La muerte de Eva Perón, de la que este martes se cumplen 70 años, conmocionó al país. La primera dama, esposa del general Juan Domingo Perón, se había erigido como una figura clave en el Gobierno y también en un importante centro de poder popular. Por eso, el entonces Presidente decidió que su cuerpo fuera embalsamado, para que pueda descansar en un inmenso mausoleo en la Ciudad de Buenos Aires: un proyecto que quedó trunco por la caída de Perón a manos de la Revolución Libertadora.
Las tareas de conservación del cadáver de la abanderada de los humildes fueron delegadas a un médico español oriundo de Zaragoza: el doctor Pedro Ara. Apasionado por la anatomía, más que por la Medicina, el ibérico conocía muy bien a la Argentina, ya que durante largo tiempo se había desempeñado como agregado cultural de la Embajada de España en Buenos Aires, así como también había sido profesor de la Universidad Nacional de Córdoba.
Varios trabajos de embalsamamiento «contribuyeron por su notoriedad a crear el ambiente propicio que indudablemente indujo a las autoridades argentinas» a contratarlo, según analizó el propio experto años después. Incluso, a Ara se le adjudicaron en la prensa las tareas de conservación del líder soviético Lenin, aunque el español había rechazado el ofrecimiento que le habían hecho para viajar a Moscú para ver la posibilidad de remomificar al hombre fallecido en 1924.
La idea de Perón era exponer el cuerpo de Evita «permanentemente a la piedad o al homenaje de las masas populares», según le indicaron al zaragozano.
Días antes de la muerte de la primera dama, el español ya había oído en distintos lugares que el Gobierno iba a contratarlo para que conservara el cuerpo: en un principio pensaba rechazar la convocatoria, pero el entonces embajador español, Manuel Aznar, le dijo que no podía negarse ante tal llamado.
El 18 de junio de 1952, día en que Evita entró en un coma que parecía irreversible y antesala de la muerte, Ara fue contactado oficialmente desde la Casa Rosada: el oncólogo Abel Canónico transmitió el deseo presidencial, ante lo cual el español esgrimió que por cuestiones políticas consideraba que esa tarea debía ser realizada por expertos argentinos. Como nadie más volvió a insistirle, el ibérico pensó que finalmente ya no iban a seguir buscándolo.
Sin embargo, el mismo 26 en que falleció la abanderada de los humildes el doctor Ara fue llamado a las 17 nuevamente por Canónico, quien le avisó que una hora más tarde lo pasarían a buscar porque el desenlace ahora sí era inminente: la muerte finalmente se produjo a las 20:25.
Al llegar a la Residencia Presidencial, ubicada en ese entonces en el predio que actualmente ocupa la Biblioteca Nacional, el español entregó un listado con una serie de requisitos para llevar adelante la tarea. «Al general Perón le parece muy bien todo; no tiene nada que objetar. Se hará tal cual usted propone y le agradece mucho su colaboración», le respondió el ministro de Asuntos Técnicos, Raúl Mendé.
Esa misma noche, Ara salió en busca de los materiales y herramientas para empezar la conservación del frágil cadáver y debió salir a rastrear a un viejo conocido del mundo forense, con quien había dejado de tener vínculo: lo halló en un «barrio extremo, mal iluminado». Sin decirle una palabra del trabajo que iban a realizar, lo condujo hacia la Residencia Presidencial y al arribar los recibió el mismísimo viudo.
«Profesor, ésta es su casa. Usted dispone y manda sin que haya de ser consultado conmigo», expresó Perón, quien lo guió hacia la habitación donde se encontraban los restos de Evita, «consumida hasta el extremo de lo posible».
Luego de una madrugada realizando el trabajo preliminar para dejar al cuerpo listo para el velorio en la capilla ardiente instalada en la sede del Ministerio de Trabajo y Previsión, los primeros en acercarse al cuerpo fueron la modista y el peluquero, quienes terminaron de presentar los restos de Evita para que pudiera ser vista por los miles de argentinos que fueron a despedirla. El coiffeur, por orden de Juan Duarte -hermano de Evita-, cortó un mechón de pelo para su madre, Juana Ibarguren.
Minutos después, cuando Ara se disponía a envolver las manos de la abanderada de los humildes en un rosario de plata y nácar que le había regalado el papa Pío XII, apareció una de las ayudantes de Evita, con elementos de manicuría. «Poco antes de entrar en la agonía, me dijo la señora: `En cuanto me muera, quítame el rojo de las uñas y déjamelas con brillo natural´. ¿Puedo hacerlo, doctor?», preguntó la mujer, que recibió la respuesta afirmativa del español.
