelve conflictiva hasta que previsiblemente y por amor el militar se vuelca a la causa patriótica.
Demare, el director, desconocía la provincia de Salta cuando se propuso rodar allí; viajó en verano con sus técnicos para recorrerla y encontrar las locaciones adecuadas, pero el calor y las inundaciones estuvieron a punto de hacerlo desistir, hasta que alguien lo convenció de filmar entre el otoño y principios del invierno, estaciones más propicias.
Las 80 personas embarcadas en el proyecto, entre actores, actrices, técnicos y asesores, viajaron en tren y se alojaron en una vieja casona de la capital norteña que poseía un enorme salón y algunas habitaciones en la planta alta. Allí vivieron las actrices y el propio Muiño, por razones de edad y jerarquía, y en el otro lugar el resto de los varones debieron conformarse con catres de campaña e incomodidades varias. Desde allí partían diariamente a los escenarios de rodaje.
Vista con ojos de hoy, además de sus escenas de acción que remiten al western, La guerra gaucha apunta al melodrama y a las formas de declamarlo (era el auge del radioteatro), con Muiño que se queda ciego aunque aún mantiene el fuego patriótico, las actuaciones afectadas, los personajes que se nombran con sus rangos militares y otras características que el guion de Manzi y Petit de Murat no se preocupa en disimular.
Sin embargo, su visión es aun imprescindible para conocer una etapa crucial del cine argentino. La aparición del sonido en 1933 con Tango!, de Luis Moglia Bart, aunque ese nacimiento es disputado por Los tres berretines, de Enrique Telémaco Susini, provocó que la pantalla nacional se expandiera por el continente y el mundo, al punto de tener en Nueva York una sala exclusiva para los sellos Lumiton y Argentina Sono Film, muy concurrida por el público hispanoparlante durante los años 40.
En 1938 se filmaron 41 películas, que subieron a 49 un año después y empezaron a bajar en 1941 porque con el estallido de la Segunda Guerra Mundial se hacía difícil conseguir película virgen, que por un tiempo se contrabandeó en sigilosos botes nocturnos desde Uruguay y a través del río homónimo, porque las casas centrales no enviaban el ansiado material.
Sin embargo, la Argentina ya contaba con una cincuentena de realizadores reconocidos, figuras muy populares y técnicos notoriamente profesionales, algunos europeos refugiados del nazismo, que formaron lo que se dio en llamar “el período de oro” del cine argentino y, hasta avanzada la década de 1950, el viejo cine de estudios compitió con ventajas y cara a cara con el mexicano en toda el área de Sudamérica.
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