Se dio el único milagro que podía ocurrir en Argentina en estos días tan aciagos para buena parte de la población, incluidas las nocivas políticas del gobierno nacional. El seleccionado triunfó sobre Nigeria sudando la camiseta y como en una ardua batalla donde quedan rastros, la cara de Mascherano sangró durante todo el segundo tiempo.
El equipo lo merecía porque puso todo lo que tiene –la carne al asador, otro de mis argentinismos favoritos–, y entonces el sabor a la victoria mueve los pies y la imaginación se hace dueña de la pelota. Quedan atrás las roscas, los diversos intereses, el interrogante de si Messi es el único responsable de lo que pase con el equipo y los jugadores y los argentinos respiran otra vez.
Y yo vuelvo a sorprenderme de la falta de coherencia que tiene este pueblo, que un día odia a todos y luego olvida si le sirven su plato favorito. Dije hace unos días que somos pueblos parecidos, pero debo agregar que nosotros no olvidamos fácilmente. Siempre vuelve a mi memoria una misión delicada para la cual fui elegido.
Antes del coronel Dubchenko, nuestro jefe en la KGB fue el capitán Alexey Pushkin, descendiente del poeta fundador de la literatura rusa moderna, quien era realmente un tipo al que fácilmente se podía odiar cada vez que te miraba. Pushkin no te perdonaba ninguna y sostenía que éramos unos inútiles que estábamos ahí porque no servíamos para otra cosa. Aun exitosas, para él nuestras misiones eran un fracaso.
Conmigo tuvo un ensañamiento especial ya que me quebró la tibia durante un partido de fútbol y ni siquiera ayudó a levantarme. Él era un número 4 violento que amaba el fútbol. Duró poco, ya que pronto lo traicionó su ambición y se quedó con dinero de la agencia. Fue confinado pero pudo escapar y se refugió en París. Conocía secretos de Estado por lo que había que tratar de que no los desparramara y allí llegué con otra personalidad como jugador de fútbol, adquirido por el Paris F.C. que enfrentaba al Gallia Club Paris, donde jugaba Pushkin.
Aunque tenía algunos kilos de más y mi pelo teñido, el ex capitán de la agencia me reconoció y supo de inmediato porque estaba allí. Me ofreció una fortuna si permitía que al término del encuentro desapareciera. No le respondí. Y hábil como era con mis piernas, y luego que vino con toda la furia a romperme otra vez las piernas, lo bajé con un golpe de punta sobre una rodilla y allí quedó quebrado también él.
Así sería más fácil todo: entrar al hospital, ir a su habitación de convaleciente, cambiar las sondas y que al otro día lo encuentren inerte. Nosotros no olvidamos ni perdonamos.