Una vez concluidos los arreglos estéticos y antes de que soldaran la parte metálica del ataúd, el doctor colocó entre las prendas y en cada rincón unos comprimidos que llamaron la atención de Perón, que observaba atentamente cómo trataban los restos de Evita. Luego de informarle qué eran esas pastillas, le explicó: «Su relativamente rápida volatilización expulsa el aire del interior del sarcófago, sustituyéndolo por una atmósfera que hace imposible la vida de cualquier clase de microbios o de insectos, siendo además, incombustible».
En ese momento, el entonces Presidente le recordó que el objetivo era que se preservara el cadáver durante algunos días antes de ser trasladado a la sede de la CGT para proceder allí a realizar las tareas de embalsamamiento: Ara señaló que prefería que los trabajos se hicieran en otro lugar y no en el edificio de Azopardo 802, ya que temía por la seguridad del laboratorio que debía montar.
«No, profesor. Mi mujer dispuso que sus restos mortales fueran depositados en la CGT hasta su traslado a la cripta del monumento y yo voy a cumplir exactamente los deseos de mi esposa. No tiene usted más remedio que trabajar en la CGT», subrayó Perón.
Durante casi dos semanas, Evita fue velada en el Ministerio de Trabajo y Previsión, en lo que fue una de las ceremonias más convocantes de la historia argentina.
En medio de esas jornadas multitudinarias, el entonces presidente de la Cámara de Diputados, Héctor Cámpora, fue designado como intermediario entre el doctor Ara y Perón, para tratar algunos detalles concernientes al embalsamamiento del cuerpo de la difunta primera dama: el dirigente peronista había sido alumno del español en la materia Anatomía en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Córdoba.
Cámpora fue el encargado de terminar de acordar los términos del contrato con Ara, quien fijó en 100 mil dólares el presupuesto final, incluyendo en ese monto los materiales y su remuneración.
Los primeros resultados de la conservación hecha por Ara se pusieron en riesgo por algunas acciones de algunos personajes con «afán intervencionista»: cuando vieron que el vidrio de la tapa del ataúd se empañaba, abrieron el sarcófago para limpiarlo y luego decidieron que una corriente de aire ingresando allí evitaría ese problema. «Esa insensata maniobra puso en peligro la estética de la conservación», se quejó el español tiempo después, al recordar su obra cumbre.
Luego de que el doctor planteara su malestar por esas situaciones, que se repitieron a lo largo de los 16 días en que estuvo el cuerpo de Evita allí, Perón decidió poner fin a esa etapa del velorio y trasladar a su difunta esposa al Congreso, donde permaneció dos días, y luego a la CGT. «Comunicaré al pueblo que hasta dentro de un año no volverá a ver a Evita», informó el Presidente al español.
El 10 de agosto finalmente los restos de Evita llegaron a Azopardo 802: tras dos días más de velorio, luego fue trasladado al segundo piso, que ya había sido adaptado como laboratorio y oficina de Ara para proceder al embalsamamiento final. Un fuerte dispositivo de seguridad se montó en las inmediaciones y dentro del edificio sindical para evitar cualquier incidente con el cadáver, así como también se designó permanentemente una guardia del Cuerpo de Bomberos, ante un eventual incendio por los reactivos y disolventes que se utilizaban en las tareas de conservación.
Durante los tres años en que el cuerpo de Evita estuvo en la CGT, el edificio sindical permaneció floreado en toda su extensión, debido a la gran cantidad de coronas florales que llegaban incesantemente. Asimismo, una o dos veces por semana, la madre de Eva Perón y sus tres hermanas se acercaban hasta el segundo piso y, frente a la puerta cerrada del laboratorio, rezaban y lloraban.
En ese lapso de tiempo, Ara guardó celosamente toda la información sobre su trabajo y rechazó todo tipo de ofertas periodísticas para conocer detalles del embalsamamiento o permitir fotografías. También pasó parte de sus días estudiando los rasgos que el rostro de Evita había tenido en vida: repasó varias veces el enorme archivo fotográfico que se guardaba en la Escuela Superior Peronista, ubicada en la calle San Martín.
Al llegar el primer aniversario de la muerte, en 1953, el monumento donde descansaría Evita aún no había avanzado demasiado en los jardines de la Residencia Presidencial de Palermo, el mítico Palacio Unzué. Por esa razón, el cuerpo debió permanecer en la CGT, aunque se realizaron algunos cambios en el segundo piso: uno de ellos fue la colocación de una imagen de la Virgen de Luján. «Mi mujer sentía una gran devoción por ella», fundamentó Perón.
La imagen en cuestión fue acercada al lugar por las hermanas de Evita, una reliquia familiar que quedó plasmada en varias fotografías de la abanderada de los humildes ya embalsamada.
