Por: Mariano Hamilton/ NA
Para la realización del Mundial de 1954 se eligió una sede neutral en el más amplio sentido de la palabra: Suiza. Un país que se mantuvo al margen de las guerras y que se había convertido en la guarida para aquellos que querían esconder dineros. En otras palabras, en el paraíso fiscal de la humanidad.
La cosa es que mientras los equipos se preparaban para jugar el 5º torneo mundial de fútbol, los distintos países, con Estados Unidos a la cabeza, corrían una carrera armamentista que amenazaba con hacer estallar al mundo en mil pedazos.
Las armas nucleares se crearon en 1933, es decir bastante tiempo antes del comienzo de la Segunda Guerra (seis años) y su desarrollo se detuvo, al menos en lo formal pero no por debajo de la mesa, con el “Tratado de no proliferación de armas nucleares”, firmado en 1960 por las grandes potencias.
Para hacer un poco de historia digamos que el 12 de septiembre de 1933, es decir seis años antes del invento de la fisión y apenas siete meses después del descubrimiento del neutrón, el físico Leó Szilárd reveló que se podía liberar gran cantidad de energía con reacciones neutrónicas en cadena. El 4 de julio del 34, Szilárd patentó la bomba atómica, por lo que se lo puede considerar el padre. Szilárd no patentó la bomba para usarla, sino que lo hizo para evitar que la construyeran, por lo que el propio descubridor fue quien quiso evitar que se usara. Está de más decir que Szilárd vivió de 1933 en adelante perturbado por lo que había creado. Fue una especie de doctor Frankestein al que el monstruo se le escapó la de las manos.
Uno de los tantos intentos de Szilárd para desactivar a su creación, fue regalarle al Reino Unido la patente de la bomba, porque consideraba que la caballerosidad británica tenía una moral por encima a la del resto de las naciones. Está de más decir que Szilárd era tan genial como ingenuo. O torpe. Vaya uno a saber.
Szilárd, junto a Einstein, se opuso con todo lo que tenía a la utilización de las bombas nucleares contra Japón. Al fracasar y ser detonadas, dedicó el resto de su vida a luchar contra las armas nucleares. Murió de un infarto en 1964 con la sombra de su creación en la conciencia.
Pero volvamos a 1954. El desarrollo nuclear estaba a pleno. Y las detonaciones para probar la eficacia de las bombas, y también para intimidar, estaban a la orden del día.
Repasemos:
29 de febrero: en el atolón Bikini, de las Islas Marshall, Estados Unidos detonó la bomba de hidrógeno Bravo, de 15 megatones. Los soviéticos tenían en su poder la más potente de esos tiempos; la bomba del Zar, de 50 megatones. Sólo para tener una idea del poder, digamos que la que se lanzó sobre Hiroshima en 1945, la Little Boy, tenía 0,016 megatones.
27 de marzo: en una barcaza, sobre el cráter de la bomba Bravo, se detonó la bomba de hidrógeno Romeo, de 11 megatones.
7 de abril: otra vez en Bikini, Estados Unidos hizo estallar la bomba Koon, de 1500 kilotones. Volvemos a comparar: Little Boy tenía 16 kilotones.
4 de mayo: en Bikini se detonó la bomba Yankee, de 1350 kilotones. Fat Man, la que se tiró en Nagasaki, tenía 21 kilotones.
13 de mayo: en el cráter de la bomba Ivy Mike (la primera bomba de hidrógeno en la historia, que databa de 1952), estalló la bomba Néctar de 1690 kilotones, en el atolón Enewetak. Esta fue la bomba 51º de la 1054 que Estados Unidos explotó entre 1945 y 1992.
14 de septiembre: un bombardero soviético TU-4 lanzó desde 800 metros, sobre el polígono Tótskoye, una bomba de 40 kilotones. Por error, estalló a 350 metros de altura y expuso a 45 mil personas entre civiles y militares.
