Hace más de 15 años que la psicóloga Silvia Inchaurraga trabaja con personas que toman drogas de venta legal o ilegal en la ciudad. Cuando la pobreza de 2001 se mezcló con los 7 mil ciudadanos del Gran Rosario que se inyectaban cocaína, ella convenció a los gobiernos de algo difícil: el problema no era si consumir estaba bien o mal. El problema era compartir las jeringas y cómo iba a crecer la cantidad de infectados por HIV. Ese año la asociación que creó Inchaurraga, Arda, entregó más de mil cajas con inyectables a los consumidores, entre otras actividades de prevención que no negaban la elección de la persona. Dos años más tarde uno de cada tres consumidores habían entrado en contacto con algún centro de salud en Rosario. Hoy la psicóloga habla con El Ciudadano del conflicto actual en la ciudad donde el Estado persigue al consumidor e intenta tratarlo.
-En abril participó del primer Coloquio Internacional sobre Drogas y Políticas en las Américas en París con representantes de 80 países ¿Cómo es el panorama nacional?
– El próximo coloquio internacional será en Rosario. Fue muy importante el intercambio de experiencias de abril. En el caso de Argentina tenemos el problema de que la ley de Salud Mental, que incluye a las adicciones, no tiene instituciones intermedias (centros de día, espacios terapéuticos, entre otros) y volvemos a la respuesta tradicional: el encierro y la deshabituación (cuando internan a una persona para que pierda el hábito aun contra su voluntad). Por falta de alternativas es la vuelta a la prohibición y la abstención.
-¿Cómo debe trabajar el Estado que tiene la responsabilidad de contener?
-El consumo problemático o las adicciones no terminan de ser entendidos por la sociedad. No sólo por los gobiernos. Hay particularidades. Las personas no siempre quieren ir al centro de salud del barrio o al dispensario para pedir ayuda o revisar la relación que tienen con la sustancia. En otros países está en revisión la idea de territorialidad, donde el Estado intenta dar respuesta dentro del barrio para evitar el desarraigo. Pero la persona puede tener problemas en el barrio, no quiere ser visto, hay una guerra de bandas, ex parejas o familiares a los que no quiere involucrar. Además, falta personal para atender. El Estado no tiene que imponer. Tiene que ir caso por caso, pero significa presupuesto y crear alternativas de contención. No hay una sola fórmula.
-Desde Nación confirmaron que entre 2011 y 2016 una de cada cinco causas en la Justicia fueron por tenencia para el consumo personal o por tenencia simple, es decir, por tener poca cantidad ¿Qué consecuencias tiene?
-Si una persona acude a la droga en una economía de subsistencia es doblemente vulnerada. Lo detienen, lo exponen al proceso judicial y le imponen un tratamiento. En el nombre de la cura está arraigado el «todo vale». Una madre desesperada cae presa de este discurso y hace que lo sea para tratar de ayudar a su hijo. Por otro lado, la percepción social con la pulsión de los medios de comunicación de etiquetar, convierten a una mujer que vende pocas cantidades de droga para poder mantener a sus hijos en una jefa narco. En realidad, es alguien que vive en la pobreza y no tiene nada que ver con lo que vemos en las series de televisión. Otro ejemplo es el «soldadito». Es visto como la amenaza, pero no nos preguntamos por qué el chico encuentra en un bunker de drogas una forma de subsistencia y un sentido a su vida.
El origen de la cacería
Otro de los representantes rosarinos en el Coloquio Internacional sobre Drogas y Políticas en las Américas de París fue Edgardo Manero, egresado de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), máster en Ciencias Sociales FLACSO, y doctor en Sociología de la École des Hautes Étud en Francia. El especialista dialogó con El Ciudadano.
-¿En qué se basa la persecución a los consumidores?
-La lucha contra la guerra es la continuidad de una larga historia en Argentina que se actualizó en cada época: la de un otro peligroso. Desde Domingo Faustino Sarmiento el otro, en este caso, el consumidor de droga y el vendedor son animales o una enfermedad. Son el enemigo que toma distintas formas según el tiempo. Lo que se mantiene es que siempre cae sobre los sectores populares. Con el tiempo se apoyan y son un lente con el que vemos la sociedad. Así miramos mal un consumo y otro no. Por ejemplo, según el tipo de sustancia. Parece (pero no es así) que consumir paco es de bárbaros, pero metanfetamina en una fiesta electrónica no.
-¿A quién beneficia la tradición?
-La idea de un otro peligroso nos hace sentir seguros porque al definir el enemigo y las prácticas que tiene ponemos distancia. El Estado no hace nada para desinstalar las ideas de a quien perseguir porque se beneficia del miedo. Más cuando son gobiernos de derecha porque así legitiman las políticas prohibicionistas. La droga es un elemento más de la inseguridad y tenemos que salir del debate de si una política es de izquierda o derecha. El progresismo político de Argentina debe entender que si no da respuestas a los problemas de la inseguridad le regala los gobiernos a la derecha a los votantes. Estos gobiernos aplican políticas de tolerancia cero porque es lo que saben hacer y lo que la sociedad cree que necesita por tener miedo y no ver otras opciones.
-¿Cómo se combaten las ideas de quien es el problemático?
-No es fácil porque se apoya en una larga hilera de imágenes que se ayudan unas entre otras. Detrás de «están falopeados y te matan por dos pesos», hay años de los supuestos lastres o enemigos de la sociedad: los piqueteros, los subversivos, los obreros o cabecitas negras, los anarquistas, y los indios. Todo está fundado en la metáfora fundacional argentina de civilización o barbarie. Tener estudios actuales sobre los consumos, todos los consumos, es un primer paso para desactivarlo.