Seleccionada para participar por la Argentina en la nominación de los títulos que la Academia de Hollywood disponga en la carrera al Oscar como mejor película extranjera, Infancia clandestina parece gozar del predicamento que acompaña este tipo de “certificaciones” entre espectadores propios y ajenos que entienden de este modo cierto tipo de legitimación. Es decir, aun los que no conocen con exactitud el fragmento de historia que el film de Benjamín Ávila (Nietos, identidad y memoria) refleja en Infancia clandestina, su primer largometraje de ficción, la creen poseedora de suficientes méritos como para ser vista. Y esto no está nada mal para espectadores acostumbrados al cine de “éxito”, al cine que responde a gustos estandarizados y dirigidos. Sobre todo porque el film de Ávila muestra una historia arraigada en la experiencia guerrillera de uno de los grupos armados argentinos que promovían el cambio revolucionario, Montoneros, en una de sus instancias más críticas y todavía deudora de análisis más profundos: la llamada contraofensiva montonera, emanada de la cúpula de la organización, que implicó enviar a la muerte a una impresionante cantidad de militantes al hacerlos regresar del exterior a una Argentina donde reinaba el terror impuesto por el poder militar.
Ávila, quien es hijo de militantes envueltos en esa escalada, decidió narrar una parte de esa historia –tema que no fue abordado antes por el cine nacional, y mucho menos desde la ficción– en la que él mismo, siendo un niño, estuvo involucrado. Y lo hizo con suficiencia, en un formato narrativo semejante a un trhiller y con todas las prerrogativas de un relato que realza las formas de la acción en el intento de exponer los hechos en toda su crudeza, casi la visión de una maquinaria puesta a funcionar de un modo impiadoso y más ligada a un destino que hace caso omiso de las criaturas que se mueven en su interior. Para ello, eligió como punto de vista la mirada y los sentimientos de un niño –vagamente él mismo, como lo explicó en algunas entrevistas– que vive esa experiencia traumática como un despertar en un mundo lleno de inequidades y situaciones injustas que cambiarán su vida para siempre.
Tal vez la mirada de Juan, el niño, que en la clandestinidad a la que está obligado adoptará el nombre de Ernesto –en alusión al Che–, sea un acierto en una propuesta de estas características; representa de algún modo la posibilidad de correrse de ese orden nocivo que esa pesadilla implicaba para ver con ojos de asombro, de ternura, de recelo, de confianza y desconfianza a la vez; en la intriga planteada en gran parte de los planos, en esa amenaza agazapada, el niño se mueve entre las ilusiones y el vértigo, y el hecho de la imposibilidad de discernir de los militantes en el carácter casi “suicida” de esas acciones revolucionarias –ese mandato inevitable de la “lucha total” en territorio enemigo– se revela en su máxima exacerbación como una maquinación perversamente orquestada.
No hay, en Infancia clandestina, interpretación de esos hechos –ni tendría que haberlos necesariamente– sino exposición pura y dura de las acciones con las que Montoneros entendía una resistencia a la dictadura que aniquilaba desde hacía tres años a sus militantes. Y esto, hay que decirlo, sume al espectador en una encrucijada, la de pensar en la complejísima situación que esos militantes padres sostenían con sus hijos –la mayoría de ellos pequeños–, una relación sustentada en la verdad –Juan conoce buena parte de lo concerniente al rol de combatientes de su padres, a su misión– pero sumamente injusta para los niños, expuestos como estaban a la masacre. La luz, en ese mundo sensible de Juan-Ernesto, vendrá con la figura de María, una niña de la que se enamora y a partir de lo cual, en el promisorio y a la vez trunco despertar de esa relación, comprenderá las incongruencias que en la realidad tiene la fantasía con que todo niño se inviste, particularmente la de este niño, para quien los hechos y el encadenamiento de las acciones, la razón de lo visible, pone en evidencia el límite para su vida, hasta ese momento privada de su verdadera identidad por imperio de las circunstancias. Al final, sólo al final, cuando ya el niño se quede sin nadie, volverá a ser Juan.
Con una estructura narrativa convencional pero rítmica, valiéndose de logradas animaciones para ciertos pasajes, actuaciones intensas y medidas, y un sentido del montaje lúdico, Infancia clandestina es entonces un film que muchos espectadores disfrutarán, pero su mayor acierto está en fijar la mirada en un momento de esa singular topografía de las acciones y emociones de esa parte de la violenta historia argentina con todo lo de contradictorio que conllevan, y ejercer una suerte de comprensión positiva, sin desengaños ni remarcada tristeza, en todo caso buscando evidenciar la catástrofe como una de las posibilidades de la utopía.