Como se ve, la carrera estaba a full. Y nada hacía prever que el mundo saltara por loa aires en aquellos tiempos de descontrol absoluto. ¿En aquellos tiempos decimos? Las cosas no cambiaron demasiado en la actualidad, salvo porque la mayoría de los mortales no nos enteramos del poderío nuclear de las potencias y tampoco de en qué lugar está el fósforo que enciende la mecha. Pero sabemos que ese fósforo algunas veces está más cerca y otras más lejos, pero que nunca se apaga.
En medio de ese festival de estallidos nucleares, Suiza organizó su mundial. Y Argentina, otra vez, faltó a la cita porque seguía ofendida por no haber recibido la organización del que se le dio a Brasil en 1950 y porque quería que cedieran el de 1958, que ya había sido otorgado a Suecia.
En ese tiempo el entrenador argentino era Guillermo Stábile, el goleador del Mundial de 1930, a quien le pagaron el pasaje para que fuera a ver el torneo. Al volver, dijo: “Si Argentina hubiera concurrido, habría tenido una actuación destacada”. Lo que pasó cuatro años después en Suecia, desmienten las palabras de Stábile. Lo único cierto es que, con esta ausencia, Argentina coronaría 24 años sin jugar mundiales, entre Italia 1934 y Suecia 1958.
El Mundial se jugó entre el 16 de junio y el 4 de julio, con 16 equipos, los que fueron divididos en cuatro grupos de cuatro. Un hecho para destacar: fue el primer mundial televisado.
En este torneo Alemania pudo volver a competir después de las sanciones por la Segunda Guerra. Y si algo no se esperaba, era que se coronara campeona del mundo por primera vez, rompiendo de esa manera la hegemonía de Uruguay e Italia.
Había varias razones que hacían suponer que Alemania no tenía chances:
a) Su Selección estaba integrada por amateurs y jugadores de las ligas regionales ya que todavía no se había puesto en marcha la Bundesliga.
b) Los poderosísimos equipos húngaros y austríacos eran los favoritos, junto a los siempre vigentes Uruguay e Italia.
Participaron en el torneo: Alemania Federal, Austria, Bélgica, Brasil, Checoslovaquia, Corea del Sur, Escocia, Francia, Hungría, Inglaterra, Italia, México, Suiza, Turquía, Uruguay y Yugoslavia.
En este torneo se usó un sistema extraño para dirimir las zonas de grupos: en cada zona se designaron a dedo dos cabezas de serie (Brasil, Uruguay, Hungría, Inglaterra, Italia, Austria, Francia y Turquía) y sólo se programaron cuatro partidos por grupo: los cabezas de serie se enfrentaban con los equipos que no lo eran, pero no chocaban entre sí; y tampoco jugaban entre ellos los dos equipos que no eran cabeza de serie. Rarísimo.
Otra singularidad fue que si el partido terminaba empatado en los 90 minutos, había alargue. El empate sólo se sellaba después de los 120 minutos.
Los dos equipos con más puntos (y con apenas dos partidos jugados) pasaban a la siguiente fase y, en caso de paridad, no se tenía en cuenta la diferencia de goles, sino que se disputaba un partido de desempate. Si el empate era entre el primero y el segundo del grupo, los lugares se dirimían por sorteo. Si la igualdad era entre el segundo y tercero, allí sí se jugaba un repechaje.
Este sistema absurdo de juego permitió las especulaciones. Por ejemplo, Yugoslavia y Brasil jugaron a empatar para dejar afuera a Francia.
A los cuartos de final pasaron Brasil, Yugoslavia (grupo 1), Hungría, Alemania Federal (grupo 2), Uruguay, Austria (grupo 3), Inglaterra y Suiza (grupo 4).
El grupo 2 fue el más curioso ya que Hungría le ganó su partido a Alemania Federal 8-3 en la fase de grupos (después jugarían la final) por lo que los alemanes debieron desempatar con Turquía y le ganaron 7-2.
En cuartos: Hungría le ganó a Brasil 4-2; Uruguay a Inglaterra por el mismo resultado; Alemania Federal a Yugoslavia 2-0 y Austria a Suiza 7-5.