Un día antes de ese primer aniversario, Ara envió a la Comisión Nacional Monumento a Eva Perón una carta para dar cuenta de la concreción de los trabajos: «El cadáver de la Excma. Señora Doña María Eva Duarte de Perón, impregnado de sustancias solidificables, puede estar permanentemente en contacto del aire, sin más precauciones que las de protegerlo contra los agentes perturbadores mecánicos, químicos o térmicos, tanto artificiales como de origen atmosféricos».
Para su correcta conservación, el español fijó las recomendaciones del caso: «Evitar que en el local donde sea depositado suba la temperatura a más de 25º C. Mantener fuera de la acción de los rayos solares la vitrina que contiene el cuerpo. No permitir bajo motivo ni pretexto alguno sea abierta la vitrina ni tocado el cadáver en ausencia nuestra».
La Comisión decidió que Ara siguiera cumpliendo un rol de protector de la conservación del cuerpo de la difunta primera dama. Por esa razón, el ibérico iba a «prescindir de la paz soñada»: «Quiérase o no, habíame de ser imposible el alejarme definitivamente», admitió.
Todo transcurrió con cierta normalidad hasta mediados de 1955, cuando el Gobierno de Perón empezó a ser víctima de diversas maniobras opositoras o, directamente, golpistas. El 16 de junio de 1955 el cabo Toledo le informó al médico español que milagrosamente ninguna de las bombas arrojadas por aviones o de las balas de ametralladora que hicieron temblar las inmediaciones de la Plaza de Mayo había afectado al edificio de la CGT. «Una decisión me pareció ineludible: la de no ausentarme del país ni de su capital», expresó el doctor Ara.
Poco después del tercer aniversario de la muerte, el médico español convocó al escultor catalán Vicente Torró para que hiciera una réplica del rostro de Evita en arcilla, para que quedara como un «documento» de su descanso.
El 16 de septiembre de 1955 el español tenía previsto cobrar un monto del trabajo que la Comisión aún no le había abonado. Ante el levantamiento militar en varios puntos del país, la presidenta de la Comisión, Juana Larrauri, lo llamó para informarle que no iba a poder llevarse a cabo la reunión prevista, pero que podía cobrar el dinero acordado, lo cual fue aceptado por Ara, quien había abonado de su bolsillo algunos gastos de la preservación del cuerpo de Evita.
Ante la inminente caída, el médico rompió algunos de sus estrictos protocolos y permitió que obreros y miembros de la CGT pudieran ingresar al laboratorio y despedir a Evita. El entonces secretario general de la central obrera, Héctor Hugo De Pietro, le pidió que pusiera fin a esas visitas, ya que una eventual romería de 30 0 40 mil personas en ese contexto podría derivar en una tragedia.
El sindicalista plantea que por seguridad convendría sacar el cuerpo de allí y se inició un operativo para recuperar el ataúd en el que había descansado la difunta primera dama en el extenso velorio de julio de 1952. Sin embargo, la empresa fúnebre que cobijaba el sarcófago sólo iba a entregarlo si se presentaba el recibo que habían otorgado al recibirlo: el preciado papel no estaba en ningún lado y nadie recordaba quién se lo había quedado.
A medida que la revuelta militar iba en ascenso, Ara decidió ir hasta el Palacio Unzué para ver a Perón y consultarle en persona qué pretendía que hicieran con el cuerpo de Evita. Pese a la obstinación del español, el general no lo recibió y -mediante el edecán Alfredo Renner- se comprometió a llamarlo por teléfono en las próximas horas. Pero la llamada nunca se concretó y el cadáver de la abanderada de los humildes comenzó su largo y penoso periplo.
Minutos antes de que terminara el 23 de noviembre de 1955, los restos de Eva Perón fueron sacados de la CGT: desaparición, ocultamiento y vandalismo marcarían su destino hasta septiembre de 1971, cuando Juan Domingo Perón volvió a encontrarse con aquel cadáver en Puerta de Hierro, en Madrid.
Todas las vivencias del doctor Ara en torno al embalsamamiento de la abanderada de los humildes fueron volcadas en un libro que escribió durante varios años el propio médico español. «El caso Eva Perón (apuntes para la historia)» fue publicado por su esposa, Ana María Hermida de Ara, en octubre de 1974, un año después de que el doctor muriera en la Argentina.
Durante mucho tiempo, el español dudó acerca de la difusión de su experiencia, en gran parte por la posibilidad de que hubiera algún tipo de amenaza a su vida. «No creo, pues, descabellado lo de pensar en graves consecuencias», reconoció en las páginas del libro.
«No se describen técnicas anatómicas porque no se trata de un libro de carácter científico ni destinado a especialistas. Fue escrito sólo para dejar constancia de la verdad en hechos históricos», señaló la viuda del ibérico.