En semis, Hungría superó 4-2 a Uruguay y Alemania 6-1 a Austria, en la primera sorpresa del torneo. Y ya en la final llegó lo que se conoció como el Milagro de Berna, más allá de que años más tarde se comprobó que poco tuvo de milagro y bastante de “ayudín”.
La final era cantada para los húngaros, que contaban con el Equipo de Oro y con un invicto de 4 años y 33 partidos. Que los alemanes hubieran llegado hasta allí, nueve años después de la Segunda Guerra, ya era extraño.
Ambos equipos se habían enfrentado en la zona de grupos y había sido una carnicería: húngaros ganaron 8-3 con baile. Kocsis a los 3 minutos ponía el 1-0 y Puskas y el mismo Kocsis elevaban la cuenta a tres antes del final del primer tiempo. Para los alemanes había descontado Pfaff. En el complemento vino la seguidilla de goles de Hungría: Hidegkuti (dos goles), Kocsis (dos más) y Tóth anotaron 5 más. Rahn y Herrmann decoraron el resultado para el 8-3 final.
Con ese antecedente, la final era considerada un trámite. Pero el diablo metió la cola y los médicos alemanes la falopa, por lo que el partido fue complemente diferente a aquel de grupos.
Otra novedad que disfrutaron los alemanes fueron los tapones intercambiables, para piso seco o lluvia. Adidas había desarrollado en secreto los botines con roscas para cambiar los tapones, y eso ayudó a los alemanes en la final porque se jugó en una cancha barrosa, en la que a lo húngaros les costaba hacer pie mientras que los alemanes, con los tapones lagos, gozaban de una mejor estabilidad.
Pese a la ayuda extra, Hungría se puso 2-0 con goles de Puskas y Czibor, a los 6 y 8 minutos del primer tiempo. Los pronósticos parecían confirmarse y todos se preparaban para ver una goleada histórica. Pero Morlock y Rahn igualaron a los 10 y 18 minutos del primer tiempo. El asombro era generalizado.
La mala puntería húngara y los postes salvaron a los alemanes una y otra vez hasta que, cuando restaban 6 minutos para el final, se dio lo que nadie esperaba: Helmut Rahn anotó el 3-2 para Alemania. En Alemania se recuerda el relato emocionado de Herbert Zimmermann, quien así narraba el tercer gol alemán: «Alemania avanza por el costado izquierdo con Schäfer. El pase de Schäfer a Morlock es despejado por los húngaros. Y Bozsik, de nuevo Bozsik, el carrilero derecho de Hungría, se hace con el balón… Pero esta vez lo pierde, ante Schäfer. Schäfer centra, despejan de cabeza, Rahn debería disparar desde atrás, ¡Rahn dispara! ¡Gooool! ¡Gooool! ¡Gooool! ¡3-2 para Alemania!».
Antes de final Puskas puso el 3-3 pero el árbitro inglés William Ling lo anuló erróneamente por posición adelantada. Cuando terminó el partido, todos estaban azorados. Alemania Federal se consagraba campeón del mundo y dejaba en el camino a uno de los equipos más maravillosos que se tenga en la memoria. Y el impacto mundial por el triunfo alemán fue instantáneo.
Años después, sin embargo, se develó el misterio de la resurrección alemana: el historiador deportivo Giselher Spitzer investigó las razones de aquel suceso y llegó a conclusiones horrendas: las Universidades de Humboldt, Münster y Friburgo habían trabajado a comienzos de la década del 50 en estimulantes para mejorar el rendimiento de los deportistas alemanes. Y se comprobó que gran parte del plantel alemán había recurrido a pervitinas y metanfetaminas inyectables para potenciarse.
¿Qué decir a esta altura del partido y 68 años después de aquella final? No mucho. Sólo consignarlo para comprender, una vez más, que los milagros no existen. Y que la vida real es mucho más compleja del cuento de hadas que muchas veces nos quieren contar. Es triste, pero es así.